Qué preguntarle a un escritor

¿Cómo hacen para responder a todo?

¿Qué tipo de preguntas puede responder un escritor si le exigimos un cierto grado de solvencia? O mejor, ¿un escritor puede responder a alguna pregunta? ¿Tiene un escritor algo que decir?

Me ocurre que cuando leo un libro bien escrito me conmuevo. Tomo nota de las frases que me parecen particularmente bellas o acertadas. Pienso también mucho en la estructura, en el hecho de que una operación técnica con el lenguaje, a pesar de su sofisticación, pueda seguir produciendo la ilusión de que en un texto bien escrito se encierra la misma vida.

Sucede que, de pronto —cuando estoy caminando por la calle y por cualquier cosa fortuita como que el sol me da en la cara, o mi pie se tropieza con una piedra, o veo a un bebé pasar dormido en un carrito— me vienen a la mente sin quererlo algunas de las frases que leí, y siento que la literatura no ha perdido para mí la capacidad de hacerme tan feliz como en la infancia.

Entonces me digo: si tuviera enfrente al escritor, ¿qué le preguntaría? ¿Qué podría preguntarle? ¿Cómo fue el proceso de escritura de esta o aquella frase? ¿Cómo se le ocurrió hablar de esa situación y no de otra? No, esas son preguntas imposibles de responder.

Vayamos entonces a otra categoría de preguntas. Por ejemplo, las clásicas de los diarios y las revistas: ¿Qué libro se llevaría a una isla desierta? ¿Cuál es su personaje de novela favorito? ¿Quién cree usted que debería ganar el Nobel?

Pero, ¿me interesa saber algo de todo eso? La realidad es que no. Ya nos queda ir a un rango de preguntas típicas de los festivales, charlas y presentaciones de libros: ¿Cómo surgió esta novela? ¿Es que el personaje tiene algo, poco, mucho, nada de usted? ¿Cuál ha sido la influencia de Cervantes en sus libros? ¿A qué corriente literaria pertenece su literatura? Es decir, un aburrimiento.

En el Abecedario de Deleuze realizado por Claire Parnet, Deleuze decía a propósito de ya no sé qué letra y qué palabra: “¡Ah, los intelectuales! No hacen más que hablar. Hacen viajes donde hablan, hablan para poder hacerlos y cuando vuelven hablan del viaje”. Un escritor no es necesariamente un intelectual, pero creo que la frase se le podría aplicar.

La proliferación de charlas, presentaciones de libros, festivales de literatura y demás exhibiciones por el estilo obligan a que alguien tenga siempre algo que preguntar, y el escritor tenga siempre algo que responder. Reconozco que a estas alturas del partido el asunto me resulta descorazonador.

Un escritor no es un filósofo ni un sociólogo. Es un tipo con intuiciones, y sólo en algunos casos posee un sistema de pensamiento o bien sólidos conocimientos teóricos. Entonces, ¿qué tipo de preguntas puede responder un escritor si le exigimos un cierto grado de solvencia? O mejor, ¿un escritor puede responder a alguna pregunta? ¿Tiene un escritor algo que decir? Si se trata de alguien con talento, con una visión del mundo particular o bien de un genio, la pregunta ni siquiera es importante: podemos pasar directamente a oír la respuesta. Pero claro, eso ocurre en pocos de los casos.

En la vida de todo escritor hay una escisión, una grieta entre su vida en el mundo y su vida en la literatura. El tiempo dedicado a la literatura deja en suspenso la vida. ¿Hasta qué punto el escritor puede hablar sobre lo que ha escrito? ¿Sabe el escritor qué es lo que ha escrito en realidad? Probablemente no. O quizás sepa algo que está por completo alejado de lo que la obra terminada es en realidad, de la tradición con la que dialoga, de aquellos temas que permanecen por debajo del iceberg (por supuesto que este desfase, en muchos casos, no carece de interés).

En la vida de todo escritor hay una escisión, una grieta entre su vida en el mundo y su vida en la literatura. El tiempo dedicado a la literatura deja en suspenso la vida. ¿Hasta qué punto el escritor puede hablar sobre lo que ha escrito? ¿Sabe el escritor qué es lo que ha escrito en realidad? Probablemente no.

Hace años, cuando yo vivía en Mar del Plata y no tenía grandes oportunidades de asistir a charlas y conferencias literarias, leía con un placer inmenso las entrevistas de la Paris Review. Me parecían pequeñas joyas, cada una de ellas. Estaba la de Yourcenar, la de Faulkner, la de Ballard, la de Cain. Las leía, y a los pocos días las volvía a releer, de modo que hoy podría citar párrafos enteros de memoria.

Pensaba en esto hace poco mientras intentaba mantenerme despierta en una conferencia de escritores (de qué hablaban, ya no lo recuerdo). Me decía: ¿cómo hacían todos estos entrevistadores para tener siempre la pregunta justa debajo de la manga? Se trataba, claro, de grandes entrevistadores —con frecuencia también ellos mismos grandes escritores—, pero la realidad, me di cuenta en ese momento, es que era bastante difícil que Céline, o Faulkner o Ballard no tuvieran nada ingenioso o inteligente que decir. El talento no residía en el entrevistado sino en el entrevistador: se le preguntara lo que se le preguntara a Hemingway, la respuesta siempre sería de interés para nosotros.

Un escritor español señalaba, conversando acerca de estos temas, que si de algo puede hablar un escritor es precisamente de su propia obra, pero que una charla de ese tipo sólo podría llevarse a cabo en un contexto donde un ochenta por ciento de la audiencia la hubiera leído. En los festivales y conferencias a los que asistimos hoy en día el planteo es casi imposible, y mucho más si tenemos en cuenta el increíble grado de atomización al que ha llegado el mundo editorial. Ya no hay circulación de libros (pero se publica más que nunca), la reflexión acerca de la propia tradición es casi inexistente y nuestro desconocimiento de lo que ocurre en otros países de habla española llega a niveles imposibles. Desdeñamos de manera sistemática la literatura que se escribe en España, a pesar de querer publicar allí, y nos sentimos muy cómodos definiéndonos más deudores de los estadounidenses que de nosotros mismos. (De paso, las nuevas generaciones de escritores españoles tienen el mismo problema.)

La última charla de escritores a la que asistí fue en el marco de un festival de literatura en el que participó el noruego Kjell Askildsen. Recuerdo que antes de salir hacia allá pensé en algunas preguntas que podría hacerle. He leído cuatro libros de cuentos suyos, incluido el maravilloso Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, una suma de relatos breves protagonizados por un viejo de ochenta años. Potencialmente tenía muchas preguntas que hacerle a Askildsen, pero una vez que lo tuve frente a mí me di cuenta de que en realidad no tenía nada que decirle. ¿Qué podía preguntarle? En el momento en que salimos todos a la vereda yo estaba cerca de él y tenía un cigarrillo en la mano. Askildsen me dio fuego y luego comentó conmigo y con alguien a su lado alguna tontería sobre el clima. Pensé de nuevo en preguntarle algo, tal vez sobre Thomas F. —Askildsen parecía extremadamente amable— pero me arrepentí enseguida y me callé fumando mi cigarrillo.

Estaba cansada cuando terminó la charla, así que me fui directo a mi casa, comí algo y me acosté a dormir.

Me levanté tarde. El sol estaba radiante en el cielo y salí a comprar pan para el desayuno. Hacía calor. Vi pasar un perro, un niño pateó una botella vacía. En la plaza una vieja rezaba junto a la estatua de la virgen.

Me hice el firme propósito de no asistir a más charlas, festivales o conferencias de literatura. Me hice, también, el firme propósito de encerrarme en mi casa a leer, día y noche, hasta que terminara todo lo que tenía pendiente. Pensé que no quería ver a más críticos literarios ni tampoco hablar sobre literatura.

Cuando volvía de comprar el pan vi al portero del edificio de al lado limpiando los vidrios de la puerta. Él detuvo un momento su trabajo y levantó la mirada para saludarme.

—¡Hola, Jorge! —le dije.

Entonces, como en los versos de Pessoa, el universo se me reconstruyó sin ideal ni esperanza, y el portero del edificio sonrió. ®

Compartir:

Publicado en: Ensayo, Noviembre 2011

Apóyanos:

Aquí puedes Replicar

¿Quieres contribuir a la discusión o a la reflexión? Publicaremos tu comentario si éste no es ofensivo o irrelevante. Replicante cree en la libertad y está contra la censura, pero no tiene la obligación de publicar expresiones de los lectores que resulten contrarias a la inteligencia y la sensibilidad. Si estás de acuerdo con esto, adelante.