Noches de té verde

Fragmento de nueva novela

En esta nueva novela un joven compositor sueña con escribir una obra radical y ambiciosa para orquesta sinfónica mientras toca el teclado en la banda de punk Los Ruidos Tristes.

Desierto de Real de Catorce. Foto tomada de Pinterest.

Poco a poco, casi sin darse cuenta, esa insatisfacción creativa se va filtrando en todos los aspectos de su incipiente vida adulta (trabajo, estabilidad económica, amigos, familia, erotismo, relación de pareja) hasta desvanecerla en el vacío de una duda aterradora: ¿y si el amor no es suficiente?

La obra está editada en formatos físico y digital por SuVersión Electrónica, proyecto que aspira a conseguir una auténtica independencia en todos sus procesos editoriales. Con su autorización, reproducimos un fragmento del capítulo 25.

En este bar sin fin

La vida en una casa rodante hizo que mis nervios vibraran profundamente desde las raíces mismas que dan nacimiento a los días. Despertar en la tierra con el sol increado del alba para ir hacia la mañana entre montañas que terminan en tardes habitadas por flores y cabras. Y la gente va y viene. Y cualquier asunto humano que no tenga poesía se convierte en irreal, en una idea distante. La poesía es dinámica y subterránea. Y el cuerpo tiende naturalmente hacia ella cuando viaja.

En movimiento, el tiempo en la mente adquiere formas extrañas. El pensamiento se vuelve misterioso, paciente y hondo. Y los ojos miran la esencia de cualquier forma al primer vistazo.

En la carretera, desaparece el artificio. Lo artificial surge del ocio y el ocio nace de la comodidad. En movimiento, la sangre está siempre alerta. El influjo de la naturaleza la hace brillar con las luces de la curiosidad. La sangre se agolpa en venas ansiosas de novedades. Y el corazón se agita. Golpea con voraz anhelo de sensualidad. Sensualidad que recibe sin intervenciones, directamente de la tierra.

[…]

En vivo podíamos hacer que fuera mejor nuestra música. En vivo podíamos hacerla más trepidante y verdadera. Más interesante y directa. Tenía mi teclado y partes antiguas de la historia de la música guardadas en mi corazón. Sabía sobre valses, tarantelas y mazurkas, sobre toda clase de ritmos —traviesos, desinhibidos, galantes— que dispararon erotismos desconocidos en mujeres y hombres de remotas épocas de corsés, camisetas interiores y salones. Enterrados tras el brillo de una guitarra electrificada, estos ritmos lejanos podían resultar entretenidos.

Fui feliz en esa gira. Fuimos felices en esa gira los cuatro.

Escuchamos mucho a Los Saicos durante los viajes en Celesta. Y cantábamos «demoler, demoler, demoler, la estación del tren» con las ventanas abiertas en los caminos desiertos entre dos ciudades.

Aprovechamos los trayectos para escribir nuestro segundo álbum: En este bar sin fin. Yo escribí la canción homónima. Un álbum en el que quisimos capturar lo que habíamos descubierto en vivo: que nuestra música era mejor cuando se dedicaba a hacer bailar.

Y tracé una atmósfera teatral que atraviesa todo el álbum. De una teatralidad que oscila entre lo circense y el drama. Entre la tragedia y el desmadre. Entre los juegos y la tristeza. Entre el absurdo y la muerte.

Mis pensamientos se alejaron de las palabras y adquirieron una dimensión meramente abstracta: articular sonidos para que la gente pudiera moverse. Y valerme de la historia de la música para construir esas atmósferas de misteriosas danzas. Bailes ridículos. Bailes desenfrenados. Bailes seductores.

Diseñé uno inspirado en «La danza de los siete velos» de la ópera Salomé, y otro con base en la melodía del aria del vino que canta Turiddu en «Cavalleria Rusticana». Y tracé una atmósfera teatral que atraviesa todo el álbum. De una teatralidad que oscila entre lo circense y el drama. Entre la tragedia y el desmadre. Entre los juegos y la tristeza. Entre el absurdo y la muerte.

[…]

Real de Catorce fue el último punto de nuestra gira. Salimos al escenario del teatro de un hotel elegante a las 10 de la noche. Llevábamos la música por dentro. La música, la juventud, la liberación y el sexo. Y el poder sagrado del baile.

Lo sagrado latía al fondo de cada forma de ese pueblo incomprensible y árido. Desde las interminables extensiones de piedras y desde el frío viento desafiante. Un latido oscuro y místico. La entrada a un mundo que no debes cruzar si no te pertenece. Nos quedamos afuera del mundo sagrado, con nuestros instrumentos, llenos de dichoso cansancio en nuestra rústica música de danza.

Después del concierto me perdí en el pueblo. Quise estar solo, lejos de mis amigos y lejos de Celesta. Quise perderme y dormir la última noche de la gira en otra parte. No en la azul casa rodante. Me metí al bar de una posada. La 1 de la mañana. Domingo. Abril. Una posada con forma de hacienda. Las mesas del bar en el centro del patio. La luna larga y angosta, casi trazaba una línea recta, de un blanco acuoso que hacía pensar en la leche. El cielo lleno de estrellas distribuidas en caprichosos grupos: cinco muy juntas, tres que formaban un triángulo y una solitaria. Y a ella —a la estrella solitaria— dediqué mi plegaria: «Yo soy el que canta; no dejes que se me olvide: Yo soy el que canta».

Pedí al mismo tiempo pulque, mezcal y cerveza. A la mesera le hizo gracia que fuera tan atrabancado.

—Me encantas —me dijo un muchacho de ¿19, 20, 22? Sus ojos grandes y negros llenos de asombro. Camisa sin mangas y jeans muy pegados. Los muslos delgados. Agujeros arriba de las rodillas—. El concierto fue espectacular. Me encanta su música.

—¡Gracias!, ¿de dónde eres? —pregunté.

—De Monterrey, ¿puedes firmar mi playera?

Se la firmé a la altura de la panza.

—¿Quieres pulque?

Aceptó, pero fue una cerveza porque, dijo, al pulque aún no le agarraba la onda.

El cielo lleno de estrellas distribuidas en caprichosos grupos: cinco muy juntas, tres que formaban un triángulo y una solitaria. Y a ella —a la estrella solitaria— dediqué mi plegaria: «Yo soy el que canta; no dejes que se me olvide: Yo soy el que canta».

Guillermo. Me aclaró su edad: 23. Estudiante de Relaciones Internacionales. Guitarrista aficionado. Fan de Against Me y NOFX. Lector del Conde de Lautréamont y José Agustín. Pedimos otra ronda. Él otra cerveza; yo otra vez, al mismo tiempo, las tres cosas.

La voz de Guillermo me llegaba suave y fresca.

—A mi mamá le aterra la idea de que pueda vivir solo; a mi papá, eso le da igual.

Y Guillermo me contó cómo quería con toda su alma rentar un departamento cuanto antes. Sin roomie. Para él solo. Algo pequeño, de un cuarto. Por las tardes, tras la jornada en la universidad, era gerente en un café. Ahorraba cada centavo.

—Casi cada centavo —me sonrió—. A veces me doy mis lujitos, como venir a un concierto de Los Ruidos Tristes.

En su sonrisa había una tímida galantería. Manos delgadas. Brazos lampiños. Contrastaba tanto con mi barba roja–café–naranja, crespa y abundante.

—Pareces un navegante —me dijo Guillermo, y pidió su tercera cerveza.

Vimos juntos en silencio las estrellas. Lo besé cuando quitó la cerveza de su boca. Un beso corto. Sus labios fríos. Rígidas sus manos. Se estremeció. Me paré y fui a la barra. Pagué la cuenta. Dejé a Guillermo sentado en la mesa del patio bajo la noche sagrada de Real de Catorce.

Sentí su mirada seguirme fijamente mientras salía de la posada. No se movió. No dijo nada.

Caminé hacia las montañas. Al poco tiempo las luces del pueblo parpadeaban abajo y muy lejos. Me senté un rato sobre una piedra plana. El ruido continuo del viento recorriendo el vacío, avanzando, buscando, retrocediendo, desprendiendo diminutas rocas y revolcando hojas. Algún ladrido. La inmensidad. Regresé con paso lento. Las calles vacías. Algún borracho. Alguna carcajada. Entré a Celesta. Las seis de la mañana.

Mauro salió del baño. Prendí la cafetera. Salimos de la van con tazas humeantes y una guitarra hacia las primeras luces de la nueva mañana.

Rasgué do mayor. Un rasgueo roto y suave.

—Duerme, Guillermo —comencé a cantar—, Guillermo, descansa —y mi voz se alargó lentamente hasta desaparecer porque no supe qué más decirle. ®

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