Que todo esto acabe ya

Nada me falta, de Gonzalo Soltero

El ritmo sosegado de la narración le permite a Nada me falta encontrar su cohesión despoblando a los personajes de juicios morales, acciones heroicas o soluciones fáciles. Lo único que todos quieren es que todo se acabe, incluido el libro.

Camino a la muerte.

Camino a la muerte.

Gonzalo Soltero (Ciudad de México, 1973) encontró la fórmula para narrar la violencia: el silencio, el comedimiento, la modestia de la página en blanco. Nada me falta (Textofilia, 2013) es un libro de aproximaciones a la muerte, el derrotismo, la fatalidad, una especie de desencanto íntimo perpetuado a través de las pocas palabras y del mucho papel de los silencios. Será que la violencia no es únicamente un estruendo físico proveniente de las balas o el fuego sino el colocarnos en una espiral de reconvenciones a ras del piso, de actos sin sentido que nos persiguen y arrepentimientos sin fin que nos condenan. La violencia es un espectro porque llega cuando la imaginamos diferente. La violencia es inmarcesible, desdoblamiento, desequilibrio y posesión que nos acompaña.

Este libro narra la historia de un desconocido que decide dejar todo atrás y buscar la muerte por sí solo: un vagabundo de sus últimas horas. Se encontrará al “Doc”, un personaje que encarna, al mismo tiempo, el cinismo y la empatía dentro de un país parecido a un desierto en donde escanciamos los líquidos —sangre o vino da igual— solamente para comprobar que aún podemos beber algo y que todavía podemos distinguirlo. Nada me falta es un pellizco en nuestra piel: una advertencia de no admitir a la violenta normalidad como una realidad aceptable. La resignación que respira el libro es el último frente de una ficción arrinconada por la realidad: narrar la violencia desde la violencia sonaba utópico porque la cadena compilatoria de imágenes grotescas parecía una simple calca de lo que sucedía allá afuera. Nada me falta ha empujado ese frente hacia adelante y lo ha expandido.

Instalados en cápsulas que no abarcan ni siquiera una página, el lector saldrá limpio y light de ellas pero con la sensación de asfixia: como narración Nada me falta se enfrenta a las imágenes con la soltura que permiten los infiernos de los personajes. Cada uno está en un tránsito último hacia algún lado. Somos testigos del rabo de la vida. Tanto el protagonista como el narrador se sienten incómodos explicando sus acciones y el devenir de sus pasos. La puntuación es rápida. Certera. Quiere pasar a otra cosa. Frases cortas. Así.

Gonzalo Soltero se atrevió a narrar el narcotráfico desde la visión de un moribundo: una buena elección en donde se ve un oficio de muerte a través de alguien que ya no busca juzgar nada sino acaso escapar a todo. De esta forma el mapa de la violencia se muestra mucho más agudo porque lo retrata sin ambages, sin conciencia, sin parcialidades.

Ignoramos el nombre del protagonista. Él mismo lo tacha. Es un hombre que ha decidido ir en busca de un último silencio, de una última palabra, de acercarse a la vida a través del azar y del peligro de pasar sus últimos momentos sin los aparatos del hospital que podrían alargarle la existencia. Este libro es una conversación silente con la muerte: hay que imaginar todo en blanco y negro, es una narración que se siente a seda y a algodón con la correspondiente dosis de inclemencia, que no es otra cosa que la certeza de la muerte.

Gonzalo Soltero se atrevió a narrar el narcotráfico desde la visión de un moribundo: una buena elección en donde se ve un oficio de muerte a través de alguien que ya no busca juzgar nada sino acaso escapar a todo. De esta forma el mapa de la violencia se muestra mucho más agudo porque lo retrata sin ambages, sin conciencia, sin parcialidades: es un hecho que ahí está y que hay que aceptar. Eso es lo sorprendente de Nada me falta: ha dejado en los silencios de su narrador todas las emociones que nosotros tenemos que rellenar. Es ésta una novela que puede abrirle el camino a un nuevo tipo de ángulo para narrar el narcotráfico: desde los márgenes, abriéndole paso a esa realidad a través de admitirla en la página y engarzarla desde la contemplación abierta de nuestro tiempo, comunicarla por medio de nuestros silencios y luchas internas.

Nada me falta puede provocarnos náuseas y arcadas incontrolables. Es un museo de horror que demuestra cómo es que hay ciertas realidades que es mejor dejarlas musitar. No sólo el encontrarnos a un país en llamas que aplazamos sino darle la espalda a todo es un síntoma más de putrefacción, fatiga y decadencia. El ritmo sosegado de la narración le permite a Nada me falta encontrar su cohesión despoblando a los personajes de juicios morales, acciones heroicas o soluciones fáciles. Lo único que todos quieren es que todo se acabe, incluido el libro.

Al final, este texto nos recuerda que medir las palabras en ocasiones nos ayuda a descifrarlas y entenderlas mejor. El silencio puede ser una forma meticulosa de admonición. Este libro encontró en el mutismo la manera de distanciarse para reformular el panorama.

No tengo nada más que decir. ®

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Publicado en: Libros y autores

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