Todo lo que pasa en la Sierra del Tigre

Diario de un espectador, VIII

Este espectador pide al improbable lector lo dispense por la sin duda excesiva longitud de esta entrada. Pero, como decía un orgulloso escritor francés: No escribo para que me lean; escribo, apenas, para ver si yo me leo.

Luna sobre la montaña.

Atmosféricas. En medio del jardín, por donde corre el corredor. De todos los castillos que han sido, el de los cuatro párvulos arquitectos es el más bonito. De cartón piedra, de aire, de puros sueños lo edificaron. Lo pensaron con la aérea majestad con que piensan los pájaros. Por eso, ahora, el jardín se puebla de alados alarifes que admiran los trabajos de sus niños compañeros. Por eso ahora los alelíes se asoman a saludar y los lirios y los agapandos quieren participar en la obra. Una muralla almenada, alta como cumple, y una torre en cada esquina. Al centro, la torre del homenaje, el donjon. La torre más alta, el corazón de la resistencia, el nido de todos los sueños. Donjon: la torre, y Don John, el de Chesterton en Lepanto, el del cariñoso y deferencial apelativo que don Efraín González Luna utilizaba para referirse al muy su amigo, un señor que ya no está, el dueño del jardín donde sucede la maravilla.

Don John of Austria
Is riding to the sea.
(Don John of Austria is going to the war.)
(Don John of Austria is girt and going forth.)
Don John of Austria
Is shouting to the ships.
(Don John of Austria is armed upon the deck.)
But Don John of Austria has fired upon the Turk.
Don John’s hunting, and his hounds have bayed—
Don John of Austria
Has loosed the cannonade.
(Don John of Austria is hidden in the smoke.)
(But Don John of Austria has burst the battle–line!)
Don John pounding from the slaughter–painted poop,
Purpling all the ocean like a bloody pirate’s sloop,
Scarlet running over on the silvers and the golds,
Breaking of the hatches up and bursting of the holds,
Thronging of the thousands up that labour under sea
White for bliss and blind for sun and stunned for liberty.
Vivat Hispania!
Domino Gloria!
Don John of Austria
Has set his people free!
Cervantes on his galley sets the sword back in the sheath
(Don John of Austria rides homeward with a wreath.)
And he sees across a weary land a straggling road in Spain,
Up which a lean and foolish knight forever rides in vain,
And he smiles, but not as Sultans smile, and settles back the blade….
(But Don John of Austria rides home from the Crusade.)

Poco lo sabrán estos cuatro niños, pero este castillo los habrá de acompañar toda la vida: será, tal vez, su obra máxima, el proyecto de todos sus mañanas. Lo firman sobre un muro cuatro iniciales en estricto orden alfabético, grafiti inolvidable sobre el paño gris. Puente levadizo que opera con ingeniosísimo mecanismo, banderas, libertad a voz en cuello. Standing ovation, a cargo del jardín en masa, despide al castillo cuando, luego de todos los arduos trabajos, enfila por el camino del colegio…

***

Víspera de la Sierra del Tigre. Cae la noche y las voces de los niños cada vez levantan más alto. Sierra bendita, tantas veces transitada, tantos trayectos efectuados a pie, a caballo, en la memoria o entre el polvo de sus brechas prodigiosas. (Y una vez, nomás por un instante, hace ya una vida, el tigre entrevisto mientras se abría, al pardear, un falsete…) Desde Teocuitatlán al Rincón, desde El Volantín a San Sebastián, desde Mazamitla a Contla, desde Santa Cruz del Cortijo a Corrales y a la Cofradía del Rosario: du coté du tigre… Desde un paraje que por siempre se llama María a Concepción de Buenos Aires. (Y la niña llevaba una dorada corona de flores de árnica en su frente purísima de los diecisiete años…) Ah, el tigre por siempre en la casa, el tigre por siempre en su sierra.

Se dispone la velada con meticulosa deliberación. El lugar, el bastimento, el turno. “Turn, turn, turn”, cantan los Byrds en silencio. Lo primero que se advierte es que, aquí, el viento es el tigre. Ruge a lo largo y ancho de la serranía, dispone de sus dominios como bien le viene en gana, está en todos lados y en ninguno. Pero la noche es clemente: el tigre duerme ahora. Así, comienza esta, la faulkneriana de Concepción de Buenos Aires.

***

El maestro del maestro: Pablo Santillán, espejo de carpinteros, de cuando en vez hablaba de su maestro. Su más frecuente cita venía numerosas veces al caso, cuando el joven aprendiz desmayaba de los trabajos encomendados (serruchar una tablita, garlopar un palo, barnizar un remate…). Pablo, entonces, repetía: “Cómo decía mi maistro: ‘¡Chínguele, chínguele, aunque no venga mañana!’” Qué maestro detrás del maestro llevaba entonces al primero, a Señor San José, cuya efigie colgaba invariable en el muro del sótano, visitada frecuentemente por las flores de bugambilia que Pablo proveía. Qué honor, qué portento haberse escrito en esa línea. Qué honor acordarse en la veille del tigre de Pablo.

***

Se apagan, como bengalas —otra vez el tigre— las últimas voces de los niños. Llegan los últimos recuerdos de Adolfo Cervantes, espejo de todos los choferes que han sido. Su navío era un vetusto Lincoln verde, su piloto era Tata, espejo y orgullo de todas las nanas que han sido. Pasaban diario por los niños a los párvulos de doña María de Carmen Souza. Pero ese día, por alguna razón, no iba la nana. La contienda infantil fue larga. Duró desde el kínder hasta la casa de uno de los niños, y más allá. Al llegar, Adolfo se bajó del coche, se recargó sobre la portañuela, prendió calmosamente un cigarro (Alas). Dicen que por los vidrios se veía una veloz confusión de puños, patadas voladoras, dentelladas y jalones de pelo. Alarmada, salió la mamá de uno de los infantes en liza a preguntarle a Adolfo que qué pasaba. El chofer, sonriente, declaró: “Los niños se están peleando, señora. Pero no pasa nada, naaada…”. Y siguió fumando. Gustaba Adolfo de contar su máxima anécdota: solía alguna vez, en ratos ganados a su patrona Guadalupe, doblar como chofer de unas señoritas muy chocantes de apellido Cortés que portaban una aún más vetusta limosina. Iban muy contentas con Adolfo al volante hasta que el percance sucedió: “Y acabaron, señora, de sentaderas en la calle…”. Y no paraba de reír, y su patrona tampoco. Conocía Adolfo los vericuetos de los Colomos como nadie: allí depositaba la gentil pareja —nana y chofer— al contingente infantil. En un tendajón de madera sobre la carretera vieja a Zapopan era el avituallamiento. Unos raros papeles, enmielados de ignota sustancia, servían allí para atrapar las moscas. Seguían las cargas de caballería, el reconocimiento de los arroyos perdidos, las hazañas de Roy Rogers y del Llanero Solitario… Otras muchas veces la excursión era a Jardines del Bosque, entonces nuevecito, al parque del Palo Caído. Nunca hubo mejor navío, más gallarda cubierta, más hondas navegaciones. Adolfo juntaba copitas de los gigantes, hacía largas hileras güeras para beneplácito de los párvulos, las guardaba en cajetillas de cigarros Alas. Y todo el aire olía a eucalipto.

***

Se instala la noche. Al poco andar un aleteo como de seda anuncia la fiel compañía de los murciélagos gentiles. Suena entonces una música insomne. Es de Mogwai. “Friend of the night”, se llama. Aunque todo está quieto, en la caja del cráneo los acordes suenan a todo volumen. Amigo de la noche, murciélago de fieltro y dulzura. Viene también, conforme el vendaval de Mogwai arrecia, el título de una novela de Gilbert Cesbron, bien conocida en los entrepaños paternos, y nunca hasta ahora leída: Tous dorment, je veille.

***

Poco sobrevivió el señor que ya no está al otro señor que tampoco ya está. Nunca se supo la peripecia de entonces. Salvo que el maestro Palacios bien que la guarda en la memoria. Dice que un sujeto había que se sentía merecedor de ciertas herencias recibidas por el primero de los ausentes. Dice que siempre se pavoneaba —un poco ridículo— con “pavoroso pistolón” en el fajo. Que algunas veces llegó a arrimarse para amenazar al señor que ya no está. Que tal señor, impertérrito como siempre, ni siquiera lo volteaba a ver, pese a mortales advertencias. Jamás dijo a nadie nada de tales amagos, pero el maestro Palacios tomó buena nota. Juntando recuerdos, sucede que el del pistolón siguió por años desfilando por enfrente del domicilio del que pasa. Paternos regalos preciosos, enseñanzas perdurables: nunca se sospechó ni mínimamente que tales pavoneos eran más mortales amenazas. Eso sí, era raro que el del pavoneo nunca regresara los buenos días…

***

La luna se vuelve un jirón de blanca lumbre enredado entre las ramas de los enebros. Va cumpliendo su arco la pálida, y juega a verte y no verte entre las espesuras del bosque. Las barrancas de enfrente componen una móvil escenografía de delirio. Rojas dunas que la penumbra vuelve ocres. Esos accidentes orográficos, frecuentes en las sierras del Tigre y de Tapalpa, provienen de la erosión, ese universal fenómeno que a todo y a todos habrá de volvernos nada. Pero ahora aletea la vida…

***

Pale fire. Shakespeare, en Timón de Atenas, dice: “The moon’s an arrant thief,/ And her pale fire she snatches from the sun”. Tratando de mal traducir al Cisne de Avon, las líneas podrían decir: “La luna es un consumado ladrón,/ y su pálido fuego ella arranca al sol”. En Concepción de Buenos Aires, dormida bajo la paz de las gentes buenas, el pálido fuego no ha logrado nada robar: todo lo tienen de propio los bravíos fundadores de Pueblo Nuevo y sus descendientes. Cada mañana encuentran, intactos, sus campos y sus bosques, sus recias piedades, su arquitectura sin par, la impecable y diamantina honra que les dejaron su patriarca, el Señor Cura Romo y su arquitecto, Rafael Urzúa Arias. Vladimir Nabokov utilizó la cita de Shakespeare para titular una de sus más celebradas novelas: Pale fire. Entre otras cosas, trata de un largo poema organizado en cuatro cantos: 999 versos. Siempre faltó el número mil. Tal vez el tigre podría haber completado la cifra.

***

Bastimento para la noche. Falsa hipótesis de los Delicados. Pareciera ser que los Delicados, esos cigarros espléndidos, tienen una razón para venir en un raro número: cada cajetilla trae dieciocho, nunca veinte. Pareciera que aparecieron entre los fragores de la Cristiada. De allí que la cantidad se ajustara a la medida de las noches durante las que los centinelas cristeros guardaban el campamento: un cigarro cada veinte minutos, durante seis exactas horas. Pudiera ser. Completaba el equipo un cántaro de agua de precisa capacidad. Y nada más. Un máuser, quizá, un manoseado escapulario, también. El Padre Heriberto Navarrete, jesuita y rebelde, debió haber sabido. El caso es que ese bastimento muy bien que se aviene a la velada, a la víspera, de la Sierra del Tigre. Pero todo es paz aquí, y el sueño bendito de los niños mejor guarda este campamento que cualquier máuser. Fuego en la brasa de la punta del cigarro, agua en los tragos que puntúan la noche, aire el quieto aliento del tigre en su casa, tierra la que gira como un compás magnífico alrededor de Dios. Vêpres…

***

Es así que ante el quieto ojo sucede el naufragio cósmico. Y, por mientras que todo se vuelve un diminuto agujero negro, en esta navegación es el piloto todo aquel que vela. Quien así vela es cada vez Sísifo, cargando la luna rumbo al día. Porque nadie determina que no vaya a pararse en cualquier instante la vasta maquinaria del universo. Basta un guiño de ese proverbial agujero negro. (“How many holes it takes to fill the Albert Hall?” preguntó famosamente John Lennon.) Toda noche es una odisea, y quien amanece vive para cantarla. Ante el frío infinito un hombre descubre, con humildad, que no es más que un infinitamente ínfimo filamento de calor, un minimísimo tegumento de lumbre y esperanza. Ningún avión pasa por la Sierra del Tigre, nomás las estrellas filantes y fugaces frotan su fósforo contra el granito del firmamento. Como las veladas dibujando, avanza la noche con sus grandes ruedas silenciosas. Cada trazo una estrella, cada recuerdo un sol ausente. La música para esas desveladas era, entonces y a veces todavía, My back pages, del Bob Dylan que supo ennoblecer al Nobel…

***

Quien vela se gana el derecho a ser el primero y el último de los hombres sobre el planeta. Cada humilde atalaya es el puente de mando de la nave, sea la caseta del velador o la altura del campanero que se aguarda para dar la primera llamada a misa de cinco. Centinela, ¿cómo va la noche? Ningún hombre, nunca, creyó que no amanecería. Vuelve, desde el fondo de la memoria, una canción, parece que española:

¿Qué ves en la noche, dinos centinela?

Dios como un almendro
con la flor despierta;
Dios que nunca duerme
busca quien no duerma,
y entre las diez vírgenes
sólo hay cinco en vela.

Gallos vigilantes
que la noche alertan.
Quien negó tres veces
otras tres confiesa,
y pregona el llanto
lo que el miedo niega.

Muerto le bajaban
a la tumba nueva.
Nunca tan adentro
tuvo al sol la tierra.
Daba el monte gritos,
piedra contra piedra.

Vi los cielos nuevos
y la tierra nueva.
Cristo entre los vivos,
y la muerte muerta.
Dios en las criaturas,
¡y eran todas buenas!

***

Los oscuros caseríos bogan en la penumbra, como dos barcos en alta mar. Dos caseríos, cada uno de ellos con dos luces de posición, cargados con los mil veces preciosos sueños de los niños fatigados por tanta maravilla. Pinkfloydiana: The delicate roar of silence. Por mientras, lejos —far away, so close—, un amigo de la infancia se debate entre la vida y la muerte. Siempre fue el primero en hacer tantas cosas. Fumar, reír, jugar futbol, casarse, separarse, volverse a casar, tener niños y nietos, hacer amigos… Nunca se podrá olvidar su pique fulminante, centro delantero estelar del equipo San Estanislao de Kotska, con los jesuitas del Instituto de Ciencias, rumbo a la portería contraria. Ahora el vertiginoso pique va rumbo a la vida, y Pablo Rivero Verea, cuate impar, séptimo Conde de la Mesada, seguramente volverá a marcar uno de sus legendarios goles… Así lo dice la estrella que ahora por él vela. Ganarás la luz, Pablo, como dijo el viejo León Felipe.

***

Naufraga al fin la luna en el quebrado horizonte de la sierra, cóncava nave en llamas. Aparece el inmenso campo florecido de estrellas. El almendral de la mañana entona un antiguo himno que empieza: Ad astra…

***

Inevitablemente, una vez rendida la velada, repetir con Borges:

Dos poemas ingleses

A Beatriz Bibiloni Webster de Bullrich

I
La inútil alba me halla en una esquina desierta; he sobrevivido a la noche.
Las noches son orgullosas olas: olas de un azul oscuro cargadas de todas las tonalidades de profundos despojos, cargadas de cosas improbables y deseables.
Las noches tienen la costumbre de los misteriosos dones y negativas, de cosas medio dadas, medio retenidas, de alegrías con un hemisferio oscuro. Las noches suelen actuar así, te digo.
El ansia, en aquella noche, me dejó con los consabidos jirones y despojos: algunos odiados amigos con quienes conversar, música para los sueños, y el humear de amargas cenizas. Cosas que no le sirven a mi hambriento corazón.
La gran ola te trajo.
Palabras, toda clase de palabras, tu risa; y vos, tan lánguida e incesantemente bella. Hablamos, y te olvidaste de las palabras.
El alba desgarradora me encuentra en una calle desierta de mi ciudad.
Tu perfil dándome la espalda, los sonidos que se unen para hacer tu nombre, la cadencia de tu risa: son ilustres juguetes que me dejaste.
Los dejo en el alba, los pierdo, los encuentro; los muestro a los pocos perros vagabundos y las pocas estrellas vagabundas del alba.
Tu oscura y rica vida…
Debo alcanzarte, de algún modo; dejé esos ilustres juguetes que me dejaste. Quiero tu mirada escondida, tu sonrisa verdadera: esa sonrisa burlona y solitaria que tu frío espejo conoce.

II
¿Con qué te puedo retener?
Te ofrezco calles estrechas, ocasos desesperados, la luna de los raídos suburbios.
Te ofrezco la amargura de un hombre que ha mirado largo y tendido a la solitaria luna.
Te ofrezco mis ancestros, mis muertos, los fantasmas que los vivientes han honrado en mármol:
el padre de mi padre muerto en la frontera de Buenos Aires, dos balas atravesándole los pulmones, barbudo y muerto, rodeado por sus soldados en el cuero de una vaca; el abuelo de mi madre —con apenas veintidós años— encabezando una carga de trescientos hombres en Perú, ahora fantasmas en caballos desvanecidos.
Te ofrezco cualquier revelación que puedan tener mis libros, cualquier virilidad o humor en mi vida.
Te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal.
Te ofrezco la almendra de mí que he guardado, de algún modo: el corazón central que no trata con palabras, no trafica con sueños, y no ha sido tocado por el tiempo, por las alegrías, por las adversidades.
Te ofrezco el recuerdo de una rosa amarilla vista en el ocaso, años antes de que nacieras.
Te ofrezco explicaciones sobre vos, teorías sobre vos, auténticas y sorprendentes noticias sobre vos.
Puedo darte mi soledad, mis tinieblas, el hambre de mi corazón; estoy tratando de comprarte con incertidumbre, con peligro, con derrota.

***

Gallos. Alzan, viriles, sus clamores para saludar al día que no ven. La certidumbre del gallo es un regalo inapreciable, un don que con nada puede compararse. Los niños tosen, alguien se levanta al baño, poco a poco se va la noche. Último Delicado, un poco de agua. Este espectador pide al improbable lector lo dispense por la sin duda excesiva longitud de esta entrada. Pero, como decía un orgulloso escritor francés: No escribo para que me lean; escribo, apenas, para ver si yo me leo. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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