Una visita a Maximón

Entre tu nahual y Jesús

Zunil es un pueblo maya-quiché del occidente de Guatemala, para poner alguna referencia está a cuatro horas de la capital del país y a un poco menos de dos horas de la frontera con México, la Frontera Sur, le llaman.

El poblado es particularmente bello por la geografía (rodeado de verdes montañas), por la arquitectura (tradicionalmente las casas eran de adobe y techos de teja de barro, hoy, gracias a las remesas, el pueblo cuenta con gigantescas casas de por lo menos tres pisos, construidas con block y con cualquier cantidad de colores, formas y texturas) y una imponente iglesia colonial con uno de los retablos más hermosos de la región. A los gringos les fascinan sus colores, su mercado, mujeres indígenas hablando quiché, las callecitas de piedra, todo un coctel para el turismo buena onda.

“¿Mire, no sabe por dónde anda Maximón ahora?”, pregunto a una señora del pueblo que con indiferencia sigue su camino. “Es mejor preguntar en la cantina”, le comento a mi amigo salvadoreño a quien traigo a Zunil para que conozca a este hermano, a este tata. “No sé decirte si llamarlo Maximón o San Simón, ni sé qué decirte de sus orígenes ni de su simbología profunda, pero intuyo que es la solución a muchos de nuestros problemas”, le amplío a mi compadre que sigue sin entender bien de qué va la cosa.

Y es que, efectivamente, Maximón es difícil de explicar, la referencialidad occidental se queda corta y la maya puede que también, porque en realidad es otro mágico resultado del sincretismo, es una especie de santo y anciano maya, un piadoso interventor ante Dios y a la vez un sabio anciano que nos da consejo, que nos acompaña y nos cuida, “está entre tu nahual y Jesús”, como me trató de explicar una amiga.

Su representación varía según el lugar (hay varias en el territorio guatemalteco) pero ésta, la de Zunil, es la de un hombre maduro, sentado en una silla (humilde trono), con unos lentes de gota oscuros, un pañuelo atado a la cabeza y un sombrero, traje, corbata, camisa blanca y guantes negros en las manos, decir que es un muñeco de madera es un poco incómodo, pero podría ser una forma de describirlo. A su derecha la vara, símbolo de poder y sabiduría, el Aj Mam, también se dice que le dicen, o sea el abuelo de la vara.

Con cierta periodicidad Maximón cambia de casa, la cofradía encargada de su cuidado se encarga de moverlo, esta vez está en una casa de cuatro niveles, vacía. El primer nivel es para él, su espacio, y en el segundo hacen las ceremonias, que podríamos entender desde los ceremoniales mayas, dependiendo de la casa éstas se hacen en el patio o en un cuarto contiguo, da igual. Por ahora estamos en el cuarto de Maximón, iluminado por la mezcla de luz natural, luces eléctricas blancas y luces de velas.

Maximón es difícil de explicar, la referencialidad occidental se queda corta y la maya puede que también, porque en realidad es otro mágico resultado del sincretismo, es una especie de santo y anciano maya, un piadoso interventor ante Dios y a la vez un sabio anciano que nos da consejo, que nos acompaña y nos cuida, “está entre tu nahual y Jesús”, como me trató de explicar una amiga.

Ese día una familia rodea al abuelo (yo personalmente lo percibo como una especie de tío, el tío que siempre está ahí, duro y solidario, arrecho), familia mestiza, cinco hijos y la madre, ella, sacerdotisa y protectora toma a cada uno de sus descendientes y les limpia con un manojo de ruda, la hierba de la limpieza por excelencia. Se las pasa por todo el cuerpo con movimientos rápidos y bruscos hacia el exterior, “Fuera, que salgan”, se escuchan las peticiones de la señora que se mezclan con pequeñas risas, sobretodo cuando las ramas golpean la entrepierna. Al terminar la limpia, toma la vara del altar y cubre el espíritu de sus herederos haciéndoles varias cruces por todo el cuerpo y asegurándose de que la vara pase rápidamente por todo el contorno, pincel espiritual. Durante todo el rito cada uno sostiene un octavo de botella de aguardiente en una mano, que al final destapan para que la madre beba un sorbo y se los escupa encima como fuego líquido, pureza etílica.

Al terminar, la hija mayor repite el ritual con la madre. Luego toda la familia, como un coro de ángeles, sostiene una vela en la mano que cada uno coloca en las piernas de Maximón, después ofrendan lo que quedó de su octavo de aguardiente y recuestan al abuelo para verterle el trago en la boca.

Durante este tiempo mi amigo y yo observamos el rito con una muy ingenua devoción. Entonces dos señores hacen su aparición en el salón, camisas blancas, bigotes espesos, barrigas experimentadas y hebillas brillantes, botas, claro está. Esperan en silencio su turno.

La familia termina y mientras la madre levanta sus cosas ellos empiezan a ocupar su lugar. El más joven saca dos mazos de cartas de la baraja española y cuatro latas de cerveza. La madre se indigna y no duda en espetarles, “A él solo le gusta la Indita”, refiriéndose a la marca del aguardiente que levanta con su mano, enseñándoles. El guía de la ceremonia responde en un claro acento mexicano “Es que no supimos dónde comprarle”, prolongando la e final. Ella ríe y pregunta de qué parte de México, “Tapachula”, ambos.

Cada quien vuelve a lo suyo, salvo que ella interrumpe el inicio de la ceremonia de los tapachultecos para pedirle a su hijo que le tome una foto con el Tata, el muchacho saca su blackberry.

Ahora sí, el servidor se arrodilla y coloca las cartas en las piernas de Maximón, las barajea, las golpea contra sus manos mientras logramos escuchar, “Hermano, hermano, yo soy el extranjero”, como una letanía extraña, “El extranjero, el extranjero, el extranjero”, se empina la cerveza, barajea nuevamente las cartas, se postra y repite “Hermano San Simón, hermano guatemalteco, yo soy el extranjero, el extranjero, el extranjero, yo soy el extranjero, hermano San Simón, hermano guatemalteco”.

“Y ustedes, ¿no van a ir a saludarlo?”, nos pregunta la madre que nos ve a punto de salir del lugar, “Vayan a tocarlo, tóquenle su mano”. Al fondo logramos ver el baño-escupida de cerveza que cae en el rostro del hermano mexicano, y salimos del salón a tomar uno de esos que los gringos llaman chicken bus. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, marzo 2011

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