Aunque es uno de los clásicos de la ciencia política en Estados Unidos, El Federalista sufre del mismo problema que casi toda la llamada filosofía política: basta con saber que existe sin creer que es importante estudiar esas obras.
Escribe Gustavo R. Velasco en el prólogo a El Federalista, el clásico de Alexander Hamilton, James Madison y John Jay (México: Fondo de Cultura Económica, 1982 [1943, 1787–88], pp. xxii, xxiii).
El principio fundamental del gobierno constitucional, el que sirve de cimiento a todo el edificio, es que el gobierno debe ser limitado. Para usar la terminología de la Europa continental, el Estado ha de ser un Estado de derecho. Ese principio pareció tan evidente a los autores de El Federalista, probablemente por encontrarse implícito en el concepto mismo del gobierno constitucional, ya que una constitución únicamente tiene sentido como acotamiento de competencias y facultades, que en vez de discutirlo expresamente, partieron de él como de un postulado o axioma. Hoy nuevamente, por increíble que aparezca este hecho ante la reflexión, ‘la cuestión principal, la que domina todas las demás en el mundo trastornado de nuestros días… más fundamental que el problema relativo a si las leyes deben consagrar el sistema capitalista o algún otro… es la de optar entre el gobierno constitucional y el gobierno arbitrario’. Pero la decisión no puede ser más dudosa de lo que fue en 1787. La única alternativa frente al régimen constitucional es el despotismo. La única posibilidad, si el gobierno no es un gobierno de leyes, es el imperio de una voluntad irresponsable y absoluta. ‘Toda nuestra cultura moderna —ha escrito Jellinek— descansa sobre la afirmación de que los poderes del Estado tienen un límite de que nosotros no estamos sometidos como esclavos al poder ilimitado del estado’. En realidad, el problema es más hondo y llega a la entraña misma de la vida social: donde el gobierno es superior al derecho, éste no impera sino de nombre. Y donde no hay derecho, tampoco son posibles el orden, la seguridad ni la justicia.
Y escribe también que
la experiencia ha demostrado que no todos los pueblos están maduros para la más difícil de las formas de gobierno, la forma democrática, que exige una serie de condiciones materiales y espirituales sin las cuales no puede funcionar con éxito.
Vuelvo a estudiar después de poco más de veinte años los Federalist Papers. Vale la pena analizarlos con cuidado pues son la base de donde empezó el nuevo gobierno de Estados Unidos y, en forma comparativa, con Maquiavelo y con México desde su nacimiento en 1821 (eso de la nación milenaria ha sido una patraña muy costosa).
Aunque es uno de los clásicos de la ciencia política en Estados Unidos sufre del mismo problema que casi toda la llamada filosofía política: basta con saber que existe sin creer que es importante estudiar esas obras. Es una pena porque si alguien realmente quiere dejar de pensar en sus cajitas mentales tendrá que regresar a la ciencia política inicial, ésa contenida en la filosofía política. Con ésta, y en especial gracias a Aristóteles, se inicia el estudio de los regímenes: cómo se gobierna a la ciudadanía, la división en diferentes oficinas —que se llevó a separación de poderes y pesos y contrapesos—, derechos y obligaciones de la ciudadanía y, tal vez lo que menos entienden demasiados politólogos empíricos, el ethos (Aristóteles), aquello que valora la población.
Así como Maquiavelo sugiere ciertas formas de actuar dejando de lado la moralidad para poder lograr que un principado sobreviva su nacimiento, Hamilton no tiene empacho en sugerir el equivalente en temas de economía nacional e internacional.
Los Federalist Papers son un análisis de varios temas. El primero es por qué se necesita un gobierno nacional y su relación con la unidad nacional —llegan a retomar la idea de una confederación republicana, que retoman de Montesquieu— y todo aquello que se requiere para esa unión, empezando por la política fiscal. Después proceden al análisis de los tres poderes de acuerdo con lo que se establece en la constitución propuesta —el Bill of Rights será posterior—. Entre las contribuciones de esa obra conjunta a cómo entender el funcionamiento del gobierno en cada una de sus ramas y entre éstas está lo que propone Hamilton, algo realmente fascinante, sobre cómo deberá actuar la Suprema Corte y el poder judicial, el poder sin dinero y sin espada. Más que nada, llama la atención la capacidad de realizar un análisis a partir de la naturaleza humana en los ámbitos político y económico, es decir, a partir de lo que siglos después sería llamado el individualismo metodológico.
La obra conjunta de Hamilton, Madison y Jay ha dado para muchos libros, incluso para más todavía. Por el momento me limito a tres elementos que me llaman la atención ahora que retomo esa obra.
Lo primero es el papel que Alexander Hamilton tuvo en la creación de un gobierno nacional fuerte. Es su obsesión, por decirlo así. Quien quiera entender la relevancia de ese pensador y político hará bien en estudiar sus obras completas, muchas de ellas como el primer secretario de la Tesorería. No son lecturas sencillas y a ratos son algo difíciles, incluso pesadas. Lo que no se puede negar es que ayudan a entender la creación de un gobierno nacional en donde no existía uno. Se entiende la admiración de Friedrich List por Hamilton. Y se entiende la preocupación de los antifederalistas ante lo que estaban seguros sería la dominación del gobierno nacional sobre los gobiernos estatales y de la presidencia sobre los otros poderes.
Lo segundo es el vínculo que generalmente pasa inadvertido entre El Príncipe y los artículos económicos de Hamilton en la obra colectiva. Así como Maquiavelo sugiere ciertas formas de actuar dejando de lado la moralidad para poder lograr que un principado sobreviva su nacimiento, Hamilton no tiene empacho en sugerir el equivalente en temas de economía nacional e internacional. Crear un gobierno para una nueva nación requiere ver los puntos de vista de Maquiavelo y de Hamilton. Y es aquí cuando da tristeza la situación de aquel país que se lanzaba a la vida independiente: todo aquello que se comenta en los Federalist Papers sobre evitar ser un país débil para provecho de las potencias y que es gracias a su desunión ayuda a entender mejor lo que pasó por décadas con México.
Lo tercero que llama la atención es la cantidad de información que existía antes de la redacción de la actual constitución. Ello se debió a la experiencia en cada uno de los trece estados en cuanto a diferentes arreglos institucionales, información que se encuentra en panfletos y libros previos a la redacción de la segunda constitución de Estados Unidos, la actual. Mucho de los Federalist Papers proviene de sintetizar esa información y experiencia. Termina siendo la guía para lo que sea la correcta interpretación de la nueva constitución, sin que sea una camisa de fuerza. No todo intérprete de la constitución está de acuerdo con lo que aparece en la obra conjunta. A diferencia de México, donde hay planes y proclamas para regalar, en Estados Unidos existía toda una experiencia sobre diferentes formas de gobierno y sus alcances y limitaciones, la cual fue aprovechada por los llamados Padres Fundadores. Lo interesante es que esa constitución permanece casi igual, siendo que los cambios se han dado por medio de la interpretación al documento.
Al pensar sobre esa obra conjunta me queda claro que es una pena que haya tan poco interesante o útil para entender la Constitución mexicana. Hay demasiado de idealismo trasnochado —el artículo 1 no es un buen augurio, como no lo es poner todo lo que debe hacer un gobierno nacional antes de siquiera considerarlo— y demasiado utopismo de corte socialista, una ética de la imposición más que una ideología política. Como sea, es una pena corroborar, nuevamente, que en México no hay deseo por profundizar siquiera en artículos periodísticos, como son cada uno de los artículos de los Federalist Papers. En México hay deseo por soñar con lo imposible si suena bien, a diferencia de considerar la mejor forma de garantizar una larga vida para el experimento que se iniciaba en Estados Unidos. ®