La globalidad se impone. Y con ella la necesidad de emparejarse a ciertas regiones del mundo, de sentirnos parte de una especie de concierto universal en el cual la banderita tricolor ondee, como si se tratara de la inauguración perenne de los juegos olímpicos.
“Ahí estamos, en medio de esa multitud, un puñado de valientes nos representan”. Con el nacimiento de los Estados-nación se hizo inevitable pensar en función de países y de los símbolos que los circundan como parte no sólo de un rito entre diplomáticos y jefes de Estado, también como puerta de entrada a un sentido de pertenencia: ser parte de un algo inmenso que nos abarca.
El nacionalismo es otra de las religiones que Occidente perpetró durante los últimos tres siglos. Su teología es la supremacía del símbolo multitudinario. Una bandera, un escudo, un personaje, una comida, un paisaje representa a millones y esos millones se dibujan a sí mismos aprovechando tales características, se sienten cómodos, son algo dibujable, algo que se puede comprar en la tienda de un aeropuerto, somos visibles a los ojos del mundo. Ya no se trata de ganar una guerra o de edificar un credo frente a los herejes, ni siquiera de conquistar una tierra: el nacionalismo quiere defender(se) en el tiempo-espacio con una idea primigenia de sí mismo, es un muro introspectivo de supersticiones (desgraciados los países que ni siquiera alcanzan la unción del tópico, del lugar común, la indiferencia caerá sobre ellos). Es la victoria de la simplificación por encima del argumento y la estadística. Es la derrota de la ciencia a favor de la caricatura, es el mundo alucinado y complaciente del turista de verano.
Las experiencias de contigüidad, lo que hoy llamamos globalización, no es más que la suma de una maraña de indagaciones (comerciales, tecnológicas, culturales, científicas) y su lento y acaso atropellado debate en la escena regional, continental, internacional y las fracturas que esto provoca. Una prismática ventana para asomarse al otro, desde distintos argumentos, algunos de los cuales provienen de la indagación legítima de las élites culturales, científicas, artísticas, aunque en otros casos se trata simplemente de los prejuicios de una mayoría desinformada. ¿Quién eres tú y cómo te veo desde mi hermoso/jodido/frío/tropical entorno? ¿Quién soy yo y cómo quiero que me vean los otros?
Al respecto, y en relación con el tema mexicano, llama la atención el reciente debate que provocó un segmento de humor del programa británico Top Gear, en el cual se burlaban de un supuesto automóvil deportivo mexicano. La broma era una típica colección de clichés. El dibujo del mexicano holgazán, exótico, en medio del desierto mirando un cactus, con su particular comida e indolencia. Desde luego, la brevísima broma provocó la ira de los mexicanos y velozmente se llamó a un boicot contra Inglaterra en las redes sociales; el férreo nacionalismo se apoderó de internet y los medios de comunicación siguen rasgando sus vestiduras de altísima audiencia con el tema.
Las experiencias de contigüidad, lo que hoy llamamos globalización, no es más que la suma de una maraña de indagaciones (comerciales, tecnológicas, culturales, científicas) y su lento y acaso atropellado debate en la escena regional, continental, internacional y las fracturas que esto provoca.
Lo terrible es que así nos ven desde fuera, esa es la imagen del país más allá de las élites más o menos educadas del primer mundo: perezosos, torpes y poco modernizados. Además, con la política de guerra del actual gobierno, el panorama no es halagador, al contrario. Desde la óptica de la opinión pública y social de algunos países (la mayoría avanzados), México representa el desierto y la marginación, el exotismo y la fiesta con tequila, los disparos y el narcotráfico.
¿Cómo queremos ser vistos? ¿Vale la pena el esfuerzo o nos basta con mirarnos en el espejo de la complacencia? En ese sentido, en el diván del concierto global, el teatro mexicano se hace estas preguntas y la respuesta es más bien simple: No hay ni siquiera un tópico que nos represente. Y cuando digo teatro, pienso en las artes dramáticas en general (danza contemporánea y clásica; circo, performance, narración oral y toda la parateatralidad posible e imaginable) como un espacio de reflexión artística que no ha salido del terruño con fortuna, que se ha dibujado en el mapa continental con insuficiencia.
Más allá de brillantes esfuerzos personales, el teatro mexicano no tiene pasaporte vigente fuera de las fronteras. La internacionalización es un tema pendiente desde hace un par de décadas. En un hipotético programa de humor de las artes escénicas ni siquiera alcanzaríamos el tópico de Top Gear. Y al decir internacionalización no estoy hablando exclusivamente de giras y de apariciones fugaces en festivales, también pienso en la oferta local como parte de esa dialéctica con/en la globalidad.
En Europa el único teatrista más o menos conocido es Alejandro Luna, por quien se guarda un verdadero respeto, después se habla de Claudio Valdés Kuri, el único en activo. Vale la pena destacar la dramaturgia de Edgar Chías que cada vez se lee más allá de Tenochtitlán, tal como sucedió con Sabina Berman hace unos años. Y ni hablar de Gabino Rodríguez y Jorge Vargas, los más adelantados en salir del país con propuestas verdaderamente contemporáneas. Además de Mónica Raya, heredera del diseño espacial de Luna y de una camada de jóvenes dramaturgos que están tocando puertas regionales o internacionales, queda el performance de Gómez Peña y los esfuerzos de directores y actores por vincularse con otras regiones, países y lenguas, la mayor parte esfuerzos personales o encomiables aventuras de osadía. No se puede olvidar a Paso de Gato, una publicación con vocación iberoamericana que a pesar de su liderazgo regional tiene problemas de solvencia en el mercado local —se dice que los teatreros mexicanos no leen, o mejor dicho no pagan por leer(se)— y en contraparte el Festival Internacional Cervantino perdió su liderazgo regional, ya ni siquiera es el festival más importante de América Latina y en lugar de utilizar la profusa cantidad de jóvenes que asisten los repelen, evadiendo su responsabilidad en la creación y renovación de públicos, dejando de lado la extraordinaria posibilidad de tramar creaciones callejeras.El Festival MX de la Ciudad de México apuesta por llevar espectáculos de primera línea, pero su oferta es insuficiente, más de las veces anecdótica. El Encuentro Transversales que se desarrolla en Pachuca y Ciudad de México se ha convertido en el único espacio para atisbar ciertas propuestas novedosas y verdaderamente contemporáneas, pero no ataja la necesidad de un país entero.
Desde luego existen otros foros, otros espacios, otros lugares en los cuales hay un ida y vuelta de propuestas dentro o fuera del teatro mexicano, pero todavía sin peso específico internacional, sin tradición. Recuerdo el esfuerzo de Mario Espinosa al frente del Fonca cuando puso en práctica su México: Puerta de las Américas, que pretendía ser un mercado de artes escénicas que no existía en la lengua castellana americana. No funcionó a pesar de la alta inversión y de las buenas intenciones. Para que el teatro, la danza y el circo trasciendan el folklore primero deben constituirse esfuerzos artísticos primigenios en los circuitos internos, proyectos estéticos de largo aliento, no pequeños montajes diletantes que a pesar de su brillantez no dejan huella. Primero hay que construir cierto prestigio y saber vender(se) como en toda estrategia de marketing capitalista (nos guste o no, es lo que hay). Lo ideal sería tener propuestas de internacionalización a mediano plazo, con un discurso artístico probado y combativo, que puedan insertarse en la escala global sin aspavientos.
Argentina, Brasil y próximamente Colombia y Chile adelantarán la presencia del teatro y la danza latinoamericana en el mundo, dejando a México en segundo plano. Es curioso que el país que comparte frontera con Estados Unidos de América haya perdido tal presencia en sus escenarios, incluso en el circuito “latino”. En buena parte de los países emergentes se constituyen microempresas culturales, compañías que dedican sus esfuerzos a consolidar un estilo, una oferta, una forma de ejercer el oficio con la mirada puesta en el extranjero. En contraparte, en México se aspira a sobrevivir, a lograr pequeños montajes o directamente se destina la mitad del mísero presupuesto público a una malograda Compañía Nacional de Teatro.
Más allá de brillantes esfuerzos personales, el teatro mexicano no tiene pasaporte vigente fuera de las fronteras. La internacionalización es un tema pendiente desde hace un par de décadas.
Aquí me detengo y pregunto, con el dinero que se le otorga anualmente a la Compañía Nacional de Teatro ahora a cargo del maestro Luis de Tavira, ¿cuántas obras, cuántos montajes, cuántas compañías podrían viajar por el mundo ofreciendo sus puestas en escena? Si el gobierno mexicano destinara una parte de ese presupuesto a pagar boletos de avión para grupos consolidados que tienen invitaciones para el extranjero, ¿podríamos salir definitivamente del rancho? Pienso que sí.
No sólo nuestras pequeñas industrias culturales de artes escénicas atraerían a mediano plazo prestigio y dinero del exterior —que reinvertirían en sus montajes, logrando ser parcialmente autogestionarios—, también abrirían la puerta a un intercambio que se hace indispensable en tiempos de globalización. Ir más allá del lugar común, lavarle la cara al país en el extranjero es una virtud de las artes, absolutamente desaprovechada en México. ®