¿Qué ofrece ahora la literatura?

Guerra declarada contra la modernidad

Ante la calidad de las narrativas audiovisuales y la omnipresencia de dispositivos digitales para ver y leer todo, la literatura debe ofrecer más en la claridad de ideas, en la representación explicada, minuciosa y sustentada de la realidad.

El pasado es un cuento que nos contamos a nosotros mismos.

Dicaprio.

Dicaprio.

Hace apenas un par de décadas, si uno evocaba a un actor cualquiera de cincuenta años de edad, a la mente llegaban hombres seniles, arrugados y canosos. Hoy los actores con medio siglo a cuestas son héroes y galanes en las películas, como si tuvieran treinta y tantos: por ejemplo, Brad Pitt, Tom Cruise y Jim Carrey. Y si de cuarentones hablamos, baste pensar en Jared Leto, Leonardo DiCaprio, Jim Parsons o el músico Pharrell Williams, para caer en la cuenta de que lucen como de veinte o veinticinco.

La ciencia moderna nos tiene prometida a los contemporáneos una longevidad práctica de cien años, con la salvedad de los accidentes, la violencia en las calles, diabetes y cánceres fulminantes. Quienes actualmente son niños tienen un pronóstico de vida de ciento cincuenta años, y habrá que esperar novedades médicas sobre la marcha que les extenderán aún más la expectativa.

Ante ese horizonte, el humano presiente que lo mejor no sería llegar a los sesenta años como abuelo iconoclasta y luego pasar al menos cuarenta inviernos de senectud. Es así como, quizá sin proponérselo, inconsciente o indeliberadamente, las sociedades modernas están retrasando la vejez y estirando lo más posible la juventud, particularmente los años que se dejan estirar: los treinta intentamos vivirlos como los veinte, los cuarenta como los treinta y los cincuenta como los cuarenta; todo para llegar a envejecer en picada más o menos a los setenta y cinco u ochenta años y no a los plenos sesenta, como se venía acostumbrando.

Debido a ello, embarcarse en una relación monogámica a los veinticinco o treinta años de edad busca evitarse ahora a toda costa, y si ya se incurrió en el error, pronto genera un pánico indomable: ¿Cómo que ya se acabó la fiesta? ¡Si me quedan tres decenios más de juventud!

El problema es el envejecimiento intelectual.

Los bríos, el ánimo, la energía, la jovialidad y el estado físico pueden maquillar un pensamiento cavernario y una actitud prehistórica con respecto al conocimiento.

«La memoria, el esfuerzo intelectual, serán prescindibles, o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada”.

Mario Vargas Llosa, quien admite no ser “un usuario entusiasta de Internet”, es de los que temen que sus denodados esfuerzos de memorización dejen de ser valorados por las próximas generaciones. A sus setenta y ocho años se retuerce: “El conocimiento futuro estará sobre todo almacenado en el éter y cualquiera podrá acceder a él apretando los botones indicados. La memoria, el esfuerzo intelectual, serán prescindibles, o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada”.

Fue lindo crecer en una época anterior, en la que uno tomaba un libro empolvado y accedía al universo de una mente brillante: el enriquecimiento intelectual tras la incorporación de cientos de páginas era tan plausible y agradecible que se retribuía con admiración o fanatismo hacia el autor.

Todo lector pasa por las mismas fases mientras dure su práctica de la lectura: primero se asombra al descubrir su capacidad de imaginar. Por eso en alguna época fueron Verne o Salgari los iniciadores indispensables; desde hace algunas décadas sirven para tal propósito Michael Ende y Stephen King, y ahora están de moda J. K. Rowling, Stephenie Meyer, George R. R. Martin o Dan Brown.

Julio Verne y el Nautilus.

Julio Verne y el Nautilus.

Enseguida el lector empieza a aprender de sus fuentes a adjetivar, a describir, a transmitir ideas, a hablar mejor y a escribir mejor. En esa etapa se vuelve un poco más exigente, así que vienen los años de consumir a Vargas Llosa, a García Márquez… a Saramago, Sabines, Benedetti, Borges, Cortázar, Murakami, Auster, Bolaño, Miklos, Villoro.

Y es hasta una tercera etapa —cuando ya no estalla la emoción simplemente por descubrir la capacidad de imaginar sino que más bien resulta difícil sorprender a la imaginación, y cuando tampoco queda mucho que aprender sobre adjetivos y construcción de enunciados— que se buscan cosmovisiones completas: formas de ver el mundo, de pensar la vida, con ideas contundentes, transgresoras, valientes, honestas. Es la hora de Michel Houellebecq, de Kundera, de Coetzee, de Cioran, de Philip Roth, Beigbeder, McCarthy; quizá de Marías, Thomas Bernhard, Paz, Dawkins y Hawking, o quizás es el momento de preferir un poco más los ensayos que las novelas, o de redescubrir a Homero, Schopenhauer, Nietzsche o Gombrowicz.

No importa la edad del lector; importa la fase en la que se encuentra.

Están los lectores que desertan. Están los que prolongan la segunda fase ad infinitum, como la mayoría de los que se ostentan como lectores voraces y no llegan a la tercera fase porque andan muy ocupados haciendo relaciones públicas como parte de la nomenclatura intelectual.

El gran misterio de la industria editorial queda resuelto: por los siglos de los siglos habrá lectores para todo tipo de obras, siempre y cuando se adecuen a cualquiera de las tres fases en que éstos se encuentren. Por los siglos de los siglos habrá literatura basura para quienes se estén iniciando, literatura reciclada para los que se refinan pero no se cuestionan nada, y literatura a tope para los pocos que no temen enfrentar la realidad.

Por los siglos de los siglos habrá literatura basura para quienes se estén iniciando, literatura reciclada para los que se refinan pero no se cuestionan nada, y literatura a tope para los pocos que no temen enfrentar la realidad.

Pero el gran asunto es que antes uno podía tomar un libro o una revista, ponerse a leer eso, y luego acabar con la añadidura privilegiada de una cantidad de datos, estampas imaginarias y reflexiones. ¿Por qué digo añadidura “privilegiada”? Porque en tanto fueran relativamente pocos los que tuvieran acceso a ese libro o revista, entonces ese cúmulo de conocimiento resultaba exclusivo: más excluyente que incluyente.

Muchos libros, muchas revistas, muchas lecturas a lo largo de la vida construían una cultura rica, que a su vez le conferían a su portador un aura de superioridad basado en la imposibilidad de los otros para ponerse a su nivel. Pero… ¡sorpresa! Con el conocimiento universal al alcance de la mano dondequiera a través de los smartphones y las tablets es viable para quien sea ponerse al nivel en el tema que se esté tocando, por más elevado que aparente ser.

Es entonces cuando hace su aparición el peor de los vicios: desacreditar a los demás para revestirse de créditos.

Durante cierto tiempo traté a un criticón de oficio, amargado sobremanera, quien vociferaba su sentencia a las espaldas de los colegas: “No se puede ser crítico de cine sin antes haber usado las cámaras, sin haber participado en el rodaje de una película”. Traducción: según él, el requisito para ser crítico de cine era cumplir con ser un cineasta frustrado… como él lo era en cada gota de su bilis. Con ese pretexto —para empezar, porque luego se sacaba otros con tal de seguir descalificando al resto de los colegas— quería instaurarse como el único y verdadero crítico de cine en este país.

Con semejante estupor, también leí en un número de Replicante que Jorge Ayala Blanco (a quien no sé si el amargado le conceda el sacrosanto título de “crítico de cine”) afirmaba que “las revistas electrónicas no son revistas”, y no sólo eso, sino que en México únicamente existen tres revistas impresas sobre cine que merecen ser nombradas como tales.

Ante la diversidad de expertos en cine que pueden escribir textos comparables a los suyos a simple o compleja vista, la vaca sagrada desacredita a los competidores porque no quiere dejar de ser el único buey de oro: “Sólo yo y las revistas en las que publico merecemos prestigio”.

Es encomiable una trayectoria, claro que es valiosa la acumulación de conocimientos a la vieja usanza; lo que no se vale es ofender y descalificar a todos los que ahora tienen la ventaja de poder acceder a todo el conocimiento de la historia de la humanidad en un santiamén.

Claro que es encomiable una trayectoria, claro que es valiosa la acumulación de conocimientos a la vieja usanza; lo que no se vale es ofender y descalificar a todos los que ahora tienen la ventaja de poder acceder a todo el conocimiento de la historia de la humanidad en un santiamén.

Si las quince copias que circularon del Decamerón en el siglo XIV fueron escritas a mano, y si muchas otras obras que desde hace siglos son consideradas clásicos tuvieron tirajes de imprenta aproximadamente de cincuenta ejemplares, la modernidad nos ha brindado “el Aleph” tan esperado: la biblioteca y videoteca más grande de todos los tiempos para uso generalizado. ¡Enhorabuena! ¡Qué maravilla que todos podamos sacar provecho!

Fuera de las tres fases del lector, lo que sí ha cambiado en los hijos de Internet es la dinámica cerebral durante las lecturas. Con suerte, los que crecimos sin internet podíamos sentarnos a leer con un diccionario a la mano, y un Atlas y una enciclopedia a unos cuantos pasos. Pero ahora cualquier joven lector se acompaña de todos sus conocidos en WhatsApp, puede investigar cualquier tema cruzando informaciones y eligiendo fuentes en Google, también puede acudir a la Wikipedia para ampliar cualquier noción básica, y asimismo hacer consultas en el sitio electrónico de la Real Academia Española… como mínimo.

La información y el cerebro.

La información y el cerebro.

Y es ahí donde está el quid de la cuestión: la velocidad a la que los nuevos cerebros se habitúan a recibir información, la vertiginosidad con la que pasan de un tema a otro y los niveles de transgresión, profundización e irreverencia a los que han estado expuestos no ayudan a la buena recepción de la literatura vaga, estéril, mansa.

Los estudios cerebrales dan resultados claros: hoy día las mentes retienen menos que antes, pero saben investigar mejor. Faltará ver cómo incide eso en lo que verdaderamente importa: el perfeccionamiento del criterio.

Un joven lector de los años noventa podía tranquilamente leer Elogio de la madrastra y Los cuadernos de don Rigoberto y acabar con la sensación de haber aprendido un poco sobre pintura, de haber recibido lecciones de buen gusto, pero sobre todo de haber atestiguado escenas candentes, de haber experimentado una transgresión erótica por medio de la palabra escrita. Eran tiempos en que el cine comercial había llegado a… Bajos instintos. ¿Puede sentir lo mismo un joven lector (con todo el porno que ya hubiera visto libremente, para empezar) al leer la semi-secuela de aquellas novelas, El héroe discreto, en pleno 2014? Lo más probable es que le parezca un culebrón inofensivo, anticuado, caduco, que apesta a muerto.

Hay escritores, como Antonio Ortuño o Álvaro Enrigue, cuyos lectores pertenecen a la generación nostálgica que creció sin internet, más algunos gregarios que se encuentran en segunda fase y aspiran a formar parte de la nomenclatura. Y otros, como Fadanelli y Xavier Velasco, que se sienten más recompensados por haber logrado en su momento dirigirse con éxito a una camada fértil que por haber alcanzado a escribir algunas líneas para lectores en tercera fase. Y por eso seguirán condenados a reiterar la fórmula.

La literatura ya no puede ser ingenua. Los jóvenes de la generación actual no necesitan que caiga en sus manos una novela que les revele lo que la sociedad les está disfrazando. Artículos científicos, sobre sexualidad, psicología, geopolítica, todo lo que mueran de curiosidad por saber, lo pueden hallar en línea. Pueden pasar el tiempo que quieran saltando de un texto a otro, con el olfato como lo tengan de aguzado, tal y como los de la vieja guardia deambulábamos por librerías, bibliotecas y hemerotecas hasta empaparnos del tópico que nos hubiésemos propuesto. La forma de obtener el bagaje cultural no le otorga un mayor valor, ni se lo resta.

La literatura ya no puede ser ingenua. Los jóvenes de la generación actual no necesitan que caiga en sus manos una novela que les revele lo que la sociedad les está disfrazando. Artículos científicos, sobre sexualidad, psicología, geopolítica, todo lo que mueran de curiosidad por saber, lo pueden hallar en línea.

Recuerdo la ocasión en que uno de mis hermanos asistió al excelso concierto de Sonic Youth en Guadalajara, sin haberles prestado atención con anterioridad. Al día siguiente, jubiloso, descargó de internet toda su discografía. Yo puse el grito en el cielo: ¡Yo llevaba quince años acumulando casetes y discos de Sonic Youth, y ni así tenía todos los álbumes! Quizás entonces me pareció demasiado sencillo el presente. Aun creía que era menester errar por las tiendas como arqueólogo hasta encontrar los discos deseados. Tal ejercicio lo sigo practicando a la fecha, por puro gusto, pero no por eso descalifico a quienes consiguen su música por medio de internet, siempre y cuando sepan enriquecerse los oídos.

De la misma manera, cuando los smartphones irrumpieron en las tertulias, en las charlas de café, en las tardes de bohemia, las cenas y las farras hasta el amanecer, me sentí desconcertado y odié sus presencias. Antes podía desatarse la polémica acerca de si tal película era del “69” o del “71”, si tal otra la había dirigido un cineasta u otro, o sobre cualquier otra nimiedad, mientras zarandeábamos nuestras neuronas sin regateos; algunas veces se acaloraban las discusiones y otras tantas se zanjaban con apuestas a ver quién tenía la razón, dejando pendientes las aclaraciones. De repente todo se transformó, y en menos de lo que dura el cerebro de un memorioso efectuando las sinapsis necesarias para ofrecer un dato, alguien más ya estaba sacándolo de Wikipedia, de alguna página ignota o del IMDB.

Entonces se acabaron las polémicas como nos habíamos acostumbrado a vivirlas. En paz descansen. Pero ni modo.

Ah, ¡y ni qué decir de Shazam! Ahora hay que ser más rápidos que los aparatejos si uno quiere revelar santo y seña de las canciones en los bares, porque si no cualquier fan de Luis Miguel puede echar a andar el milagroso detector y arruinar el reto a la fonoteca memorial.

Las antiguas tertulias mañaneras.

Las antiguas tertulias mañaneras.

Para extender el deleite de antaño, es hora que no poseo un smartphone. Me propongo seguirle exigiendo a mi cerebro la recordación precisa, en la medida de lo posible, pero tampoco por eso voy a desacreditar que los demás usen la herramienta por excelencia para salir de las dudas.

Sé de la nostalgia porque yo mismo construí mis ideales durante, y para, una época anterior; asimismo entiendo el sufrimiento del querido Vargas Llosa. Lo que juzgo inaceptable es que los escritores contemporáneos pretendan seguir demostrando que fueron niños aplicados y aprendieron a escribir correctamente… para destinatarios de los años setenta. Ahí están los casos emblemáticos de Jeremías Gamboa, Daniel Krauze y Arturo Pérez-Reverte.

Envejecer es rehusarse, indisponerse a las actualizaciones. Con frecuencia me topo con trasnochados —por igual treintañeros que cincuentones— que cerraron sus archivos musicales con los Beatles o Pink Floyd y se niegan a apreciar grupos nuevos.

Eso no quiere decir que en pos de la modernidad se deba preferir lo nuevo a lo antiguo. Digo: en Led Zeppelin y Bob Dylan desembocan todos los caminos. Pero, ¿qué sería de esta triste vida sin Muse, Arctic Monkeys, My Morning Jacket, Arcade Fire, Queens of Stone Age, Kasabian, Kings of Leon, Mumford & Sons, Kaiser Chiefs, Franz Ferdinand, Kashmir, Jack White, Black Keys y Foals, por sólo enlistar a unos cuantos hijos pródigos de los referidos? En otras palabras, tiene todo el derecho el director de este medio a contestarle a quién sabe quién con respecto a que prefiere mil veces su Blade Runner a El origen; lo que no hubiera sido recomendable es que se rehusara a ver El origen con el argumento de que jamás habrá una película que supere a Blade Runner. (Cuanto antes debería ver Her, por cierto.)

La literatura moderna ya no puede ofrecer solamente algunas frases afortunadas, acompañadas de unas cuantas imágenes bien logradas. Uno compra un libro reciente y lo más probable es que, dentro de las doscientas o trescientas páginas que lo constituyen, se encuentre únicamente eso: un par de frases y un par de imágenes. Y entonces se compra otro libro, y la misma decepción: frases e imágenes a cuentagotas. Y otro más, y el resultado no cambia.

Para ofrecer imágenes y frases hoy día se hacen películas, series de televisión y hasta caricaturas. Seguramente hubo escritores natos que supieron caer a tiempo en la cuenta de que su genialidad literaria sería mejor canalizada en guiones para producciones audiovisuales. El caso es que se ha vuelto común que en un solo episodio de Girls, de Nip/Tuck, de The Big Bang Theory, de Two and a Half Men o incluso de Family Guy y American Dad! haya muchas más frases e imágenes, muchos más desafíos a la inteligencia, a los esquemas impuestos, que en la más reciente novela del laureado miembro de la nomenclatura intelectual.

Si a estas alturas hasta las superproducciones sobre superhéroes se han vuelto introspectivas e hiperrealistas, de una profundidad psicológica y filosófica inaudita, y además existen plataformas diversas para ver cine independiente y series de televisión al por mayor, entonces ya no hay nada que la literatura de primera y segunda fases le pueda competir a la fluidez audiovisual.

Ante ese hecho innegable, la literatura debe ofrecer más. Si a estas alturas hasta las superproducciones sobre superhéroes se han vuelto introspectivas e hiperrealistas, de una profundidad psicológica y filosófica inaudita, y además existen plataformas diversas para ver cine independiente y series de televisión al por mayor, entonces ya no hay nada que la literatura de primera y segunda fases le pueda competir a la fluidez audiovisual. (Vaya, la película anual de Woody Allen suele superar en el área de la literatura a las mejores novelas publicadas en el mismo lapso, y por otra parte, cuando destaca alguna obra de literatura fantástica, la expectativa para pronto es cuánto tardará en aparecer su versión cinematográfica.) Lo que la literatura sí puede es ganar en su propia cancha: en la claridad de ideas, en la representación explicada, minuciosa y sustentada de la realidad.

Ya basta de novelitas que se leen tal y como se ven y se escuchan las teleseries y las telenovelas, y que igual pasan al olvido una tras otra. Ya basta de narraciones mediocres con dialoguitos coloquiales, que nada más pretenden que los lectores maten el tiempo. Ya no estamos en el siglo XIX. Ya basta de imitar a Corín Tellado y a Carlos Fuentes. Ya basta de libros de autores que reciclan sus libros leídos, haciéndolos pasar como suyos sin siquiera citar.

La literatura debe explicar lo que vemos, debe despejar lo que creemos que vemos, debe aclarar lo que creemos que sabemos. Debe ser un orden en el caos, una guía en medio de la vorágine, brújula en el maremágnum. Debe ir a la velocidad de los buscadores, volverlos prescindibles mientras dure el trance de la lectura.

La literatura debe compaginar, sintonizarse con la dinámica cerebral de las nuevas generaciones. Entre tanta narrativa audiovisual la literatura debe explicar lo que vemos, debe despejar lo que creemos que vemos, debe aclarar lo que creemos que sabemos. Debe ser un orden en el caos, una guía en medio de la vorágine, brújula en el maremágnum. Debe ir a la velocidad de los buscadores, volverlos prescindibles mientras dure el trance de la lectura; cada libro debe ser más que todas las mejores películas del año juntas, contener el mejor periodismo, toda la sabiduría; debe hacer dispensable el respiro, el vistazo al monitor, la tregua de un videoclip.

La literatura moderna debe ofrecer cosmovisiones totales sobre la vida, sobre el mundo, el universo, los grandes temas, los siempre inacabados: el fraude del amor, la soledad ineludible, la naturaleza impía, los vaivenes de la autoestima, el patetismo de nuestra especie. Hacen falta libros que lo engloben todo, que cambien la vida; como los hubo antes, aunque ahora sea mucho más difícil justamente con tantas opciones compitiendo. Hacen falta obras magnas que recobren la supremacía de la literatura frente al resto de las bellas artes.

Los miserables, La posibilidad de una isla, La inmortalidad, Las partículas elementales, Breviario de los vencidos, La insoportable levedad del ser, El gran diseño, Ampliación del campo de batalla o En las cimas de la desesperación no tienen fecha de caducidad. Un lector joven podría leer cada una de estas obras sin prender la computadora ni distraerse con su smartphone.

Vivimos para dejarle un mundo presuntamente mejor a quienes nos sucederán.

Y los escritores debemos adaptarnos a las exigencias de la modernidad, sin miedos. Sin pánico a que la gloria propia se disipe en el tiempo.

Platón, Descartes, Kant, Freud, Apollinaire, Kafka… no tendrían miedo. Estarían maravillados con todo lo que el presente ofrece, y aun así tendrían algo que añadir. ®

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Publicado en: Ensayo, Marzo 2014

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  1. Federico Landeros

    Me parece que iba muy bien el artículo en cuanto a que la literatura, como la buena música y el arte en general, no deben estar peleados con las tecnologías de la información y comunicación. De acuerdo. Qué bueno que existan éstas y hagan más accesible el conocimiento en general.

    Sin embargo, discrepo del autor cuando afirma que la literatura «debe ofrecer cosmovisiones totales sobre la vida», «hacen falta libros que lo engloben todo, que cambien la vida», «…la literatura debe explicar lo que vemos…ser un orden en el caos…», «Vivimos para dejarle un mundo presuntamente mejor a quienes nos sucederán», etc. Decía Carlos Fuentes que la literatura -la novela en particular- no intenta explicar la realidad, mucho menos justificarla o cambiarla, la novela «agrega» algo a la realidad. Coincido plenamente. La razón de ser de la literatura no debe estar en un fin moral, omnicomprensivo, explicativo o justificativo de lo que sea, es una recreación del espíritu, es arte.

    También es cierto que puede haber guiones cinematográficos o de series de televisión, mejores (con mayor profundidad psicológica y filosófica) que muchas novelas mediocres -que muchos «best sellers», pero como bien dice el autor, las obras literarias más grandes de la humanidad siempre lo serán, no tienen fecha de caducidad, su valor artístico es invaluable, y no existe punto de comparación entre éstas y la mejor telenovela mexicana o la mejor serie norteamericana, por ejemplo.

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