Periferias

La realidad y la mirada tangencial

Los lugares centrales son demandantes. Si uno quiere escribir, pintar o componer música, una ciudad grande tiene muchas más opciones de formación, pero igual número de distracciones. La periferia tiene la ventaja de que nos permite concentrarnos. En una gran ciudad nunca hay paz. En los pueblos no hay otra opción.

Dalí, Muchacha en la ventana.

Dalí, Muchacha en la ventana.

En el capítulo 28 de Rayuela muere el bebé Rocamadour. Pero no lo sabemos de inmediato: muchos párrafos preceden al momento que representa para la Maga su infierno tan temido. Luego: “El líquido cayó sobre el cobertor, y la cuchara encima. La Maga gritó y se volcó sobre la cama, de boca y después de costado, con la cara y las manos pegadas a un muñeco indiferente y ceniciento que temblaba y se sacudía sin convicción, inútilmente maltratado y acariciado”. La estrategia de Cortázar es contar por los bordes. Describir las acciones de los otros, pero bordear al personaje directamente implicado. Lo terrible de la muerte de Rocamadour se nos revela a través de las reacciones de todos, menos la de la Maga. La reacción de la Maga es la última. Ya nos venían advirtiendo los demás lo que se vendría.

Este ejercicio de contar por los bordes revela pensamientos y sentimientos de los personajes que no hubiéramos adivinado de otro modo.

Contar en/por los bordes puede ser una gran lección/elección literaria. Vivir en los bordes puede serlo también.

Cuando tenía diecinueve años obtuve una beca para irme a estudiar a España. “¿Vas a Madrid o a Barcelona?”, me preguntaban en Mar del Plata, mi ciudad de origen. “A Pamplona”, decía yo. Las expresiones cuando pronunciaba estas dos palabras resultaban más que interesantes. ¿Por qué ir a lugares periféricos? ¿Por qué moverse por los bordes en vez de abordar las grandes capitales? “¿No preferirías ir a Buenos Aires antes que a Pamplona? ¿Y si te fueras a Madrid?” Pamplona, cuando llegué en el año 1998, era una ciudad de 250 mil habitantes. Un pueblo con una universidad pública y otra privada. Yo fui a la pública. No había gran cosa que hacer, ni en la semana, ni los fines de semana. Pero yo tenía el dinero de mi beca y la posibilidad de acceder a otras becas.

¿Por qué ir a lugares periféricos? ¿Por qué moverse por los bordes en vez de abordar las grandes capitales? “¿No preferirías ir a Buenos Aires antes que a Pamplona? ¿Y si te fueras a Madrid?”

A pesar de estar en un lugar periférico, en Pamplona la descentralización me convirtió en alguien. En la Universidad yo era “la argentina”. Durante el tercer año de carrera me becaron para ir a Inglaterra; durante el cuarto a Granada. Visité Madrid y Barcelona y París y Berlín como turista. De haber estado en Madrid o en Barcelona la competencia hubiera sido feroz; yo no podría haber accedido a becas, no hubiera viajado, no hubiera conocido las grandes capitales.

A veces estar en la periferia es casi un privilegio si se sabe leer por dónde transitar.

Los lugares centrales son demandantes. Si uno quiere escribir, pintar o componer música, una ciudad grande tiene muchas más opciones de formación, pero igual número de distracciones. La periferia tiene la ventaja de que nos permite concentrarnos. En una gran ciudad nunca hay paz. En los pueblos no hay otra opción. Dedicarse de lleno a una actividad completa las horas, hace mover el reloj a un pulso acelerado, nos contiene. La periferia invita a la reflexión. La centralidad invita a la acción. Nunca leí tanto como en Pamplona. Pasaba veranos enteros en la biblioteca. Caminaba por la ciudad hasta las murallas y contemplaba los montes a los lejos. Pensaba mucho, escribía.

Durante años no quise reconocer que la periferia era el lugar que yo quería habitar. Pensaba —como muchos— que lo que yo tenía que hacer era lanzarme a vivir en el ojo del huracán, y que si sobrevivía al devastador efecto de la competencia entonces se demostraría mi valía. Que los lugares acotados son para los cobardes. Hoy sé que los bordes dan una respuesta en ocasiones tanto más nítida. Mi paso por Barcelona, al término de mi carrera, fue una absoluta desilusión: nunca entendí la ciudad, ni la ciudad me entendió a mí. Por más de dos años permanecí aterrada, paralizada, sin saber qué hacer de mi vida, siendo una más del montón, guardando mis narraciones en cajones, entre muchos otros que guardaban sus narraciones en cajones, realizando trabajos mediocres, entre muchos otros que realizaban trabajos mediocres, que —yo creía erróneamente— eran los únicos a los que podía aspirar. Me fue mal, claro. Entonces regresé a Argentina.

Donde no hay nada... Foto meloldyjoy.buzznet.com

Donde no hay nada… Foto meloldyjoy.buzznet.com

Como Buenos Aires era el único lugar en el que yo podía desarrollar una profesión, me instalé por primera vez en una capital. Pero como para entonces había aprendido alguna lección en vez de buscar un departamento en el centro me fui al barrio de Caballito, y después más allá, y finalmente más allá hasta llegar a Flores. “¿Por qué vivís en Flores?”, me preguntan todavía, “ahí no hay nada”. Vivo en Flores, precisamente, porque no hay nada. Porque el barrio está lleno de vecinos con los que hablar de cosas que nada tienen que ver con mi profesión, ni con la literatura, y porque está lejos de todos los focos culturales. Y porque se paga menos. Flores es la periferia de una centralidad. Y la cosa no tiene más que beneficios: pocas visitas, pocas distracciones, todo al alcance de la mano y a la vez lejos.

Los “periféricos” de todo el mundo nos reconocemos mutuamente con cierta alegría. “Vivo en Leganés”, me dijo hace poco una amiga madrileña. “Eso es como el Flores de Madrid”. Y yo sonreí. “Vivo muy lejos del centro, detrás de un monte”, me dijo otra amiga, de la Ciudad de México, hace un tiempo. Y adujo, para hacerlo, causas parecidas a las mías.

Es más fácil identificar ciertos problemas si se opera desde los contornos.

La realidad se piensa de otro modo si la miramos tangencialmente. A veces, para interpretar el problema, o para acercarnos a la verdad que queremos aprehender —porque siempre, en definitiva, hay que buscar aprehender la verdad, cualquiera que ésta sea— hay que bordearla.

¿Cómo contar el declive del imperio austro-húngaro? “Lejos de las centralidades”, parece respondernos Musil. Y lejos, muy lejos de la clásica novela de dictador, Vargas Llosa hace otro tanto en Conversación en la catedral. No hay mejor manera de hablar de la putrefacción a la que una dictadura somete a la sociedad que mostrándola en los personajes que bordean al dictador: el ministro, la mucama, el chofer, la prostituta (de hecho, el dictador aparece solamente una vez, saludando desde el balcón). Pocos pensaron tan bien la Argentina desde la lejanía, por volver a Cortázar, o comprendieron Buenos Aires por dejarla atrás y recordarla mixturada con Montevideo, como Onetti. O se metieron de lleno en el mundo indígena por bordearlo y alejarse de él, traicionando el idioma en una falacia por compleja más verdadera, como José María Arguedas.

La realidad se piensa de otro modo si la miramos tangencialmente. A veces, para interpretar el problema, o para acercarnos a la verdad que queremos aprehender —porque siempre, en definitiva, hay que buscar aprehender la verdad, cualquiera que ésta sea— hay que bordearla. Con frecuencia los diamantes están lejos de la montaña más alta. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Octubre 2013

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