Un país siempre en llamas

El color de la incertidumbre

México lindo y querido, convulso y agitado, país de las mil maravillas y de los grandes desatinos, generoso y al mismo tiempo hostil, acogedor y violento, diverso y clasista, lugar en el que se loa a la mujer en las canciones populares mientras que en la vida real se la ultraja; que se dice un país democrático pero los gobiernos tradicionalmente son autoritarios, presidencialistas hasta lo faraónico… El reino de las contradicciones.

«El buitre». Fotografía © Héctor Guerrero.

Esbozar una visión forzosamente incompleta, como extranjero —aunque lleve más de la mitad de mi vida en el país—, conlleva el riesgo de caer en estereotipos fáciles que ya han sido ampliamente desgranados hasta convertirlos en un lugar común, a pesar de que luego la realidad se encargue de desmentir cualquier idea preconcebida. Que si es un país de contrastes, que si la riqueza de los pueblos originarios y el fastuoso pasado prehispánico, su folclor y tradiciones, que si la exuberancia y majestuosidad de la naturaleza y sus playas, que si la belleza diversa de sus mujeres, que si su potente gastronomía y mi casa es tu casa, la célebre hospitalidad que es todo un rito social y, por otro lado, también lo arraigado de la corrupción, de la clase política, del funcionariado, de los policías de tránsito y un largo etcétera de mecanismos engrasados por la famosa mordida.

Pero ¿quién en algún momento no ha recurrido a soltar una lanita para solucionar una situación embarazosa que podría llegar a mayores, agilizar un trámite o saltarse una fila? Yo mismo he tenido que recurrir en un par de ocasiones a un arreglo con las autoridades, una falta de tránsito menor y el otro par, directamente para evitar mi merecida deportación, tales fueron los embrollos. La corrupción es una acción en la que todos participan, el que recibe y el que da. Un vicio endémico, aunque ahora se trate de combatirlo abiertamente, veremos con qué grado de éxito y si realmente se va a poder extirpar el tumor.

Otro tema aparte es la violencia que sacude al país entero de manera flagelante, instaurado el espanto y el horror en la vida cotidiana de muchas comunidades y territorios, y de rebote a la sociedad entera, nunca se sabe cuándo te puede tocar un asalto, una extorsión o una bala perdida. Si además eres mujer, los riesgos se multiplican incluso en el propio hogar.

La vivencia en México siempre es intensa, estímulos no faltan —peligros tampoco—; plantea más preguntas que respuestas y obliga a repensar la existencia en términos de trascendencia y también de presentismo, gozar el aquí y el ahora, luego quién sabe; el tiempo presentáneo de la Costa Chica que diría Da Jandra, y también el de los jóvenes sicarios con sus urgencias, para ganar dinero fácil, para morir…

Comer en una fondita de mercado asediado por gente humilde que pide limosna o tratan de vender alguna exigua mercancía, ya sean chicles o peines de madera, no es algo a lo que sea fácil acostumbrarse. La comida termina por atragantarse.

Nada, o muy poco, está garantizado en la actualidad y el futuro es incierto, cuando los planes de pensiones en la jubilación casi no existen, a no ser que sean privados o se haya laborado en instituciones de gobierno.

Hay que armarla a como dé lugar, de un modo u otro. Camarón que se duerme se lo lleva la corriente. No hay manera de prosperar si no se han tenido alternativas de formación, de acceso a la educación y las consiguientes habilidades para el desempeño social. Sin amistades ni conocidos —el famoso necte— que abran puertas es muy difícil, por no decir imposible, escalar socialmente. Muy extendida la idea de quien no transa no avanza.

Uno de los aspectos que más sorprenden al arribar al país —sobre todo si uno llega de Europa y no de Haití—, en mi caso a la Ciudad de México, es la abrumadora desigualdad reinante, palpable en las calles de la ciudad. Comer en una fondita de mercado asediado por gente humilde que pide limosna o tratan de vender alguna exigua mercancía, ya sean chicles o peines de madera, no es algo a lo que sea fácil acostumbrarse. La comida termina por atragantarse.

La miseria, aunque moleste y duela a quienes la ven, acaba normalizándose. Sobrevuela la ley del sálvese quien pueda. Paradojas del catolicismo piadoso, tan prolífico en imágenes de procesiones masivas y festejos populares dedicados al santo patrón o patrona. Otra de las señas de identidad de tan guadalupano país. Hordas de depauperados rindiendo culto a la virgen a la espera de ese milagro que nunca llega. A no ser que sobrevivir un día más no sea ya suficiente milagro. Regalo de dios, es la leyenda que portan algunos camiones de transporte público cuyo interior luce como discoteca con amplio despliegue de foquitos multicolores.

El tan publicitado México Mágico, esa visión idílica, es un mito, no porque no sea verdad —veinte millones de visitantes al año lo pueden atestiguar, aunque a los turistas les pase inadvertido que haya políticos obesos que lleguen a los mítines en coche fúnebre y metidos en un ataúd o que un candidato enmascarado se quede completamente mudo en una entrevista en televisión—, sino porque se combinan la magia y la tragedia, la majestuosidad de la naturaleza y la grandeza de la historia con lo duro de la supervivencia cotidiana para los actuales herederos de los imperios azteca y maya, entre los que se instaura el reinado de lo precario, de lo evanescente, del expolio y explotación de grandes territorios; lo que hoy es, mañana puede dejar de serlo por efecto de una salvaje entropía devoradora de expectativas, cuando no de la vida misma.

No hay producto que no pague diezmo al crimen, desde el aguacate michoacano hasta el pescado en su camino desde las costas, y es en definitiva el ciudadano de a pie quien acaba pagando todo ese exceso de cuotas. No hay dinero o mercancía que se mueva que no sea parasitado, que de un modo u otro no alimente las estructuras del crimen en un narcoestado.

Como es el caso de cientos de mujeres, periodistas, activistas ambientales y jóvenes —sicarios y militares por igual en la cruenta y eterna guerra contra el narco—, sólo por mencionar algunos de los grupos más vulnerables, que alimentan de forma alarmante las estadísticas de muertes no naturales y desapariciones forzadas. En México pareciera que es cierto que la vida no vale nada, y en esta temporada de elecciones que acaba de terminar, casi un centenar de candidatos de diversas fuerzas políticas fueron asesinados y muchos más recibieron amenazas de algún tipo; un macabro juego democrático condicionado por las acciones del crimen organizado que trata de imponer su funesta ley. No hay producto que no pague diezmo al crimen, desde el aguacate michoacano hasta el pescado en su camino desde las costas, y es en definitiva el ciudadano de a pie quien acaba pagando todo ese exceso de cuotas. No hay dinero o mercancía que se mueva que no sea parasitado, que de un modo u otro no alimente las estructuras del crimen en un narcoestado.

Por otro lado, la desinformación de la población es crónica y la mayoría de los periódicos y estaciones de radio y televisión que pertenecen a grandes consorcios están más concebidos como negocios que como parte fundamental del derecho de los ciudadanos a ser informados con objetividad y veracidad. Y esto vale para cualquier plataforma y medio. Todo el espacio en el aire se vende, incluida la información, aunque afortunadamente existan excepciones de periodistas comprometidos ya no sólo con su trabajo, sino también con su misión social.

México siempre me ha parecido un país inabarcable, de códigos profundos, casi impermeables, sobre todo a ojos de un extranjero. Aunque existen ciertamente varios niveles de extranjería, en mi caso el idioma común —matices y albures aparte— me permitió una zambullida inmediata en una nueva realidad con una muy particular idiosincrasia…

Los escándalos quedan sepultados en el olvido bajo el predominio de la versión oficial y la avalancha de noticias de relleno, intrascendentes; parte del show mediático que abona a la confusión y la infodemia, en una ecosfera mediática dominada por fake news, el twitter —y casi todas las redes sociales— como arma arrojadiza y para esparcir bulos, bots a mansalva y algoritmos que conforman una guerra sucia que se libra en el omnipresente y ubicuo espectro dedicado a la comunicación social. La mentira sale muy barata y es el abono ideal para la polarización que lastra la posibilidad de verdaderos debates e influye en la percepción de la arena política y en la decisión de voto. Retorcer a tal punto la realidad que distorsiona incluso el concepto de democracia, hasta dejarla como un perro apaleado en la que cada vez menos creen.

México siempre me ha parecido un país inabarcable, de códigos profundos, casi impermeables, sobre todo a ojos de un extranjero. Aunque existen ciertamente varios niveles de extranjería, en mi caso el idioma común —matices y albures aparte— me permitió una zambullida inmediata en una nueva realidad con una muy particular idiosincrasia, arraigada incluso en gestos indetectables, silenciosos, ocultos a primera vista, más allá del deslumbramiento por el efecto de la luz cenital, la exuberancia del trópico y por la visión de decenas de pajarillos muertos en las banquetas ahogados por la contaminación. El pensamiento mágico impera, aunque la realidad cotidiana sea explosiva y de tintes catastrofistas.

Parte de esa idiosincrasia sólo se va descubriendo con el paso de los años —como por ejemplo la inmensidad de tiempo muerto que cabe en un ahorita—, y aun así muchos matices se escapan y otras certezas se van afianzando, como la evidencia de cierta resignación ante la fatalidad y el infortunio, pero también la asombrosa capacidad para levantarse y seguir adelante. En todo caso, la comprensión nunca será total. Pero es que México dista mucho de ser solamente un país, son muchos en uno y las distintas realidades nunca son monolíticas, más bien poliédricas y multidimensionales, culturalmente disímiles. Decir que es un país de contrastes, además de lugar común, se queda corto. Es un mundo de universos paralelos y a veces raramente confluyen, si acaso, en la convivencia distante del servicio doméstico en los hogares acomodados.

La realidad es orgánica y convulsa, aunque ciertos valores o dogmas sean inquebrantables —la superioridad moral del licenciado en una sociedad clasista— y la movilidad social sea muy limitada, sobre todo para los prietos y para los integrantes de los pueblos originarios, en un país que ensalza la minoritaria güerez, una herencia de un pensamiento todavía colonial y ciertamente aspiracional. Por ese mismo motivo, el estrato social de bajos recursos —la gran mayoría— está en perpetua ebullición como magma incandescente. La necesidad impone su agenda. La solidaridad popular y el ingenio para sobrevivir atenúan las carencias en tiempos de penurias o desastres naturales. Otras veces, quizás demasiadas, el gandallismo es la norma. Ante la ausencia de un verdadero Estado de derecho, por si acaso siempre hay que tomar ventaja, aunque sea en detrimento de los demás, socavando el concepto de convivencia e incluso el de sociedad vista en su conjunto. La basura esparcida por doquier sería una metáfora útil de esto último. La idea de espacio público desfallece.

Como nada está ganado de antemano, no hay descanso alguno. La chinga es perpetua. Por eso, el mito del mexicano como un ser perezoso, una visión impuesta por el imaginario hollywoodense, es una falacia, porque en realidad la sociedad mexicana siempre está en acción, en muchos casos por estricta necesidad. No es nada fácil sobrevivir en este país —rico en recursos y de naturaleza pródiga—, menos sin mucho esfuerzo, que se puede traducir en salarios muy bajos en régimen de desprotección o en largas horas de camino para llegar al trabajo con un transporte tan oneroso como deficiente, y así con muchos otros aspectos, como la punzante inflación y lo costoso de los productos básicos. Más caro un litro de leche que un refresco rebosante de azúcar que malnutre la obesidad.

México es un país que por un motivo u otro siempre está en llamas, unas veces asolado por catástrofes naturales —temblores, erupciones, huracanes, inundaciones…— y la mayor de las veces por crisis sociales de envergadura, salpicadas constantemente por escándalos políticos ligados a la corrupción, deporte favorito de la oligarquía tropical, que va rotando cada sexenio sumiendo al país en una ruina crónica y en la anorexia de recursos para los servicios públicos.

Además, sucede que los puentes del metro se derrumban o que haya que llevar 50 pesos en la bolsa destinados a los asaltantes de combis para no recibir una madriza —o un balazo— por ser tan miserable. Mientras, las culturas y tradiciones de los pueblos originarios resisten a duras penas, cuando quizás su sentido comunitario y de respeto al territorio sean clave si finalmente el capitalismo colapsa o el desastre ecológico nos invade, si es que no lo ha hecho ya. Mientras, sobreviven subyugadas como en tiempos de la colonia con las migajas que les deja el turismo —claro está, a los territorios donde llega.

En todo caso, México es un país que por un motivo u otro siempre está en llamas, unas veces asolado por catástrofes naturales —temblores, erupciones, huracanes, inundaciones…— y la mayor de las veces por crisis sociales de envergadura, salpicadas constantemente por escándalos políticos ligados a la corrupción, deporte favorito de la oligarquía tropical, que va rotando cada sexenio sumiendo al país en una ruina crónica y en la anorexia de recursos para los servicios públicos, como la educación —creando una brecha social insalvable— o el sector salud, como la pandemia del coronavirus ha puesto en relieve. Las consecuencias de la corrupción y el paulatino adelgazamiento de la sanidad pública no sólo se han sufrido aquí, sino que ha sido la norma en muchos países que abrazan el libre mercado y el neoliberalismo. La salud para quien pueda pagársela, y en México, es cara, muy cara. Pero ¿qué significa pagar mil pesos por la consulta a un médico de cabecera privado si hay partidos políticos que ofrecen dos millones de pesos por un tuit y un retuit a conocidos influencers en la pasada campaña electoral?

En medio de este caos la clase media, o lo que queda de ella, trata de navegar con sus propios medios, salvando numerosos escollos y mirando hacia adelante, empujando de manera ardua el maltrecho proyecto de nación. Una gran parte de la población con bajos recursos vive totalmente en el desamparo y en la inmediatez del día a día, sin poder elaborar proyecciones de futuro o hacer frente a los imprevistos. No queda de otra más que aguantar y encomendarse al santo patrón de la preferencia de cada quien.

En medio de este caos la clase media, o lo que queda de ella, trata de navegar con sus propios medios, salvando numerosos escollos y mirando hacia adelante, empujando de manera ardua el maltrecho proyecto de nación. Una gran parte de la población con bajos recursos vive totalmente en el desamparo y en la inmediatez del día a día.

A pesar de que el entramado de la política mexicana —o más bien, necropolítica— ha sido para mí siempre un misterio, México es un país con una gran energía rebosante de talento individual y muy resiliente. La gran mayoría de la gente, las personas comunes, constituyen su verdadero tesoro, ejemplos de ello sobran, sobre todo entre los colectivos de mujeres o de defensa del territorio frente al expolio de las transnacionales. De todos modos, hay una luz que parpadea débilmente al final del camino. Pareciera que los hábitos democráticos se van afianzando y hay esperanzas de que el país experimente un verdadero cambio transformador, deseando que no sea para peor. La paciencia de los mexicanos tiene un límite.

Mientras tanto, la vida transcurre inmersa en un intenso patriotismo que no siempre se traduce en un ánimo soberanista —en temas como la alimentación, la industria y un largo etcétera que incluye a más de tres millones de avispados, y pudientes, mexicanos que han viajado a Estados Unidos para vacunarse contra la covid–19—, sino en un orgullo basado en un abstracto amor a unos colores, símbolos y arraigadas costumbres y tradiciones, que si la selección nacional de fut, celebraciones de fraternidad nacionalista —muchas veces etílicas— y fiestas patrias que conmemoran un pasado que siempre fue mejor, o por lo menos más heroico, en un no dejarse pisar ni por el vecino del norte ni por nadie y a la par un desprecio por lo propio, ensalzando lo extranjero pero odiándolo en secreto. Paradojas del malinchismo. Todo ello al son del mariachi armónico, ruidoso y triste, básicamente de índole patriarcal y machista; una letanía de abandonos y desamores, un clamor de macho herido pero orgulloso de haber nacido aunque tan sólo sea para cantar sus penas y echarse unos buenos tragos de tequila, mientras quizás aporrea a una mujer.

Más allá del policromático mosaico cultural y social de México, el color que hoy predomina es el de la incertidumbre.

Que diosito nos agarre confesados. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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