El mismo país que produce y exporta una significativa cantidad de películas pornográficas para el mercado gay, exigía —hasta hace un par de meses— una insólita “prueba” de homosexualidad a los solicitantes de asilo.
Hace exactamente dos décadas las tropas soviéticas abandonaban definitivamente Praga y la llamada “Cortina de Hierro” se terminaba de ajar, irremediablemente, frente a los ojos de sus habitantes. El comunismo gris, tan opuesto al consumismo multicolor, se volvió asunto de nostálgicos. Las nuevas generaciones prefirieron muy pronto la voluptuosidad de Hollywood, las hamburguesas de McDonalds y, en suma, ese “modo occidental” de vivir la vida.Sin dejar de registrar que no todos los colores de ese cambio fueron precisamente radiantes (el desempleo poscomunista se ensañó con unos cuantos millones), es innegable que la apertura cultural llevó consigo un abanico de consumos culturales antes inexistentes o poco difundidos. Entre ellos, la pornografía.
Pero lo particular del caso checo no ha sido tanto la recepción de la pornografía (que fue poco problemática para una sociedad que ya se destacaba por ser la más atea del este europeo) como su conversión a país productor. Y de un tipo muy específico dentro del género: el porno gay.
Pero lo particular del caso checo no ha sido tanto la recepción de la pornografía (que fue poco problemática para una sociedad que ya se destacaba por ser la más atea del este europeo) como su conversión a país productor. Y de un tipo muy específico dentro del género: el porno gay.
¿Cómo ocurrió? Muy simple: la misma lógica de rentabilidad que relocalizó la fabricación de zapatillas desde Estados Unidos a Indonesia guió a los productores estadounidenses de pornografía gay. Encontraron buena materia prima (muchachos lindos, o al menos del tipo preferido entre la comunidad homosexual estadounidense) y ventajas competitivas (léase, sueldos bajos disciplinados por la falta de empleo, sobre todo entre los jóvenes).
En un reportaje reciente de Global Post la periodista Iva Skoch se metió tras las bambalinas del porno gay checo y se encontró, entre otros, con William Higgins, veterano productor del género. Este estadounidense de 67 años lleva unos cuántos radicado en Praga y ha corroborado cuán efectivo es el anzuelo del dinero fácil en un mercado laboral precario.
La otra constatación interesante de Higgins es que los actores del porno gay en República Checa son, en su mayoría, heterosexuales. “O al menos así es como se describe el 90 por cierto”, destaca Higgins. En ese porcentaje está también un tal Justel, que nació después de la caída del Muro de Berlín y que, apunta Skoch, se ofende si le sugieren que es homosexual. “Sólo es por el dinero”, insiste.
La porno-prueba
En el mismo país donde el dinero contante y sonante hace posible “cambiar” la orientación sexual de algunos hombres (al menos en el set de filmación), parece una absurda ironía que los homosexuales “verdaderos” llegados desde el exterior hayan sido sometidos a un insólito test de comprobación. Y aquí, otra vez, entra la pornografía, pero de una forma muy peculiar.
Actualmente, la homosexualidad es ilegal en más de ochenta países, la mayoría de ellos árabes y africanos (incluso en Arabia Saudita, Irán, Sudán, Yemen, Mauritania y Afganistán se la castiga con pena de muerte). Esta situación fuerza a muchos homosexuales a abandonar sus países de origen, dónde además de correr un riesgo cierto de supervivencia, deben vivir en el armario eterno.
Este tipo particular de emigración se ha intensificado en la medida en que muchas naciones —sobre todo europeas— le han abierto las puertas a aquellos que arrastran el padecimiento de la homofobia más rampante. Aunque esas puertas a veces se bambolean de un modo confuso. Al calor de los procedimientos burocráticos y de lo peculiar de sus historias, los solicitantes de asilo no siempre pueden probar fehacientemente que son perseguidos por su condición sexual. Algunas autoridades migratorias, como las checas, necesitan algo más que testimonios. ¿Cómo saber si este muchacho sudanés dice la verdad o nos está fabulando una vida que no tiene ni tuvo sólo para acariciar el “sueño europeo”?
Actualmente, la homosexualidad es ilegal en más de ochenta países, la mayoría de ellos árabes y africanos (incluso en Arabia Saudita, Irán, Sudán, Yemen, Mauritania y Afganistán se la castiga con pena de muerte).
La “ingeniosa” tentativa de responder a ese interrogante se tradujo, por insólito que parezca, en la visión de una película pornográfica. En términos médicos, se llama “plestimografía peneana” y consiste en que el solicitante de asilo es obligado a ver una película pornográfica de contenido heterosexual. Si registra una erección, se puede concluir que ha mentido: es un heterosexual que intenta obtener su condición de refugiado a partir de un engaño.
Pero las cosas no son tan simples. El controvertido test checo no tardó en generar repudio tanto de parte de asociaciones gays como de grupos de protección de los derechos humanos. Para la Agencia Europea de Derechos Fundamentales (FRA, por sus siglas en inglés), el método no sólo es de dudosa validez sino que atenta contra la intimidad y privacidad de los solicitantes de asilo.
Tras el eco mediático, las autoridades checas han anulado finalmente la prueba “falométrica” y volverán a las tradicionales entrevistas para detectar la autenticidad de las orientaciones sexuales esgrimidas. Fronteras adentro, mientras tanto, aquellos jóvenes checos necesitados de dinero jurarán a cualquiera que su heterosexualidad es sólida y sin fisuras, pero que “trabajo es trabajo”.
Así, el país que exporta muchos “gays” ficticios a través del triple X se cuida de aceptar a falsos homosexuales en la realidad. No debería extrañarnos: supimos desde el comienzo que la globalización se lleva mejor con la circulación de mercancías que con la de personas.
Lo que sin duda pocos sabíamos es que la pornografía podía actuar como una suerte de “detector de mentiras” en el área migratoria. Un detector que se lleva a las patadas con la ciencia y los derechos humanos y que, bajo el declamado propósito de ayudar a alguien, termina haciendo todo lo contrario. ®