Redescubriendo el Huey–Teocalli

Surrealista choque de culturas

No me reconozco ni conquistador ni conquistado. Soy un chilango más, perdido entre la estrechez y las masas, que ahora se sube al metro y calcula una hora y media para volver antes de medianoche a casa.

El Templo Mayor de la Gran Tenochtitlan.

La procesión

19 de agosto del 2021, salgo de una librería ubicada sobre avenida Juárez y me dispongo a cruzar el Eje Central. Son las 20:03, imagino que la acumulación de gente, en la esquina de la avenida, se debe al semáforo, mas aparece el primero de los seis plantones que se encuentran instalados en las inmediaciones de Palacio Nacional. Éste es el de los indígenas triquis que fueron desplazados de su comunidad por la violencia provocada por dos organizaciones que se disputan la zona de Copala y que parte de la prensa señala como “conflictos caciquiles”. Soy uno más de los que se enfila a tomar Madero, de principio llamada Primera calle de San Francisco y luego rebautizada como Plateros, la más antigua y más transitada de la Ciudad de México, aunque yo podría jurar que por la Del Carmen o por Jesús Carranza transita la misma cantidad.

A mi izquierda va una pareja, él lleva una máscara de Quetzalcóatl hecha con esponja verde, naranja y blanco; se le nota entusiasmado, con ese andar fanfarrón con el que los luchadores recorren el ring. Flota en el aire un rumor de fiesta. Los transeúntes vamos en romería, directo hacia el Zócalo, para ver el Huey Teocalli de cartón piedra. A mi izquierda está la Casa de los Azulejos, a mi derecha, tras el arco de acceso, el frontispicio de la Capilla de la Balvanera, joya del Convento de San Francisco, el cual, dice Humboldt en el libro III de su Ensayo Político sobre la Nueva España, “debía haberse construido sobre las ruinas del templo de Huitzilopochtli; pero habiéndose destinado estas mismas ruinas para los cimientos de la catedral, se empezó en 1531 el convento en donde hoy está”.

Parece no haber pandemia. A través de los escaparates, boutiques, joyerías y tiendas de óptica lucen su ajetreado interior, lo mismo que Isabel la Católica su altivez arquitectónica; los bares y restaurantes de las otras dos calles peatonales de la zona, Gante y Motolinía, están a tope; de las terrazas, paseantes y turistas se asoman a ver nuestro hormiguear por la calzada, sorteando vendedores ambulantes, botargas y menesterosos.

“Llévese la flechita, la flechita…”, pregona un vendedor; lanza la flecha al aire y se ilumina la punta, desciende titilante. “Llévese la coronita, el penachito iluminado…”, marchantea otro. Son muchos los que portan sus penachos y coronitas iluminadas con foquitos tipo navideños. “Globos, globos…” con forma de crayón gigante. “Ramitos, lleve su ramito de luz…”.

Desemboco a las 20:16 a la plancha del Zócalo. El bramido de los caracoles, las percusiones, las ocarinas y los cascabeleos envuelven la totalidad del paisaje sonoro. Ya se ha hecho de noche; la iluminación de los edificios me golpea la vista: un Calendario Azteca, una campana que desentona con los motivos prehispánicos y serpientes emplumadas surcan los muros del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, del Edificio de Gobierno y del Portal de Mercaderes. Al cruzar, resplandecen los muros de la Catedral Metropolitana, desnudos, encendidos por lámparas externas; Palacio Nacional, sin ornamentos festivos en su frontis, está encendido con todos y cada uno de sus focos ambarinos, dorando pechinas, balcones y cornisas.

“Llévese la flechita, la flechita…”, pregona un vendedor; lanza la flecha al aire y se ilumina la punta, desciende titilante. “Llévese la coronita, el penachito iluminado…”, marchantea otro. Son muchos los que portan sus penachos y coronitas iluminadas con foquitos tipo navideños. “Globos, globos…” con forma de crayón gigante. “Ramitos, lleve su ramito de luz…”, ofrece una señora que, al divisar a un par de policías, huye con su mercancía, se pierde entre el gentío. Todo es digno de un rave. Cuando, por fin, fijo mi atención en la blanca pirámide de cartón–piedra las luces de los edificios de alrededor se apagan. Hay luna llena.

Visiones del Teocalli

Así describió Hernán Cortés en su “Segunda carta de relación” el Templo Mayor:

Entre estas mezquitas hay una que es la principal, que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella […] La más principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla. Son tan bien labradas, así de cantería como de madera, que no pueden ser mejor hechas ni labradas en ninguna parte, porque toda la cantería de dentro de las capillas donde tienen los ídolos, es de imaginería y zaquizamíes, y el maderamiento es todo de masonería muy pintado de cosas de monstruos y otras figuras y labores.

No sé por qué imaginaba a la apócrifa pirámide como un armadillo de proporciones saúricas, pero no, sólo es un elefante blanco, cuadrado, cuyo encanto es de naturaleza exógena, un encanto vulgar, un espectáculo multimedia, en nada parecido a las visiones de antaño que registraron los que ganaron la guerra.

Dice fray Bernardino en su Historia general de las cosas de Nueva España que

Esta torre estaba dividida en lo alto, de manera que parecia ser dos, y asi tenia dos capillas ó altares en lo alto, cubierta cada una con su chapitel, y en la cumbre tenia cada una de ellas sus insignias ó divisas distintas. En la una de ellas y mas principal estaba la estatua de Vitzilopuchlli, que también la llamaban ílhuicctlxoxouhqui, en la otra la imágen del dios Tlaloc. Delante de cada una de estas estaba una piedra redonda á manera de tajón que llaman tcxcatl donde mataban los que sacrificaban á honra de aquel dios, y desde la piedra hasta abajo un regaxal de sangre de los que mataban en él…

Las luces apagadas del perímetro dan paso a que la mayoría de la muchedumbre saque su celular; cientos de pantallitas se iluminan y, como invocando a alguna deidad, los presentes levantan sus brazos hacia el cielo para con sus teléfonos registrar lo que no quieren ver a través de sus ojos.

La pirámide se ilumina de azafranes, naranjas y rojos: ora una formación en ladrillo, ora un horno que se magmatiza. Los altoparlantes, seguido del estruendo de una erupción volcánica, comienzan:

Así se decía, así lo referían las memoriosas y luminosas voces de nuestras viejas, de nuestros viejos. Recuerden, mexicanos, que éste templo es memoria, que ésta es casa de los Señores del agua y de la guerra, son presentes de la vida y la muerte; éste es el Huey Teocalli, centro del universo, puerta a los trece peldaños celestes, a los nueve niveles del inframundo, morada de los dioses, lugar de donde parten los cuatro rumbos…

El espectáculo realiza un recorrido audiovisual de quince minutos a través del mito fundacional de Tenochtitlan, la expansión del imperio y su posterior caída. Tezcatlipoca (negro, azul y rojo), Quetzalcóatl (a la manera de los dragones chinos), Huitzilopochtli, Coyolxauhqui… van apareciendo, rotando sobre sí mismos (diseño básico, colores de videojuego de bajo presupuesto) mientras continúa la narración que parece un texto monográfico para niños: “Ya hemos hallado el lugar que nos ha sido prometido: un águila sobre un tunal derrotando a una serpiente”. Cambiaron el ‘nopal’ y el ‘devorando’.

“Te dije que hubiéramos vendido ajos”, le dice, casi a mi lado, un chavito a otro. Un grupo de danzantes aquí y otro allá siguen en su danza y música rituales. “Llévese el penachito de luces, la coronita iluminada…”, anuncia un vendedor; una señora se muestra indecisa entre ambos artículos. Los altoparlantes hablan de “una clase dirigente que fortaleció la lengua y la poesía, la danza y la música…”, todo lo contrario al presente; se omiten detalles como la sanguinolenta teocracia y el régimen tributario y esclavista que los mexicas imponían a los avasallados.

En su Historia de los indios de Nueva España Motolinía consigna:

En los grandes teocalme tenían dos altares, y en los otros, uno, y cada uno de estos altares tenía sus sobrados […] Delante de estos altares dejaban gran espacio, adonde se hacían los sacrificios […] Tenía el teocalli de México, según me han dicho algunos que lo vieron, más de cien gradas; yo bien las vi y las conté más de una vez, mas no me acuerdo…

Se escucha un estruendo, luego un sonido de edificio derrumbándose. La pirámide cambia a un frío azul. Se habla de avaricia de los españoles, de ¿traición? de los indígenas aliados a Cortés, y no se menciona la diplomacia entre hispanos con tenochcas, esa especie de guerra fría entre principales; tampoco de una mujer que, atestiguó Bernal Díaz del Castillo, “era de buen parecer y entremetida y desenvuelta […] gran cacica y señora de pueblos y vasallos…”. Malintzin, por la que a Cortés llamaron “Comandante de Marina”; ni del engaño a un temeroso y cándido Moctezuma, que había leído en el paso de un cometa, según el Códice Durán, el retorno de la Sierpe Emplumada, tlatoani al que convencieron de que Carlos V era la encarnación de Quetzalcóatl.

Se habla de avaricia de los españoles, de ¿traición? de los indígenas aliados a Cortés, y no se menciona la diplomacia entre hispanos con tenochcas, esa especie de guerra fría entre principales; tampoco de una mujer que, atestiguó Bernal Díaz del Castillo, “era de buen parecer y entremetida y desenvuelta […] gran cacica y señora de pueblos y vasallos…”.

La narración continúa y, justo en los sucesos del 30 de junio de 1520, el discurso maliciosamente se bifurca, la maqueta monumental de cartón piedra se ilumina de rojo, enardeciendo a los presentes, llenándonos de indignación: “La Noche Triste, dijeron los conquistadores, La Noche Victoriosa, decimos”. El discurso ha cambiado, ahora nos espolea, pronuncia: viruela, sitio de Tenochtitlan…

Con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados, en los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están ya esparcidos, despechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros, gusanos pululan por calles y plazas, están las paredes manchadas de sesos, rojas están las aguas, cual si las hubieran teñido, y si las bebíamos eran agua de salitre, golpeábamos los muros de adobe en nuestra ansiedad y nos quedaba por herencia una red de agujeros, en los escudos estuvo nuestro resguardo, pero los escudos no detienen la desolación.

De repente las bocinas callan, la iluminación sobre la maqueta cede, vuelven las luces a los edificios que rodean el Zócalo.

No quedará piedra sobre piedra

La muchedumbre se dispersa. Mis pasos me arrastran de manera mecánica hacia el verdadero Templo Mayor. Atesoro un recuerdo: vi el eclipse solar de 1991 a unos pasos de las ruinas, del que mariposas nocturnas salieron engañadas mientras tórtolas y palomos aterrizaron para dormir en los intersticios y efigies de Catedral; las estrellas se mostraron, como dioses, de día.

Intento explicarme, para sacudírmelo, este sentimiento de injusticia, el sabor a derrota, de dominio sobre nuestros destinos, y localizo el foco: la reciente narración del espectáculo. La matazón, el saqueo, la derrota, son cosas que nombraron en presente; la evangelización y el sincretismo, los acuerdos y lazos con la nobleza indígena, ni siquiera asoman, y todo el esplendor, el orgullo al mencionar la palabra: imperio, la idea de purismo, perfección y equilibrio espiritual, bien casadas con “el buen salvaje” de Rousseau, se abrazan al mito fundacional del valle de Anáhuac.

Sobre el costado derecho de Catedral, en la explanada desde la que se enfila la Calle de Moneda, otro plantón se revela: más de cincuenta casitas de acampada, hombres y mujeres enchamarrados compartiendo café soluble y charlas por lo bajo. El acceso de República de Guatemala hacia República de Argentina está cerrado, lo mismo que el Pasaje Catedral. Una familia: esposo, esposa y cinco niños mugrientos, desnutridos, tienden sus cartones y sarapes al lado de la cortina de un comercio con marquesina; dos pisos por encima de ellos, una conversación en inglés y música de cuerdas escapan del balcón de un restaurante–bar con vista hacia el primer cuadro de la Ciudad de México.

Doy vuelta en avenida Monte de Piedad para luego doblar por Donceles. Me impresiona que a pocos metros haya más de un centenar de policías y por acá, apenas a una calle, ninguno. Camino por Donceles, la calle luce oscura, ya los negocios cerraron, se levanta un aroma a cloaca y la sensación de peligro crece. Paso el Hotel Catedral, el Centro Cultural España (afuera, una anciana hurga en un montón de bolsas de basura), el Real Colegio de Cristo, La Enseñanza, el Colegio Nacional (en el portón, dos diableros prenden su dosis) y el Palacio del Marqués del Apartado; desde allí, la verdadera tragedia se yergue.

Apuntó Humboldt en su Ensayo político…: “El teocalli estaba ya arruinado … pocos años despues del sitio de Tenocbtitlan, el cual como el de Troya acabó con la destrucción casi total de la ciudad…”.

Creí que eran mis prejuicios, antes no me hubiera atrevido a asegurar que el techo, colapsado por una granizada a finales de abril sobre la Casa de las Águilas de la zona arqueológica, sigue tal cual, hecho trizas sobre las ruinas de nuestro verdadero Huey Teocalli. Una manta enorme, puesta sobre el barandal que funge como mirador, a manera de telón del Patio Norte, reza:

Disculpe las molestias Estamos trabajando / Museo del Templo Mayor

Un solitario policía, ubicado en una caseta cercana al derrumbe, me hace una seña con la mano para que deje de tomar fotos, pero lo que me hace alejarme son dos chamacos, situados afuera de la Porrúa, que me están escaneando en busca de objetos de valor.

Me adentro por Tacuba para ir a la estación del metro Allende; la frase “Show para el pueblo, país pal’ extranjero” hace eco en mi cabeza, se me encaracola; no hay más que contemplarlo, este paraíso de turismo caliente, esta droguería gigantesca para güeros y juniors que eufóricos gritan pendejadas desde los balcones de los bares y hoteles de la zona, mientras los indigentes hormiguean por las calles del Centro Histórico, mientras los poetas pordiosean este surrealista ombligo de un choque de culturas, de contrastes y desigualdades, me hace desear ensordecer. No me reconozco ni conquistador ni conquistado; ni pícher ni cácher ni bateador. Soy un chilango más, perdido entre la estrechez y las masas, que ahora se sube al metro y calcula una hora y media para volver antes de medianoche a casa, con no más de cien pesos en el bolsillo, un paraguas, un libro, un encendedor y unos cigarros. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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