A velocidad de la luz el tiempo cesa de fluir y para el rayo emergido en el primer instante del universo no ha transcurrido tiempo alguno, ni trece mil millones de años ni un segundo: nada, y el instante de la creación continúa y continúa y continúa.
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© Horst Schäfer
Un soldado en las trincheras de la Gran Guerra calculó el límite de no retorno y por él lleva su nombre: de Schwartzschild. Pero las conocidas leyes de la conservación de la materia y la energía, multicomprobadas, permiten inferir la fuerza gravitatoria de esa materia en caída constante, que quizá se abre en otras dimensiones para dar nacimiento a otro universo, plop, plop, plop.
Pero el metal no tiene ese límite y recubierto de vidrio en estaciones de trenes y fábricas o sin recubrir en torres de altura nunca imaginada ofrece nuevas constantes a la vieja ecuación: ¿cuán larga puede ser una viga de acero antes de pandearse por su propio peso? Mucho, y más cuanto más sea la altura respecto de la base. Pero si no es una viga recta, como la piedra rectangular sobre columnas, sino curva, se reinventa el arco: otro material y la vieja forma tiende a otro límite y los ingenieros, que ya estudiaron a Newton y a Leibniz, hacen cálculos precisos. No rebasan el límite porque lo ven, sobre papel y lápiz, mostrado por las derivadas y las integrales. La materia es la primera en obedecer sus propias normas, y crea la doble cúpula, la redondez por arriba y abajo cuando no existe ni el arriba ni el abajo, las estrellas. Y así la materia se acomoda en perfecto equilibrio para siempre: diez soles, veinte soles. La suma parece no tender hacia ningún límite. Pero lo hay. El átomo también se derrumba si le encimamos peso, masa, se destruye como las bóvedas caídas bajo el empuje de una mano gigante. La insoportable presión funde en una sola masa bóvedas y columnas derramadas por el suelo. Su límite es el piso agrietado por los golpes de las rocas caídas. Las bóvedas del átomo, los electrones en su órbita, se derrumban sobre el núcleo en el centro de estrellas mayores que la nuestra, las cargas eléctricas opuestas se fusionan bajo el empuje de las capas exteriores que en la estrella han perdido sustento. Cuando el derrumbe estelar concluye tenemos los restos del terremoto concentrados, una catedral caída, una esfera de neutrones, la partícula de carga neutra que por eso puede acomodarse lado a lado sin rechazo. En una piedra muerta con pocos kilómetros de diámetro ha quedado convertida la hornaza estelar. El límite último. Pero no lo es: si aumentamos el tamaño de esa estrella de neutrones, su interior vuelve a derrumbarse, ¿hacia dónde?, hacia adentro, sea eso lo que sea, y la masa estelar, que curvaba el espacio con su sola presencia y doblaba un rayo de luz al pasar cercano, produce una curva de curvatura infinita para salir de cuya gravitación, como la piedra lanzada al aire y que no vuelve a caer porque superó la velocidad de escape sobre el planeta, es necesario acelerar a velocidad mayor que la luz; pero a velocidad de la luz el tiempo cesa de fluir y para el rayo emergido en el primer instante del universo no ha transcurrido tiempo alguno, ni trece mil millones de años ni un segundo: nada, y el instante de la creación continúa y continúa y continúa. Por eso no hay velocidad mayor y aún así no es suficiente para salir de esa curvatura del espacio producida por la materia en eterna caída, el hoyo negro. Un soldado en las trincheras de la Gran Guerra calculó el límite de no retorno y por él lleva su nombre: de Schwartzschild. Pero las conocidas leyes de la conservación de la materia y la energía, multicomprobadas, permiten inferir la fuerza gravitatoria de esa materia en caída constante, que quizá se abre en otras dimensiones para dar nacimiento a otro universo, plop, plop, plop. Y muchos apenas viven y otros son yermos como energía pura y radiante y alguno se hace grumos y los grumos son materia que un día se ve a sí misma y reflexiona sobre su origen y seguramente se equivoca en esas reflexiones como el perro que mordisquea un CD con el libro primero de El clave bien temperado, en idioma binario sólo legible por un minúsculo rayo de color muy puro.
Por eso, no por las deliciosas y enormes ostras de chez Procope, el restorán donde comieron Voltaire y Diderot y otros que para éstos ya habían muerto; ni por el frío que permite a Fauchon mostrar sobre la acera una entusiasta fuente de langostas, flores, frutas y pasteles lanzados a la mañana azul en surtidor imposible hasta en la escuela de pintura veneciana; ni por la humedad que aguijonea los negros castaños arrancándoles los primeros brotes de yemas verdes en las ramas entumecidas bajo las que asoman sus cabezas los tulipanes rompedores de escarcha; ni por el peso de los muertos en el que no es menos el chaparrito Brad Davis que puede asestarle al milagro maduro que es Jeanne Moreau cantando each man kills the thing he loves, un helado you?… you are just a woman porque Brad marinero en el neblinoso puerto de Brest sobre una cama de puta sólo piensa en su hermano Robert que no es su hermano sino la ola del amor y el crimen, su soledad, su boca en el espejo, su erección segura, más que el capitán a quien le pide no tendré paz hasta que me penetres, pero de tal forma que ensartado me mires, extendido sobre tus muslos, como una Pietà mira a Jesús muerto, frase que llega de veinte años atrás, de un verano sofocante entre las enormes hojas inmóviles de los pesados castaños, un calor de vino blanco y cestillo de paja sobre la grama, que vuelve sin prisa como un verde colibrí de reflejos turquesa, un calor que pintó Renoir, quien ya se ha ido, calor que volverá cuando no quede nadie ahora viviente, en este instante, en éste, éste. ®
[De El vino de los bravos (y unos tequilas), México: Planeta, 2011]