Señales desde el Distrito 12

Esta crónica podría ser la tuya

Nuestro Titánic cotidiano se partió. Y la nueva normalidad no será sino una anormalidad, sin que podamos remediarlo en el corto o mediano plazo. Ésa es la impotencia y frustración que un sobreviviente experimenta en el Distrito 12.

Dios es cruel.
A veces te hace vivir.
—Stephen King, Desesperación

1. Costra

Miro desde lo alto de la curva.

Vivir en la pandemia…

Estoy en la acmé de la pandemia. En la ciudad mexicana golpeada con más casos positivos y muertes por la primera oleada de covid–19 en el país. Actualmente —y que conste que toda cifra en esta crónica se moverá—, los primeros —confirmados— rondan los 14,570; los segundos suman cerca de 1,380.

En la alcaldía Miguel Hidalgo, una de las demarcaciones con mayor número de contagios al inicio de la propagación metropolitana.

Reportes de las autoridades capitalinas replicados en notas periodísticas, carteles en las calles, avisos en los parabuses, así como cintas amarillas en mercados, estaciones del metro, parques y jardines públicos así lo indican.

La alcaldía se ubica en el décimo lugar de dieciséis en contagios y decesos; bajó dos lugares en días recientes; es una posición de media tabla que genera mayor o menor inquietud si se contempla hacia arriba o hacia abajo, si se revisan los casos activos o el número de recuperados. Pero un ataque de pánico no se evita por saberse a la mitad del ranking de una propagación viral comunitaria.

El cerco sanitario, en todo caso, es más bien de tipo informativo. Señala, delimita, no es coercitivo; aunque igualmente genera desconcierto y angustia, lo que persuade para evitar aglomeraciones, dispersar muchedumbres, permanecer en casa o para el cruce cuidadoso de alguna zona.

Es un shock emocional como lo es también observar la coloración más oscura, guinda, rojo costra, que mi ciudad tiene en los mapas del país, en las diapositivas que ilustran a diario las más de ochenta conferencias vespertinas con las que la Secretaría de Salud ha informado, hasta el momento, a la sociedad. La incidencia es de 30 casos por cada 100 mil habitantes en el Valle de México, mientras que la del país es de 8.7.

2. Poniente

Escribo desde el pico más elevado, según los modelos matemáticos pandémicos oficiales, que podría ser de tres a cinco veces más agudo según sus oficiosos detractores nacionales o extranjeros.

Supongo que mientras pueda seguir frente al teclado, ese rango numérico no debería parecerme más grave de lo emergente que ya ha sido la cuneta epidémica en buena parte del mundo.

No es cinismo.

Sólo que la remecida ha sido tan intensa que a partir de cierto punto la magnitud deja de percibirse con exactitud. Más de 51,630 casos confirmados en el país. A punto de rebasar los 5,335 fallecidos.

Y si bien no puede ignorarse un halo de desolación, luto y tristeza en la intimidad hospitalaria, en el dolor de los decesos continuos, en la heroica batalla sanitaria y en la extenuante incertidumbre sobre quién será la siguiente víctima y en la que no hay garantía de blindaje, en la esfera pública no se advierte el caos, el drama, el desbordamiento de infraestructura y operatividad que se ha visto a través de los medios de información en otros países.

¿Es un consuelo? Quizá sí, ante un tsunami viral inevitable y de amplio impacto en la salud pública mundial. No, desde luego, en el terreno de los hubieras, de la conjetura, o en el de la carne propia afectada.

Las personas de mi círculo más cercano, aquellas con las que convivo y que poseen las claves para decodificarme, saben que al hablar del Distrito 12 me refiero a lugares como Polanco, Tacuba, Irrigación, Legaria, Marina Nacional, Anáhuac, Panteones, Pensil, Popotla, Toreo de Cuatro Caminos, incluso ciertas zonas que pueden llegar a Chapultepec, Nueva Santa María o San Cosme.

Es, en cualquier caso, una impresión personal. Es lo único que comparto aquí. Un ejercicio perceptivo. Un sentimiento que es al mismo tiempo testimonio incompleto pero acaso reflexivo de lo que se vive en estas coordenadas de lo que con arbitrariedad denomino el Distrito 12 —referencia tomada, claro, de aquel distrito de Los juegos del hambre de Suzanne Collins destruido luego de aportar cuatro tributos que resultaron vencedores en las brutales justas anuales de Panem organizadas por el Capitolio— y que comprende las colonias y barrios, restaurantes, cines, centros comerciales, parques, museos, historia y gente que formaban mi cotidianidad fuera de casa, cuando salir a la calle no era una misión de supervivencia.

O no tanto como ahora que la infección de SARS–CoV–2 resulta una amenaza indeseable y explícita; porque también los índices delictivos que teníamos en la ciudad y el país me piden que acote que la normalidad de cierta forma siempre es relativa en nuestro territorio.

Las personas de mi círculo más cercano, aquellas con las que convivo y que poseen las claves para decodificarme, saben que al hablar del Distrito 12 me refiero a lugares como Polanco, Tacuba, Irrigación, Legaria, Marina Nacional, Anáhuac, Panteones, Pensil, Popotla, Toreo de Cuatro Caminos, incluso ciertas zonas que pueden llegar a Chapultepec, Nueva Santa María o San Cosme.

Piensen en el poniente de la Ciudad de México, en los límites con las alcaldías Azcapotzalco y Cuauhtémoc, o con el municipio de Naucalpan, en el Estado de México, como parte de la región metropolitana.

En el Distrito 12 lo había todo, o así solía presumirlo a quien deseara escucharme: familiares, amistades, incluso exparejas, si soy sincero; aunque, sobre todo, me lo recordaba siempre a mí mismo como una forma de sentirme afortunado.

Lo era.

Ese movimiento social diverso y nutrido, las múltiples actividades culturales, comerciales, gastronómicas y de esparcimiento; los contrastes socioeconómicos, la riqueza de algunas colonias y la miseria de otras, su convivencia inevitable, a ratos incluso bizarra pero armónica, es una explicación de que mi Distrito 12 se haya convertido, justamente, en una zona de alto contagio en el país.

No para siempre; eso seguro.

“Esto pasará”, repito como un mantra en las madrugadas de insomnio, a la espera del sol y su cálida luz.

3. Curva

Estoy confinado por voluntad propia, por convencimiento, desde la primera semana de marzo. Creo que ya rebasé los 75 días de distanciamiento social.

Salgo poco.

A lo esencial.

De cierta manera, no salir de casa es un lujo. Un privilegio asumido.

Pero tampoco es que haya demasiado atractivo en estar fuera en estos días.

Mi actividad laboral se mitigó más rápido que las infecciones; era predecible que mis ingresos económicos se aplanarían más pronto que la curva epidémica.

Eso es preocupante.

La postergación de proyectos creativos, académicos y remunerados, también.

El impacto económico devastador de la pandemia es un spin–off del covid–19 que merece su propia serie. Con quiebras empresariales, recortes y ajustes presupuestales, despidos, desempleo, recesión y empobrecimiento como escenarios.

Pero la supervivencia enseña que sin vida todo lo demás es innecesario. Y en ello me he centrado, en un intento por discernir lo importante de lo urgente como instinto de conservación.

En ese sentido, podría decirse que me quedo en casa y sigo así las disposiciones sanitarias federales que son coincidentes en lo general con las metropolitanas y locales, cuyos rostros visibles son, respectivamente, el doctor Hugo López–Gatell Ramírez —ubsecretario de Prevención y Promoción de la Salud de la Secretaría de Salud—, la doctora Claudia Sheinbaum Pardo —jefa de Gobierno de la Ciudad de México—, Alfredo del Mazo Maza —gobernador del Estado de México, donde los casos confirmados de contagios son cerca de 8,560 y de fallecidos más de 480— y Víctor Hugo Romo de Vivar Guerra —alcalde de Miguel Hidalgo.

No hay conflicto en ello, ni pautas para el sentido contrario, lo cual se agradece por la alta densidad de habitantes —fijos y flotantes— y las múltiples actividades que se concentran en la región.

No hay toques de queda, salvoconductos, pasaportes sanitarios ni restricciones totalitarias de movilidad.

Un encierro cercano a lo carcelario se antoja un despropósito, pues hay personas que por necesidad —por miseria, por vivir al día, porque su trabajo es esencial para sostener el andamiaje social—, no pueden quedarse en sus hogares aunque fuera de ellos reine la zozobra.

Esa laxitud, que por lo demás propicia el respeto a los derechos humanos, también puede ser un alivio psicológico para la población ansiosa en el supuesto de que necesitara salir corriendo ante un ataque de pánico de los muchos que genera un confinamiento prolongado e inusual al menos en el último siglo.

Reparo en ello porque el impacto mental de la pandemia, el trauma y la necesidad de atención emocional me parece que aún no ha sido dimensionado. Saber que el índice de ocupación hospitalario se incrementa hace temer al monstruo del colapso del sistema sanitario.

Es el fantasma del agua que llega al cuello. Si no es atractivo ni tranquilizador ir a parar a un sanatorio, lo es menos el cupo lleno, el triaje de urgencias, la aplicación de la Guía Bioética para Asignación de Recursos de Medicina Crítica; el morir ahogado.

Lo cierto es que ese espectro se ha exorcizado. Hasta el momento. En la Ciudad de México la disponibilidad de camas generales se ha mantenido superior al 22 por ciento —poco menos del 40 en el caso de las de terapia intensiva que cuentan con ventilador—, gracias a la desocupación de éstas, por alta o fallecimiento, pero más aún por la ampliación y reconversión hospitalaria para atender pacientes por covid–19, por la instalación de dos Unidades de Atención Temporal en el Centro CitiBanamex y en el Autódromo Hermanos Rodríguez, entre otras medidas de logística sanitaria emprendidas por el gobierno en conjunto con la iniciativa privada.

Así que más allá del uso “obligatorio” de cubrebocas en sitios públicos —lo que no garantiza su uso correcto y por tanto el beneficio esperado— o ley seca en algunas alcaldías, no hay mano dura en la capital del país durante la contingencia.

Hay, en cambio, acompañamiento informativo, indicaciones y persuasión; grados de libre albedrío y responsabilidad propia.

Y temor, desasosiego que disminuye pero no desaparece al resguardo de las paredes caseras.

La aprensión de contagiarse o contagiar a los seres queridos reaparece al regreso de cada salida esencial, en cada producto que ingresa a la casa, o durante el proceso de desinfección de empaques, envolturas o víveres: en el repetitivo ritual de lavarse las manos, de apartar la ropa, de la ducha sanitizante.

O sea, nunca se va. Es un loop que desgasta segundo a segundo.

Cada tanto las calles son recorridas por vehículos oficiales a baja velocidad que por medio de un improvisado sistema de perifoneo refrendan la invitación para quedarse en casa.

Recuerdan los números de emergencia.

Con menor frecuencia, las sirenas de patrullas y ambulancias suelen escucharse a la distancia, en el silencio extraño e intranquilo, como el que se construye en un filme de terror para luego provocar un jump scare.

La reducción de la movilidad en el exDistrito Federal, según los informes de la autoridad, se mantuvo por arriba del 65 por ciento durante varias semanas —los últimos días el confinamiento se ha comenzado a romper, sobre todo en horas pico—. Pero hay días, horarios, en que ese porcentaje se incrementa y entonces las calles quedan vacías e irreales; se escucha el canto de los pájaros, un grito vecinal inconexo; el aullar del viento entre los árboles; el llanto de un bebé; la trayectoria de un avión en el circuito de aproximación a su ruta o destino.

Pero hay quienes sí salen. Los incrédulos. Los escépticos que se asumen indestructibles, en bola, en alguna esquina; en coches de menor valor que sus fuentes de poder y subwoffers. Los que quieren fiesta a cualquier precio. Los que tienen que ponerse al día, cara a cara, con sus carnales. Los que no pueden dejar de pasear a la familia, de fajarse con su pareja en vía pública, los que de algo se han de morir.

¿Y quién no quiere salir?

Yo extraño a ciertas personas.

Los conciertos y espectáculos escénicos —unos diez al mes— a los que asistía y que ahora sanitaria y financieramente parecen inviables no sólo aquí, sino en el mundo. O mi docena de visitas mensuales a las salas de cine, funciones —casi siempre— de medianoche, rematadas en taquerías o restaurantes de los que nunca cerraban sus puertas en el Distrito 12.

Nunca, excepto ahora, que es nebuloso cuándo puedan volver a abrirlas sin peligro.

4. Cifra

A veces me aparezco en mis redes sociales.

Menos de lo acostumbrado, por cierto.

Por salud mental, lo que en esta crisis no es asunto menor.

He visto a contactos, incluso a personas admiradas y ecuánimes, perder la vertical: convertirse en una nueva versión de El resplandor, cuyo alcance para dañarse o intoxicar su entorno es de pronóstico reservado.

La mentira emotiva, las fobias y filias de corte ideológico, artístico o de grupo, así como los prejuicios, las presuntas superioridades morales y la intolerancia, alimentos chatarra habituales en la convivencia virtual, en días graves como los que enfrentamos ciertas redes sociales pueden percibirse como una cámara de gas.

Desde luego, hay gente que proyecta empatía, gracia, ánimo, y que se percibe sincera, fuera del personaje que muchos intentan aparentar.

Pero no es difícil reconocer a quien comparte el incontrolado pendular de su estado anímico. Posteos catastrofistas, depresivos, en crisis, que alternan con estados eufóricos, megalómanos, dictados por el narcisismo.

La mentira emotiva, las fobias y filias de corte ideológico, artístico o de grupo, así como los prejuicios, las presuntas superioridades morales y la intolerancia, alimentos chatarra habituales en la convivencia virtual, en días graves como los que enfrentamos ciertas redes sociales pueden percibirse como una cámara de gas.

Reparo casi hasta el stalkeo en una artista sin arte, en una cantante sin carrera, que anuncia que ya no tiene toallas sanitarias, ni dinero para comprarlas. Menos aún para liquidar la renta mensual o la factura de Internet. Se victimiza. Culpa al mundo por no apreciar sus talentos, por arrojarla a la miseria. Descubre TikTok y se obsesiona. Presume el número de seguidores que alcanza. Un video tras otro, todo el día. La madrugada no la detiene. Ya no intenta cantar, sólo sincronizarse en gesto y acto con algún éxito musical, con alguna cantaleta en gallego, que la potencie en producción y lucimiento de su esbelto cuerpo. Estalla. Asegura que ahora estrellas de grandes televisoras ya también entraron en la plataforma, seguro siguiendo su ejemplo, y le hacen competencia. Como si esa red no tuviera al menos cuatro años de existencia y 800 millones de descargas en el mundo. Se lanza contra sus rivales, por flacas, por gordos, por falsos, por tontas, por sobrevalorados, porque no tienen técnica, porque les gusta Star Wars, porque se han prostituido, porque tienen más seguidores que deben ser bots, porque beben cerveza que no pone, porque ella ya descubrió cómo está la onda del covid y los demás ni lo imaginan.

Evito consignar un ejemplo político o sobre el SARS–CoV–2, que son más inquietantes y perturbadores. Pero los hay. Son los de mayor abundancia.

El tiempo se ha difuminado y desequilibra; eso queda claro.

Ayer pudo ser mañana. Hoy es miércoles.

¿O llegó, de nuevo, el fin de semana sin darme cuenta? Tal vez sea un aciago viernes 13 que se extiende y se pega en las manos, en el zapato, en la ropa; como un chicle; como el coronavirus.

La certeza de que en el exterior hay un serial killer al acecho le daría sentido a esa idea, de no ser porque el SARS–CoV–2 ni siquiera tiene conciencia u objetivo.

Y no trae cuchillo o máscara de portero de hockey, sino que es más aterrador en su invisibilidad, en su extendido tiempo de incubación y en su variable de portador asintomático. Aunque es claro, por sus índices de mortalidad y letalidad, que no aniquilará a todos.

Voy al calendario, que es cinéfilo. Doy vuelta a la página para ajustar el mes, que cambió hace varias semanas. El cartel muestra el estreno mensual a seguir: No Time To Die, la entrega número veinticinco de James Bond. El título, que pareciera una señal que me habla, retrasó su salida y se reprogramó para noviembre de este año.

Los días se acumulan. Uno más o uno menos, según quiera verse.

Pero lo que realmente me importa es desear que haya futuro, y que si el mundo tal como lo conocí ya no estará en él, aspiro a que la gente que quiero, aquella con la que estoy vinculado, pueda verlo.

Lucho contra ese sentimiento egoísta. La especie humana entera es parte de mí, tanto como yo soy parte de ella. La acumulación de gente contagiada, de seres humanos que han perdido la vida, no ayudan a una empatía más allá de los lazos sanguíneos o afectivos en dos o tres grados más allá de mí —esa idea de incapacidad para sentir como especie y no como individuo, por cierto, no es mía; la aprendí en alguna película distópica, de ciencia ficción—. Lo esencial es no ser parte de las bajas.

Para mí, entre otras cosas, la pandemia resultó ser una anagnórisis. A través del miedo, la preocupación y la ansiedad, por medio del desequilibrio, la incertidumbre y la fragilidad me ha revelado la cercanía de dos puntos, en apariencia, opuestos: la vida y la muerte.

Desde el principio de esta etapa cuyo objetivo es vivir y no convertirme en una cifra oficial o subregistrada —en rigor desde mucho tiempo antes—, reconocí a los seres con los que preferiría enfrentar un apocalipsis.

Aunque, sobre todo, ubiqué personas con quienes tal suceso sería doble o triplemente insoportable.

5. Antonia

La primera vez que usé la palabra coronavirus quedó por escrito.

La utilicé en una crítica operística de Les contes d’Hoffmann de Jacques Offenbach que la Compañía Nacional de Ópera presentó en el Teatro del Palacio de Bellas Artes en la segunda y tercera semana de diciembre de 2019.

La acumulación de gente contagiada, de seres humanos que han perdido la vida, no ayudan a una empatía más allá de los lazos sanguíneos o afectivos en dos o tres grados más allá de mí —esa idea de incapacidad para sentir como especie y no como individuo, por cierto, no es mía; la aprendí en alguna película distópica, de ciencia ficción—.

China reportó la aparición del nuevo virus SARS–CoV–2 causante del covid, en la ciudad de Wuhan, el día 31 de ese mes. Mi texto opinativo sobre aquella producción lírica se publicó recién terminado el puente Guadalupe–Reyes, en la segunda semana de enero de 2020, y usaba de manera sarcástica la palabra coronavirus, desde luego fuera de contexto de la puesta escénica de aquella ópera que ponía a Antonia, un personaje con tisis, cuyo canto la agrava y conduce a la muerte, en aislamiento como de cuarentena —lo que impedía toda interacción con otros personajes de la trama, en contradicción franca del libreto y el trazo escénico—. No estoy seguro de que muchos lectores lo hayan advertido en aquel entonces.

No importa la notoriedad de la palabra en el contexto de esa crítica.

Lo que me resulta de interés en la anécdota es lo temprano que el covid–19 se volvió una preocupación para mí. El hábito informativo y la apetencia lectora y audiovisual del género del terror y la ciencia ficción se conjuntaron para encender una alarma en mi mente que aún no se apaga; que en el mejor de los casos tardará mucho en dejar de flashear en rojo.

También explica mi pronto distanciamiento social, antes de que fuera indicado por las autoridades de salud, pues tal vez fue antes de lo útil y recomendable, mientras la mayoría de mis amistades y buena parte del país seguía con su actividad cotidiana.

Esa anticipación me permitió ir al súper desde que las medidas sanitarias en el interior eran escasas o nulas. En cuatro visitas acumulé los víveres necesarios para un confinamiento largo, de tres meses. Quiero pensar que mi manera de surtir la despensa y un kit médico básico se diferenció de las compras de pánico en que las adquisiciones las realicé con cierta metodología y no para acaparar sino para evitar salidas posteriores.

En la segunda vuelta a una tienda de autoservicio encontré familias que jugaban con los dispensadores de gel antibacterial, embadurnando a los niños, aun cuando ya había invitaciones oficiales para que sola una persona de casa acudiera a realizar las compras.

Los empacadores de la tercera edad no estaban en sus puestos, donde había, en cambio, alcancías para donarles propinas y mantenerlos en casa sin perder la totalidad de ingresos. La tienda, según el letrero que explicaba la ausencia, duplicaría los montos recaudados.

Aunque cierto ambiente escéptico, guasón y festivo estaba presente todavía.

—¿Cómo van tus compras para el apocalipsis? —preguntó detrás de mí un hombre socarrón de mediana edad a un conocido al que saludó con desliz de palmas y un choque de puños en la zona de cajas—. ¿Ya te surtiste?

—Nel, ¿qué pasó? A mí no me engañan, como a todo el pueblo ignorante. Pinche gente que se cree todo. Que si el Chupacabras, que si Frida Sofía, que si el chikungunya, que si La Llorona. Mira, yo sólo vine por lo que voy a comer ahorita; no como otros —yo, por ejemplo, pensé al empujar con esfuerzo mi carrito en la fila—. ¿Tú a qué viniste? ¡No llevas nada!

—Yo sólo vine a checar la mercancía para armar un saqueo con la banda —respondió el otro individuo con una risa que pareció revelar que no hablaba en serio.

—¿Neta?

—¡A huevo! ¿A poco crees que esos ñangos de las puertas nos van a detener? Ya ahorita ubiqué unas pantallas, por si después te interesan. Aún tengo de las que saqueamos por el gasolinazo, ¿te acuerdas?

—Sí, pero esas ya son viejas; ¡yo quiero una 4K!

Ambos hombres se carcajearon a mi espalda.

Durante mi tercera visita al supermercado la entrada de personas al local era controlada para evitar aglomeraciones dentro. Ciertos productos básicos se vendían en cantidad racionada. Y en el estacionamiento encontré vehículos blindados de diversas corporaciones policíacas vigilando que las actividades ocurrieran con orden y respeto a la ley.

6. OK Zoomer

Mi plan de permanecer en un hermético búnker casero no funcionó del todo. Algunos integrantes de mi familia no pudieron quedarse en casa todos los días por realizar labores esenciales, sin que el home–office resultara una opción.

Las salidas cuidadosas pero constantes vulneraron mi presunto nivel de seguridad, implementado ante posibles contagios, sobre todo a las personas más frágiles en mi hogar.

Ello también generó que acumulara tiempo en la calle al contribuir con pequeñas misiones familiares dentro del Distrito 12, realizadas con medidas de precaución cada vez más exageradas.

Cargué gasolina a 14 pesos por litro. El desplome del precio del petróleo lo permitió. Aunque apenas si apilo kilometraje para consumirla.

Más que por vehículos, las calles son recorridas por bicicletas cuyo tripulante acarrea una mochilota en la espalda y entrega comida solicitada por aplicación. Algunos pedalean con el cubrebocas sobre el cuello, para ventilarse. Los que reparten en motonetas transitan más rápido pero igualmente requieren refresco.

Una señora, al paso de su hija pequeña, camina bajo un sol aplastante, vespertino, por una calle larga que conduce a la avenida donde toman un microbús; ambas encorvadas, con bolsas del súper colgadas en cada brazo.

Un dron de considerables dimensiones sobrevuela avenidas principales del Distrito 12 para rociarlas con sustancias sanitizadoras, igual que lo hacen otras brigadas al nivel del suelo. Diversos servicios públicos, como el de la recolección de basura, no son interrumpidos durante la contingencia. Funcionan de manera heroica.

Los limpiaparabrisas, los vendedores ambulantes de baratijas, los habituales comerciantes de fruta, los taxistas, conjuntos musicales cuyo líder extiende un gorro para propina a los transeúntes, tampoco se quedan en casa. Se les ve en las calzadas, fuera de los mercados públicos, a la puerta de sucursales bancarias e incluso frente a los hospitales de la demarcación que atienden casos covid–19 y que hay días que aparecen, lo que me perturba más de lo que desearía, en los medios informativos.

Trato de comprarles a todos los que veo, de darles algunas monedas, de dejarles el cambio.

Pero la necesidad de tanta gente me rebasa, desde luego, y agota mi presupuesto casi de inmediato.

Surge la impotencia, las maldiciones a la corrupción en el país, a la inequidad de oportunidades, al desafío mismo de la pandemia, que de pronto genera un ánimo desolador.

Busco una papelería abierta y consigo algunos materiales para la modesta instalación casera de un estudio para transmitir por Zoom. Un reporte sobre el uso de la aplicación comunicativa de moda en estos días revela que el 60 por ciento del tiempo en el que una persona habla, su auditorio lo ocupa en escudriñar su entorno y lo que revela de su condición social, familiar e incluso mental.

Consciente de esa fuga de información, casi siempre involuntaria, me dispongo a controlar lo que se proyecte cuando me ponga ante la cámara. Fui invitado para moderar la conversación de dos personalidades de la música, en una mesa sobre el compositor bohemio–vienés Gustav Mahler.

La llegada de un kit de maquillaje y otros regalos enviados por una persona muy querida y generosa constituye una emotiva sorpresa que me saca del mood deprimente del momento que me produjo la miseria inocultable de la calle.

El día del evento la charla cumplió su objetivo y resultó instructiva y reveladora, a decir del público virtual presente.

No así a juicio de un amigo muy susceptible, que calificó mi participación en aquel diálogo como una frivolidad, similar a la de numerosos personajes que han compartido sus videos musicales —y otros trabajos artísticos— como floritura personal, mientras el destino del mundo se mantiene incierto.

No tuve tiempo de comentarle que justamente el tema que se desarrollaría en el encuentro surgió de relacionar la apreciación musical de Gustav Mahler (1860–1911), un director de orquesta y compositor valorado hasta después de la crisis generada por la Segunda Guerra Mundial, con otro periodo complejo de la humanidad como éste en el que enfrenta la presencia del virus SARS–CoV–2. La alegría y la felicidad en contrapunto de la tristeza y la tragedia, el duelo, la pérdida de la fe, la pesadumbre y la resurrección en uno y otro momento serían los denominadores comunes.

Sobre mi frivolidad al descubierto, sólo pude responderle “Ok, Zoomer”.

7. Futurista

Ya en el mes de mayo, un amigo dramaturgo, kamikaze del teatro y tan devoto de la cultura pop como yo, me envió un video encontrado en YouTube con el sentido ostentador de que todo lo que ha sido necesario para intentar sobrevivir en esta pandemia hay quienes lo habíamos aprendido mucho antes a través de los géneros del horror y la ciencia ficción, vetas casi siempre menospreciadas por la academia, el canon artístico y la intelectualidad.

El video mostraba escenas climáticas de películas de aliens, epidemias, situaciones límites, catástrofes, invasiones zombis, que remitían a los iniciados a autores como Stephen King, Frank Darabont, Ridley Scott, George A. Romero, Roger Corman o Richard Matheson, por identificar a algunos.

Los personajes de esas obras sabían exactamente cómo actuar, aquello que debía evitarse y sobre todo la manera de equilibrarse emocionalmente para un cambio radical y traumático en el mundo y en la manera de relacionarnos como seres humanos.

Esa ciencia ficción futurista nos alcanzó en 2020. Ha sido una indeseada reivindicación de esos géneros Clase B. Con desclasificación del Pentágono de avistamientos OVNI. Con terror. Con angustia y días que se mezclan con la oscuridad de una larga noche.

8. Leyendas

Uno de los días más insoportables de esta pandemia —porque hay jornadas más tolerables, en que la esperanza se nutre también de muestras de cariño familiar incluido el no humano; por ejemplo el canino—, un amigo director de escena se suicidó.

“Somos cometas”, dejó escrito en su último post de Facebook.

No quise o no pude adentrarme en sus motivos, por lo que se sabe del abismo: si se le mira demasiado uno puede volverse parte de él.

Esa ciencia ficción futurista nos alcanzó en 2020. Ha sido una indeseada reivindicación de esos géneros Clase B. Con desclasificación del Pentágono de avistamientos OVNI. Con terror. Con angustia y días que se mezclan con la oscuridad de una larga noche.

Puede ser tan insano como inyectarse la ponzoña de medios informativos alarmistas que pueden diferenciarse de los críticos, que cuestionan e indagan con ética y profesionalismo, desde luego, pero que en el segundo país con más fake news —sólo debajo de Turquía, según la Radiografía sobre la difusión de fake news en México, trabajo encabezado por Luis Ángel Hurtado, investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México— no es tarea tan sencilla para quien carece de las herramientas necesarias para descartar y protegerse de la infodemia y la posverdad.

Incluso es inevitable que de pronto esa semilla del escenario catastrófico y amarillista germine a mitad del inquieto sueño de una persona entrenada en el oficio profesional informativo y lo arrastre a la idea fija, a la cavilación obsesiva y perturbadora que se somatiza con múltiples síntomas incómodos, desagradables o nocivos.

Ese vaivén noticioso y opinativo que propicia una amenaza viral desconocida para la humanidad —en el que nadie parece tener una verdad duradera, sino mentiras tras mentiras que se actualizan en busca de lo cierto— provoca mucho sufrimiento.

Que no haya manera única y probada para enfrentar el desafío, la disputa por tener la razón cuando en rigor lo que se tiene es un gran miedo, puede ser demoledor para todo ser pensante.

Un día se puede decir “Y yo soy Iron Man” antes de chasquear los dedos, para poco después doblarse de dolor y balbucear “No me quiero ir, señor Stark”.

La sobreinformación, incluso la más veraz y precisa, causa estragos severos en la gente que padece trastornos de ansiedad, en los cuadros hipocondríacos, en la gente frágil y sensible a una situación crítica.

Ese mismo día u otro parecido, da igual, una de las personas que más amo —sin que ese amor tenga que ver con el erotismo, sino con lo valioso de la amistad—, uno de los seres indispensables con los que disfruto buena parte de mi tiempo, me escribió desde la lejanía de su confinamiento para despedirse, por si no volvíamos a vernos.

Por supuesto, su mensaje derribó toda fortaleza que en ese momento pudiera tener erigida en mi ánimo.

Tardé varias horas en reponerme y devolver el mensaje, uno largo y con ese descaro que sólo puede utilizarse con las personas con las que se han compartido innumerables aventuras, conversaciones y pensamientos.

Le invoqué resiliencia como mecanismo de fuerza, por el sólo hecho de respirar y seguir con vida. Hablé de reducir el riesgo y controlar el daño. De roedores que para protegerse y sobrevivir se ocultan bajo los muebles cuando alguien enciende la luz. Y así esperar que el momento de peligro pase o al menos disminuya. El objetivo sería no ser aplastado por un zapato imponderable, un escobazo, y menos aún entramparse por carecer de cautela.

“Buena parte del mundo está así y sé que el mal de muchos nunca te ha consolado. Hay mucha gente con miedo, ansiosa y con incertidumbre, lo que resulta curioso porque de alguna forma ése es nuestro hábitat. Es triste para los nuevos, pero nosotros somos como el Ender de Orson Scott Card: fuimos entrenados para esto por la literatura que nos gusta, por el cine, por los cómics, por los videojuegos, por la ficción y el arte en general. Ahí no es raro que el universo sea horroroso, pero también con algunas cosas realmente bellas por las que se debe luchar. Tal vez por eso consumimos tanta distopía y eso no cambiará. Incluso si morimos ahora, seremos el más insigne ejemplo de seres de un mundo que atravesó un velo de terror. Somos leyendas. O no. Y, siendo así, en ninguno de los dos casos tendríamos ya de qué preocuparnos”.

9. Clase B

Una noche dominical recibí el correo electrónico de un antiguo profesor universitario, cuyo contenido replicó por mensaje directo en mis redes sociales, como si quisiera asegurarse de mi lectura.

Lo revisé con apremio y encontré que el maestro, además de subrayar el largo periodo en el que no habíamos tenido contacto —lo que hacían aún más inesperadas sus palabras—, quería realizarme algunos comentarios sobre mi novela Apocalipsis zombi, publicada por Ediciones B–Penguin Random House, hace un par de años.

“Ahora me percato que tiene muchísimo tiempo que no tenemos comunicación, aunque quiero que sepas que siempre te tengo presente. Más ahora que acabo de leer tu novela y estoy tan sorprendido por la gran cantidad de coincidencias entre lo que ha ocurrido con esta terrible pandemia y lo que tú narras y describes en varios pasajes de Apocalipsis zombi. Además se dio también una sorprendente sincronía, pues justo cuando la comencé a leer explotó el asunto del nuevo coronavirus. Sólo espero que este momento de la humanidad no tenga un final tan terrible y apocalíptico como el de tu ficción”.

En las primeras semanas de confinamiento me sentí muy extraño por la autoría —uno de tantos creadores del género— de una historia apocalíptica. No estaban los zombis en el escenario actual pero, en rigor, esos muertos vivientes siempre me parecieron una metáfora: los personajes pop más fascinantes para una alegoría brutal sobre la convivencia humana en medio de un terror colectivo, en una historia que pone a prueba lo que es capaz de sobrevivir (¿los individuos; el orden; el arte; la economía; los medios de comunicación; la cultura; el gobierno; los valores de convivencia?) frente a una pandemia y retos de cambio global.

En las primeras semanas de confinamiento me sentí muy extraño por la autoría —uno de tantos creadores del género— de una historia apocalíptica. No estaban los zombis en el escenario actual pero, en rigor, esos muertos vivientes siempre me parecieron una metáfora: los personajes pop más fascinantes para una alegoría brutal sobre la convivencia humana en medio de un terror colectivo…

Me invadió cierto pasmo —días sin poder hablar ni tantito o enronquecía por “nada”— cuando comencé a ver en las calles lo que alguna vez concebí en las páginas de ficción. No me pareció solidario, ante la tragedia y el dolor de mucha gente, hacerle publicidad a mi novela. De hecho, la idea me pareció oportunista incluso cuando su página en una red social comenzó a recibir decenas de likes, que aún se acumulan.

Al publicarse Apocalipsis zombi algunos medios de información me honraron al entrevistarme en diferentes espacios. Una de las preguntas más recurrentes era si, ante lo “visual” de la narración y su estructura de serie televisiva, me gustaría una adaptación al cine o la pantalla chica. Ante la improbabilidad de que eso ocurriera respondía que sí y comencé a fantasear con la idea y llegué a pensar incluso en qué actores debían protagonizarla y más aún quién debía dirigirla.

Jamás imaginé que, de cierta forma, aquella historia Clase B iba a contemplarla en la vida real.

De cierta forma, porque claramente no ha sido lo mismo. Al conversarlo con un amigo, uno de los presentadores originales de la novela, me hizo notar la diferencia.

“Qué distinto sabe en la realidad la sensación apocalíptica que pudo haber sido ensayada en una historia ficticia. Qué lejos de la heroicidad y la aventura. Esto que estamos viviendo es un miedo cósmico más parecido al silencio”.

10. Construir

Mi psiquiatra dice que cuando uno se despierta y se siente bien no suele preguntarse la causa. En cambio, cuando algo le duele o le preocupa tiende a emprender una búsqueda inmediata para identificar la razón del malestar.

Desarrollamos, como seres pensantes y sociales, la creencia de que si logramos ubicar el origen de nuestras aflicciones corporales, intelectuales o anímicas, seremos capaces de resolverlas.

Pero no siempre es así.

Bien porque nos engañamos voluntaria o involuntariamente para encajar ese supuesto origen de sufrimiento a nuestra historia y discurso, o porque con toda sencillez ese hilo y su trama escapa a nuestro control o conocimiento.

Esa pesquisa que no logra el remedio en la causa puede entonces convertirse en enojo, frustración o una severa intranquilidad que nos complica la existencia.

El maestro Yoda le enseña al joven Anakin, en el cubil de los caballeros Jedi: “El miedo lleva a la ira; la ira lleva al odio; el odio lleva al sufrimiento; el sufrimiento lleva al lado oscuro”.

En este momento muchas personas experimentan miedo en el mundo ante lo desconocido, ante la oscuridad de la inexistencia. Conocer el origen de ese dolor —el SARS–CoV–2, ¿pero qué se sabe realmente de él?— por el momento no ayuda a aliviarlo.

La humanidad, a lo largo de su historia, sólo ha conseguido erradicar un virus: la viruela. Así que en la pandemia actual sólo podemos aspirar a un tratamiento efectivo, o la inmunidad que llegará mediante una vacuna o por el efecto rebaño, para el que el 70 por ciento de la población requiere haber desarrollado anticuerpos.

Y falta tiempo para ello. La ciencia no corre a la velocidad de las noticias y menos aún de la urgencia efímera de las redes sociales y sus timelines.

En esta oleada, en la mejor de las proyecciones, algunos países habrían alcanzado entre el 5 y el 20 por cierto de esa inmunidad que aún está en duda sobre su permanencia o duración en un organismo infectado que supera la enfermedad.

En México, ese temor, ante las disputas sociopolíticas que enfrentamos, con frecuencia se ha transformado en inquina, hostilidad; incluso en agresiones que lastiman profundamente aún sin notarlo.

Los estragos por el coronavirus no sólo pueden expresarse en cifras, sino en vidas cercenadas, luto y devastaciones íntimas, de las que pocos se enterarán.

Y sin empatía, sin encontrar la misma frecuencia, el trauma y la desolación serán simplemente insoportables para una generación contemporánea para la que el mundo cambió de un momento a otro.

Nuestro Titánic cotidiano se partió. Y la nueva normalidad no será sino una anormalidad, sin que podamos remediarlo en el corto o mediano plazo.

Ésa es la impotencia y frustración que al menos un sobreviviente —al día de hoy— experimenta en el Distrito 12.

En el angustioso pico de la pandemia.

Instante y cima desde donde uno envía señales y descubre que la mayor distopía consiste en construir con amor el futuro, aunque tal vez no se esté incluido en él. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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