Peter Greenaway y el dilema de la historia

Las maletas de Tulse Luper

Las maletas de Tulse Luper, su deslumbrante trilogía de comienzos de la pasada década, señaló un camino que hasta ahora comienza a ser entendido y a dejar sus secuelas en la cultura.

“No existe la historia, sólo los historiadores”, eso dijo el polémico cineasta británico Peter Greenaway en 2003. Curiosa frase de abordaje, pero necesaria para entender la poco apreciada trilogía de Tulse Luper, que a principios de la década pasada continuó con el camino que Greenaway había elegido desde The Falls (1980): el cine como la expresión de la imagen sin tener que rendirle preitecía a un guión o historia. “Si quieres contar historias, hazte escritor, pero no cineasta”, respondió un petulante y controvertido Greenaway en ese entonces a la crítica.

El cineasta pensó a Tulse Luper como un personaje histórico y un proyecto multimedia que comprendería, además de los tres filmes, páginas web, DVDs explicativos, performances y proyecciones en vivo y una larga lista de actividades alrededor de la persona en sí, como si de un Leonardo DaVinci se tratase; es decir, un personaje fundamental para una época determinada.

El reto era hacer creer al público que estaba ante un personaje real que había vivido del final de la Primera Guerra Mundial hasta la caída del muro de Berlín, en 1989, y que había dejado diseminadas por los lugares que visitó 92 maletas con objetos representativos de la civilización humana.

Las películas de The Tulse Luper Suitcases son: Parte 1: The Moab History (2003), Parte 2: Vaux to the Sea (2003) y Parte 3: From Sark to the Finish (2004), en las que además de la vida y obra de Tulse se revisa el contenido de las 92 maletas; 92 también es el número atómico del uranio, dato que de manera constante marca el trayecto de Luper, y el descubrimiento del uranio en el desierto de Moab, en Utah, es el acontecimiento más importante de la época, según los historiadores, porque ahí se desencadenó lo que podemos considerar la sociedad actual.

La historia de Moab trata la infancia de Luper en Gales del Sur, a unos años de terminada la Gran Guerra, y su subsecuente viaje a Salt Lake City en busca de las ciudades perdidas de los mormones.

Lo que en el papel parece una historia coherente y fascinante a la vieja usanza se fragmenta en una serie de momentos que parecen aislados y sin importancia en la historia principal, pero que dotan a Tulse Luper de vida cinematográfica. Si no, ¿qué pensar de una película que comienza con escenas del casting efectuado a los principales personajes de la película? ¿No acaso el cine intenta hacernos creer durante dos horas una historia? Es allí donde Luper brilla excepcionalmente.

La historia es relatada a través del diálogo de historiadores que irrumpen en la escena por medio de pequeños cuadros, flagelando la imagen principal. Alrededor de la pantalla se pueden ver las líneas del diálogo que se está llevando a cabo, conviviendo con imágenes documentales, diversos ángulos de cara de los personajes, y éstos hablando directamente a la cámara eliminando la ilusión de estar ante algo “real”, sino ficticio, actuado.

El cineasta pensó a Tulse Luper como un personaje histórico y un proyecto multimedia que comprendería, además de los tres filmes, páginas web, DVDs explicativos, performances y proyecciones en vivo y una larga lista de actividades alrededor de la persona en sí, como si de un Leonardo DaVinci se tratase; es decir, un personaje fundamental para una época determinada.

La obsesión con el detalle y el ritmo de los elementos es tal que el reto del espectador es permanecer con la imagen de lo que se cuenta sin ser distraído por el bombardeo de información. Greenaway administra la obra como si fuera una enciclopedia virtual, con ventanas abriéndose y cerrándose en torno a las acciones y señalando el fetichismo por los objetos que describen a la civilización más adecuadamente.

El mismo cineasta es un coleccionista que explica a lo largo de la trama —en boca de sus personajes— que el coleccionista es fascinante por su propensión a aislar una parte de la naturaleza en su colección, y esa parte es un prisma para entender el presente.

Las cosas que Luper deja en sus maletas van desde objetos hasta meras abstracciones de índole metafórica, como una maleta llena de carbón y otra de agua.

Greenaway es fiel a su quehacer anterior, desde las complejas relaciones de la naturaleza de A Zed and Two Naughts (1985) hasta The Cook, The Thief, The Wife and his Lover (1989), con todas esas rutinas culinarias no aptas para cualquier paladar. Es ahí donde el espectador se topa con momentos que parecen innecesarios en la historia principal, como el recurrente pene lleno de miel de J. J. Field, el actor que personifica a Luper en la juventud (mientras que Roger Rees y Stephen Billington lo hacen en la madurez en la tercera película), o los soliloquios de los personajes, que muchas veces no hablan con el sentido necesario como para seguir el hilo de la trama, sino para irritarnos con monólogos que explican algo que quizá ni está en el horizonte de la película, como si Greenaway nos quisiera comunicar “algo”.

En el abrupto caudal de estilos y de imágenes el artista expresa no sólo una teoría, no sólo una versión o una forma, sino todas las que se le ocurren para plasmar el sujeto de su escena. Todas esas formas aparecen, repetidamente, al mismo tiempo, guiando al caos y a la distracción del cuadro.

La saturación de información es el punto, ya sea como crítica a la sociedad informática que ha hecho aún más incomprensible una simple historia y a un accesorio fútil del mundo; absolutamente todo lo que puede revestir con vida cinemática y ofrecer un marco a las diversas situaciones, y así el espectador se ve obligado a participar en el cine móvil de Greenaway e irse sin en realidad saber qué debe buscar en esa abigarrada colección de imágenes.

Ya que la cultura pop nos ha acostumbrado a inquirir al autor: Ok, ¿cuál es tu punto?, y ante la demora o la explicación de que no existe tal cosa como “un punto” en Tulse Luper, el moderno consumidor optará por un producto que le diga “algo”. Es decir, “el punto” de Luper está en la imagen total, en el concepto de la puesta en escena, en lo que está a los lados y que la mayoría de los espectadores en busca de una recompensa y estímulo que no exija demasiado, que no les desgaste las retinas, suele ignorar; aquello que a los cineastas les parece el fundamento del cine en sí mismo. (Por ejemplo, las películas en blanco y negro o las películas mudas, que todo verdadero cinéfilo disfruta, a las audiencias modernas, consumidoras de celuloide creado por la industria, simplemente no les gustan.)

El cine creado por la industria tiene que poseer historias telegrafiadas, un grupo de imágenes casi didácticas que demuestren que el autor no le está tomando el pelo a quienes acuden al cine. Estas características están ausentes en el cine de Greenaway. La comedia macabra que se propone en Tulse Luper rehuye una explicación que no sea la misma elucubración de pasajes sugeridos a través de la imagen. Ese trabajo es necesario en el espectador, así el espectador trabaja, se exige.

En ese sentido podría parecer que la trilogía de Tulse Luper no es para verse en una sala de cine, sino en casa, con un control que permita congelar la imagen y examinar la composición plástica de las imágenes de cada cuadro. Podría parecer que el difuminado de una escena explicaría algo al alinearse con las letras de la izquierda y con el número de la derecha y el fundido del recuadro de enmedio. Y ante el agresivo carrusel de imágenes uno se pregunta cómo es que llegó a esto y a dónde lleva. La verdad es que quien se atreva (el cine móvil de Greenaway es también un acto de valentía por parte del espectador) a seguir a Tulse Luper en las tres películas y quiera ver la imagen grande encontrará la satisfacción de una comedia avant garde inmensa, con las pretenciones intelectuales habituales de Greenaway, las que no estorban su disfrute.

¿Qué sentido tendrá entonces llegar a ese número 92, que está presente desde el comienzo de la carrera del autor? Greenaway elabora un giño personal al sugerir que parte de los registros filmados de Tulse le sirvieron a él como inspiración para sus primeros cortos en la escuela de cine, o que la última maleta fue descubierta en el rodaje de La panza del arquitecto. Y tanto Tulse Luper como Cissie Colpitts, la chica que escribe a máquina todas las declaraciones de Luper cuando éste es prisionero en Bélgica, son personajes de anteriores filmes de Greenaway.

Tulse Luper es un vertedero en donde toman forma todas las obsesiones de Greenaway desde que tomó una cámara. Y desde su aguda pretensión sabemos que es la obra cumbre de su vida, la más elaborada y preparada; que todas las demás cintas trabajaron para formar su propia mitología, la cual, fiel al término, prefiere dejar sin esclarecer.

Después de lo anterior el lector se prenguntará qué sentido tendría ver esta obra. Las simples alegorías utilizadas por Greenaway lo explican todo: “Hay mucha gente que lleva todo lo que posee en una maleta”, dice Greenaway. Y viene a la mente la sociedad japonesa actual, que lleva en un aparato, cual navaja suiza, su reproductor de música, su consola de videojuegos, su lector de fotos, teléfono y todas esas cosas que lo conectan con la sociedad y que no puede darse el tiempo de disfrutar si no es en movimiento. En ese sentido el ser moderno es nómada, cambia constantemente de residencia o la lleva consigo, lleva consigo los objetos que le describen y conectan al mundo tal y como lo concibe.

A ese nuevo espécimen puede que el flemático Greenaway no haga otra cosa que escupirle en el ojo por medio del caos que invoca en sus pequeñas pantallas o proyectadas al aire libre, con todas esas imágenes flotando sin contexto.

Otra idea es que Luper es hecho prisionero dieciséis veces en las tres películas, lo que demuestra también su concepto del mismo arte cinematográfico: atado a la historia, cautivo de una idea, “aún en una infancia que después de cien años no ha logrado dejar atrás”, dijo Greenaway en 2003.

Tulse Luper es un vertedero en donde toman forma todas las obsesiones de Greenaway desde que tomó una cámara. Y desde su aguda pretensión sabemos que es la obra cumbre de su vida, la más elaborada y preparada; que todas las demás cintas trabajaron para formar su propia mitología, la cual, fiel al término, prefiere dejar sin esclarecer.

Detrás de todo ese concierto de imágenes y de situaciones, empero, sí hay una historia apasionante, pausada, manipulada, aplazada y esquilmada por el mismo autor. Como revela la maleta 92 (el final es muy tradicional por “esclarecedor” y desatador de nudos, el cual, por otro lado, las imágenes de los primeros minutos de la trilogía ya nos mostraban, aunque sin el contexto adecuado): Luper nunca llegó a ser.

Luper murió de niño cuando se le cayó una barda encima y Martino Knockavelli, su fiel amigo, decidió hacer realidad sus sueños de infancia al relatar una vida imaginaria (que por otro lado era el desenvolvimiento del propio Knockavelli), la vida de Luper. Nada menos que lo que es el arte en analogía, y lo que es el cine.

Esto último no es un spoiler. En realidad no hay nada en la historia de Luper que el espectador no sepa desde el comienzo por el mismo Greenaway. Y en eso consiste la fascinación por la trilogía, en que la historia al final es tan arbitraria e irreal tanto como el propio Luper, que sufrió todo tipo de aventuras y desventuras durante tres largos filmes, lo acompañamos en todo escenario y situación imaginada sólo para darnos cuenta con tristeza de algo que no sabíamos, aunque de antemano ya sabíamos: tampoco ese carácter imaginario existió.

Y quien quiera ver ahí un complejo postulado sobre la historia mundial, con todo lo que implica, lo podrá ver.

Lo que el espectador atento ya sabía acaba como debe terminar una historia ideal, dejando al espectador con la sensación de algo que no sabía, un buen desenlace, el cual se refleja al final como un acto de amor, ante la creación artística y ante la persona misma: un simple niño soñador castigado en un sótano llenando una maleta de carbón, la misma ilusión de lo que es el cine para Greenaway.

Y la última maleta era una lata de película. De lo que están hechos los sueños de Greenaway.

Al final Luper, como ser imaginario, concibe a Peter Greenaway y puede que éste ya haya concebido a miles de mentes en su paso por el cine, y así el carácter de Luper se convierte, por irreal, en algo real; ¡brillante!, nada menos que la metáfora perfecta de lo que es el arte.

La trilogía de Las maletas de Tulse Luper merece verse varias veces sólo para entenderse, pero no entenderse como se entiende una película convencional, sino para entender cómo el arte cinematográfico puede desbordar todos los caminos posibles utilizando de pretexto una historia, sin que el cine se convierta en el objeto y el esclavo de esa historia. Nada menos que una de las prédicas del maestro Peter. Al final Tulse termina como uno de los mosaicos más infravalorados del arte cinematográfico de la década anterior. ®

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Publicado en: Cine, Septiembre 2012

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