Sartre en tiempos de cuarentena

El tormento del otro en A puerta cerrada

Garcin, Inés y Estelle son los protagonistas de esta pieza, personajes cuya condena tras morir es soportar una visión muy particular del infierno: el encierro juntos dentro de una sola habitación para toda la eternidad.

A puerta cerrada, de Jean–Paul Sartre, representada en el Centro Cultural Enrique Santos Discépolo en enero de 2020. Dirección de Alejandro Magnone.

El drama del encierro en el que actualmente vivimos por la pandemia del covid–19 no es tan novedoso para la humanidad como pudiéramos llegar a pensar quienes ahora lo experimentamos; por el contrario, es un drama con antecedentes históricos y claro, aproximaciones desde las bellas artes.

Éste es el caso de A puerta cerrada, obra teatral escrita por el filósofo existencialista Jean–Paul Sartre, estrenada en 1944. Garcin, Inés y Estelle son los protagonistas de esta pieza, personajes cuya condena tras morir es soportar una visión muy particular del infierno: el encierro juntos dentro de una sola habitación para toda la eternidad.

El concepto principal que maneja el filósofo en esta puesta en escena refiere al tormento que representa la cercanía infinita con la mirada externa: la incapacidad de encontrar la paz frente a la presencia absoluta y permanente del otro, realidad que oprime desde la obligación de lidiar por siempre con los demonios ajenos —como si los propios no fueran suficiente.

Al igual que la idea del panóptico que desarrollara Michel Foucault en Vigilar y castigar, esta puesta en escena establece a la mirada del otro como un mecanismo de poder que determina, en cierta medida, la psique individual. En A puerta cerrada la condena es el juicio perpetuo que los personajes se hacen uno al otro, un tormento que alcanza proporciones dantescas al no poder interrumpirlo de ninguna manera: no hay tiempo, sólo un eterno presente en el que es imposible dormir o parpadear, no hay escape de la alteridad. Ni siquiera el interior sirve de refugio, pues los pensamientos del otro logran atravesar cualquier intento de introspección.

La dependencia de la otra persona cobra un peso desmesurado que orilla a los personajes a tratar de apoyarse mutuamente y convivir con respeto (claro, con no muy buenos resultados). Así queda plasmado en el siguiente diálogo expresado por Garcin:

Inés, han enmarañado todos los hilos. Mire: con el menor gesto que usted haga, con que levante una mano para abanicarse, Estelle y yo sentimos una sacudida. Ninguno de nosotros puede salvarse solo. O nos perdemos juntos o salimos de esta juntos. Elijan. (Una pausa.) ¿Qué sucede ahora?

Este drama representa también un conflicto de identidad. Los personajes ven imposible percibirse a sí mismos sin la proyección que hacen uno sobre el otro, diluyendo su autoconcepto en la percepción continua que impone la existencia de sus cohabitantes. Aquí el axioma de se es en relación con el otro simboliza el origen de una carga eterna e insoportable. En el siguiente párrafo podemos presenciar la agonía que provoca esa realidad en el personaje de Garcin:

¡Abran! ¡Abran! Lo soportaré todo: los cepos, las tenazas, el plomo derretido, las pinzas, el garrote, todo lo que quema, todo lo que desgarra; quiero sufrir normalmente. Antes cien mordeduras, antes el látigo, el vitriolo…, todo antes que este sufrimiento interior, este…, este fantasma de sufrimiento que roza, que acaricia y que nunca hace demasiado daño.

Como muestra este fragmento, los conflictos en la obra de Sartre se desarrollan a través de diálogos dramáticos de gran intensidad, con las emociones de los personajes desfilando por el desprecio, la pasión, la ilusión, el engaño, la confianza, el odio, la traición, la vergüenza, el amor.

La obra parece mostrar lo que pudiera ser un guiño de que, a pesar de todo el sufrimiento que provoca la otredad, queda el consuelo del arte, representado en el acto que se interpreta siempre frente al otro: un performance eterno en el que la belleza de todo drama es la condena final.

Es claro que la situación actual de cuarentena difiere de esta historia teatral en muchos aspectos, entre ellos el hecho de que uno siempre puede escabullirse a otro lugar, por ejemplo, la habitación propia, el baño, la cocina, el patio, o claro, el sueño, alternativas de asilamiento que ofrecen una pausa al tormento y permiten reconectar con el yo profundo. En la obra de Sartre no: el encierro con el otro es perpetuo y nunca tendrá escapatoria.

Algo que resulta impresionante en esta obra es que los protagonistas, a pesar de no poder escapar de donde habitan, pueden observar lo que sigue transcurriendo en el mundo, visualizando las acciones de sus seres queridos, de sus compañeros de trabajo o de quien se les antoje. Esto resulta interesante, pues casi pareciera que Sartre hubiera previsto, con sesenta años de anticipación, el nacimiento de Internet, tecnología que nos permite interactuar con el mundo más allá; vivimos encerrados, sí, pero con millones de ventanas al mundo que por el momento no habitamos.

Volviendo al punto central de este análisis, el acto y diálogo final de la obra parece mostrar lo que pudiera ser un guiño de que, a pesar de todo el sufrimiento que provoca la otredad, queda el consuelo del arte, representado en el acto que se interpreta siempre frente al otro: un performance eterno en el que la belleza de todo drama es la condena final.

Leer la obra del filósofo francés en estos momentos puede resultar ideal para reflexionar lo que algunos podrían considerar un padecimiento contemporáneo, una visión en la que, como bien expresara Jean–Paul Sartre, “el infierno es el otro”. ®

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Publicado en: Artes escénicas

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