Guillermo Fernández fue un hombre bueno, un escritor atípico y un espíritu soberanamente libre, tan precoz para esto último que cuando aún no terminaba la primaria se escapó de su casa. Solía decir lo que pensaba y lo hacía sin mala leche, con buenos modales y conocimiento de causa.
El grupo de asaltantes que el pasado 30 de marzo privó de la vida a Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932–Toluca, 2012) no supo que había entrado a robar a la casa de un hombre cuya única gran riqueza era él mismo, es decir, un tipo de riqueza que no es canjeable por nada material. Tal vez por eso cuando los malhechores se introdujeron al departamento que el escritor tapatío habitaba en la capital mexiquense y descubrieron que en la pequeña estancia no había casi nada para robar (un modesto equipo de sonido, libros, discos compactos con una clase de música que les debió parecer rarísima y algunos cuadros ajenos al gusto convencional) se sintieron frustrados.Pero como ya estaban en el interior del domicilio donde el escritor vivía solo, decidieron registrar con detenimiento toda la estancia en busca de dinero, joyas o algún otro objeto vendible y fácil de llevar. Luego, a fin de que su víctima no los estorbara en el pillaje, decidieron atarlo, amordazarlo e inmovilizarlo. Esto hicieron con un hombre de casi ochenta años, a quien en un exceso de crueldad todavía le asestaron un duro golpe en la cabeza, privándolo momentáneamente del conocimiento y, a la postre, también de la vida. Después revolvieron el departamento y al no dar con el tipo de cosas que esperaban hallar se marcharon dejando atada y agonizante a una persona que tuvo la pésima fortuna de haber aparecido, a los ojos del grupo de maleantes, como una presa fácil. Así se podría resumir el parte policiaco difundido por diversos medios de comunicación.
Siempre será motivo de lamentación el asesinato de un ser humano y máxime cuando se trata de una persona de bien. En el caso de Guillermo Fernández se trató también de una víctima absoluta —¡una más!— de la galopante inseguridad que se han enseñoreado de la vía pública y de domicilios de nuestro país, un flagelo social contra el que las autoridades (de todos los niveles y órdenes de gobierno) han sido punto menos que impotentes.
Guillermo Fernández fue un hombre bueno, un escritor atípico y un espíritu soberanamente libre, tan precoz para esto último que cuando aún no terminaba la primaria se escapó de su casa. Solía decir lo que pensaba y lo hacía sin mala leche, con buenos modales y conocimiento de causa. Fue también un verdadero self-made man, pues pocos como él pueden presumir de haber llegado a ser lo que son o han sido únicamente con sus medios, sin relaciones influyentes ni padrinazgos poderosos. Se trató también de alguien que halló en la poesía (en la propia y en la de los demás) su principal razón de ser, aun cuando le gustaba decir —en parte por convicción, aunque también para provocar a varios de sus colegas— que incluso los “versitos” mejor hechos no pasaban de ser un eco asordinado del portento supremo de la gran música: Bach, Beethoven, Brahms, Schumann, Mahler, los Beatles, Lucha Reyes, las valonas de la Tierra Caliente de Michoacán, entre otra clase de compositores e intérpretes que tenía en la más alta estimación.
Guillermo Fernández fue un hombre bueno, un escritor atípico y un espíritu soberanamente libre, tan precoz para esto último que cuando aún no terminaba la primaria se escapó de su casa. Solía decir lo que pensaba y lo hacía sin mala leche, con buenos modales y conocimiento de causa.
Fue igualmente un buen homo viator, para decirlo con la feliz expresión a la que era tan afecto otro gran tapatío (Antonio Gómez Robledo), pues Fernández fue alguien que viajó por distintas partes del orbe y halló en Italia (particularmente en la región de la Toscana) una tierra de deslumbramiento, donde tuvo la certeza de haberse encontrado a sí mismo hasta el punto de tomar a la cuna del Renacimiento como lugar de residencia durante largos años. Esa residencia no sólo sería benéfica para él, sino también para la literatura mexicana, pues desde ese momento comenzó a traducir —de un modo magistral, vale decirlo— a una legión de poetas y prosistas italianos de muchos quilates (clásicos y emergentes), escritores que eran poco o mal conocidos en nuestro país aun entre escritores y profesionales de la literatura. Esa encomiable labor de traductor, que ejerció hasta el final de su vida, es algo que nuestra veleidosa república literaria aún no acaba de reconocerle a cabalidad.
Con el trato afectivo, el estímulo y la asistencia informal pero sabia de escritores tan excepcionales como Luis Cernuda, Carlos Pellicer o de su paisano Juan José Arreola, a cuyo conspicuo taller literario asistió por algún tiempo, Guillermo Fernández le fue dando forma, poco a poco, a una obra poética personal, de una consistencia granítica, libre de ramplonerías y autocomplacencias, muy parca en cuanto a volumen pero abundante en hallazgos, y tan antirretórica que no fueron pocos los casos en que la hechura de un poema fue concluido no tanto con su escritura, sino más bien con su des-escritura, hasta el punto de resolver a veces toda la composición con un único verso: “Ojo de ciego mirando la eternidad”.
El poema anterior, titulado “La hoja blanca”, bien podría ser tomado como su poética personal, un arte poética minimalista (menos es más) que aspira a decir lo indecible, lo que, siguiendo el dicho de Arreola, sería la meta última de la verdadera poesía. Más que otros autores de su generación, Fernández se sintió atraído poderosamente por indagar lo que significa ser y estar en el mundo. Poder celebrar y cantar el hechizo que ejerce la belleza (uno de los misterios mayores de la existencia) fue algo que siempre atrajo al poeta tapatío, y quien no pocas veces tocó la textura de ese misterio y consiguió hacerlo de manera óptima en poemas como “Espejo”, tan contenido en su forma como expansivo y profundo en su alcance: “En tu espalda desnuda/ se ha quedado dormida/ la otra faz de la luna”.
A sus amigos-colegas y a los no pocos alumnos que tuvo en los talleres literarios (formales e informales) que dirigió les decía que la mayor recompensa del oficio de escribir (que dijera Cesare Pavese, cuya poesía completa tradujo) consistía precisamente en poderlo practicar y no en los aplausos, reconocimientos, publicaciones, becas, premios y otros masajes al ego que, eventualmente, se pudieren derivar de tal oficio.
No fueron pocas las virtudes intelectuales y morales que engalanaron su personalidad hasta hacer de ella eso que los francés llaman un bel esprit. Entre las prendas y cualidades que Guillermo Fernández cultivó con esmero y a raudales, a lo largo de su vida, estuvieron la generosidad, la gentileza (el don que decía apreciar más del pueblo italiano), la amistad, la modestia, un gozoso y contagiante sentido del humor, así como una sabiduría y un magisterio informales y libre de toda presunción, porque si hubo algún tipo de personas que no soportaba era el de los pedantes y mamones, una especie que por lo mismo siempre fue el blanco favorito de su afilada ironía.
Con su terruño, del que voluntariamente se alejó desde los tempranos años de su infancia y al que sin embargo volvía de vez en vez, siempre mantuvo una relación afectiva. Y es que Guadalajara no sólo representaba para él la ciudad de su familia y de buena parte de sus amigos, sino también otras cosas entrañables: el lugar donde despertó a la vida; donde prosperó el prodigio futbolístico que llegaría a ser conocido como el Campeonísimo; el del León moribundo que orna el mausoleo del arzobispo Francisco Orozco y Jiménez y que él consideraba la pieza escultórica más hermosa de la ciudad, tanto que cada vez que venía buscaba la manera de pasar a verla a la Catedral, y de El Tequileño, el tequila de su predilección, tanto así que la última vez que estuvo en Guadalajara, pocos meses antes de su asesinato, compró una caja entera de ese bebestible: “Es que estaba en oferta y además no lo consigo en ningún otro lado”. ®