Xanga pa’ mí

O Santana y yo

Este texto es sobre Santana y yo. “¿Tienes tiempo?”, preguntó mi terapeuta. Llevaba yo cuarenta minutos hablando sin mucha ilación sobre la crisis que vivo desde hace varios meses y su pregunta me tomó por sorpresa. “Te voy a poner la pipa y le vas a jalar”.

Carlos Santana en el Festival de Woodstock, 1969.
Hasta hoy [Carlos Santana] todavía me envía mensajes de texto para recordarme que las únicas tres cosas que puedo controlar son mi motivo, mi intención y mi propósito.
Rob Thomas

El 16 de agosto de 1969 una banda hasta ese momento desconocida subió al escenario de Woodstock. Lejos de ser un grupo de rock convencional, Santana, procedente de San Francisco, se dedicaba a fusionar sonidos: tenían, por supuesto, bajo, batería y teclado, pero la fortaleza de su propuesta musical se cimentaba en dos pilares: su doble dotación de congas, que le daban al grupo un sonido tribal con guiños a la cultura musical africana, y la guitarra de Carlos, un músico flacucho de 22 años y de origen mexicano que esa tarde habría de deslumbrar al mundo con su virtuosismo para tocar su Gibson SG.

La anécdota ha sido contada por Carlos Santana (Autlán, 1947) en diversas ocasiones y con variaciones mínimas: apenas llegado a Woodstock fue recibido por el también músico Jerry Garcia, quien le dio dos cosas: una, la noticia de que, con suerte, Santana subiría al escenario del festival alrededor de la una o dos de la mañana, y dos, una dosis de LSD —en algunas versiones el guitarrista menciona que fue mescalina, otro alucinógeno, pero para los efectos y el resultado de la anécdota el estimulante es lo de menos.

Carlos Santana sacó cuentas: eran menos de la una de la tarde. Si tomaba la dosis en ese momento, para cuando les tocara turno de subir al escenario ya habría terminado el viaje, o lo tendría bajo control. Era algo que ya había hecho antes.

Por supuesto que tomó el ácido.

Lo siguiente que recuerda es la cara de alguien diciéndole, palabras más, palabras menos: “Si no suben en este momento al escenario ya no van a tocar”. Iban a ser las dos de la tarde del 16 de agosto de 1969.

Santana entró al escenario con su guitarrista en plena explosión de psicodelia. Carlos rezó: “Dios, ayúdame a estar afinado y en tiempo”. Lo repitió como mantra.

Lo que pasó después es historia.

Reconstruyo lo que pasó esa tarde a partir de una entrevista publicada en The New York Times y con videos de YouTube. No puede ser de otra manera: nací el 23 de agosto de 1979, diez años y siete días después de que Carlos Santana y su banda se robaran el show aquella tarde de verano en Woodstock. Para cuando nací el festival ya tenía grado de legendario y hasta había tenido su versión mexicana (el Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, realizado en septiembre de 1971).

Como muchos de mi generación, conocí la obra de Carlos Santana y sus contemporáneos gracias a mi padre, que en su época de juventud viajaba a Estados Unidos a trabajar en la pizca y grabó en la banda sonora de su vida canciones de The Doors, Creedence Clearwater Revival y muchos otros. Y de Santana, por supuesto. Privado de otras formas de cercanía con mi padre, esas canciones me conectan con él de una manera muy personal. Tan personal que ni siquiera él lo sabe.

Pero éste no es un texto sobre mi padre, su música y yo.
Es sobre Santana y yo.

Nomás de escribirlo me siento como aquellos que, mientras la catedral de Notre Dame ardía, se apresuraban por demostrar que el incendio les tocaba de una manera personalísima, ya fuera porque alguna vez habían pasado por ahí o habían querido viajar hasta allá o habían visto el edificio en una película que les gustó mucho. Es un rasgo de nuestro tiempo, supongo: apropiarnos de cuanto se nos ponga en frente y hacerlo parte de nuestras vidas, o hacer nuestra vida parte de eso, aunque no exista absolutamente ninguna relación. Como sea, el caso es que cuando recién conocí el relato de cómo Carlos Santana subió al escenario de Woodstock en pleno viaje de ácido regresé a la tarde del 13 de abril de este año.

—¿Tienes tiempo? —preguntó mi terapeuta interrumpiendo mi monólogo. Llevaba yo cuarenta minutos hablando sin mucha ilación sobre la crisis que vivo desde hace ya varios meses y su pregunta me tomó por sorpresa. Respondí que sí. Mientras yo seguía hablando se levantó, fue por una caja, acomodó unas cosas, puso un disco en el reproductor. Algo más habrá hecho, pero mi recuerdo es vago.

Aunque ya lo había mencionado desde la primera sesión y había hecho un par de alusiones más, no me cayó el veinte de lo que íbamos a hacer hasta que lo vi llenando la pipa.

Te voy a poner la pipa y le vas a jalar. Dices que ya has fumado, ¿verdad? Bueno, entonces ya sabes cómo. Pero no lo vayas a sacar después de darle el golpe. Lo vas a guardar, lo más que puedas. Si veo que empiezas a sacar humo por la nariz te la voy a tapar. Pase lo que pase, sientas lo que sientas, no vayas a abrir los ojos.

—Te vas a sentar aquí, volteado hacia allá. Te voy a poner la pipa y le vas a jalar. Dices que ya has fumado, ¿verdad? Bueno, entonces ya sabes cómo. Pero no lo vayas a sacar después de darle el golpe. Lo vas a guardar, lo más que puedas. Si veo que empiezas a sacar humo por la nariz te la voy a tapar. Pase lo que pase, sientas lo que sientas, no vayas a abrir los ojos.

A todo dije que sí.

—Es por la vida —me dijo. Escuché el chasquido del encendedor y vi la flama acercándose al extremo de la pipa. Empecé a jalar. Y a jalar. Y a jalar. Me tapó la nariz con una mano, dejó la pipa a un lado y, sujetándome la cabeza, me recostó en el piso.

Para cuando mi cabeza tocó el suelo, ya estaba yo en la xanga.

Se conoce como xanga a un preparado de hierbas cuya sustancia psicoactiva es la dimetiltriptamina, o simplemente DMT. Es una sustancia alucinógena, lo que la emparienta con el ácido lisérgico o LSD (dietilamida), los hongos (psilocibina) y el peyote (mescalina). Pero los efectos de la DMT tienen un prestigio que va más allá de lo que puede decir un libro de química: en las ceremonias espirituales la sustancia es conocida como la molécula de Dios.

La DMT está presente también en la ayahuasca, y la diferencia entre una y otra es la velocidad con que surten efecto: al ser bebida, la ayahuasca tiende a ser más lenta y la potencia y duración de su efecto más variables. Hay personas que toman ayahuasca y tardan mucho en entrar, o simplemente no lo logran.

En cambio, a la xanga se entra en segundos.

Escribo “entrar” porque en mi caso ésa fue la sensación: la de entrar a un lugar. Había salido del área de trabajo del terapeuta y estaba en una especie de cuarto al que no sabía cómo había llegado. Estaba aturdido y completamente desorientado. La música estaba fuertísima —supongo que para aislar cualquier sonido del exterior que pudiera interferir— y por mucho tiempo no supe qué estaba pasando.

Forcejeé un poco. Contra todas las indicaciones, abrí los ojos: me vi en medio de un espacio lleno de franjas de colores brillantes. En medio, una silueta negra con las articulaciones desdibujadas me decía “No abras los ojos. Ciérralos. No los abras”. Era mi terapeuta, pero no lo reconocí hasta mucho después.

Lo único que atinaba a balbucir era que no quería estar ahí. Lo repetía con insistencia, pero algo dentro de mí sabía que era inútil. Fui presa de un pánico que no podía contener. Me empecé a angustiar por mis hijos, que se habían quedado solos en casa. No me preocupaba nada en particular, pues sabía que no estaban en peligro, pero no podía dejar de repetir: “No quiero estar aquí. Mis hijos. Mis hijos”. Ése era mi mantra.

En un instante de lucidez recordé dónde estaba y en ese momento entré en otro estadio del viaje. Comencé a tener coloridas visiones caleidoscópicas de patrones que cambiaban con los estímulos de la música o con mis parpadeos.

Poco a poco fui recobrando la conciencia de mi cuerpo, al tiempo que las visiones cambiaron su colorido por patrones en blanco y negro. No podía dejar de sonreír. Me estiré, me puse en posición fetal, volví a estirarme. Aunque era evidente que los efectos de la xanga se estaban diluyendo, experimenté una placidez que no había vivido nunca.

Entonces solté el cuerpo y la mente.

Si la subida había sido frenética, la bajada fue todo lo contrario: plácida y prolongada. Poco a poco fui recobrando la conciencia de mi cuerpo, al tiempo que las visiones cambiaron su colorido por patrones en blanco y negro. No podía dejar de sonreír. Me estiré, me puse en posición fetal, volví a estirarme. Aunque era evidente que los efectos de la xanga se estaban diluyendo, experimenté una placidez que no había vivido nunca, o que no recordaba.

Mi terapeuta cambió de música y comenzó a sonar una canción que decía “Bienvenido a la vida”, o algo parecido. Luego de un rato me dijo que abriera los ojos despacio.

No había pasado ni siquiera media hora.

Luego de oírme repetir “no mames” varias veces mi terapeuta me preguntó si lo volvería a hacer. “A huevo”, fue mi respuesta.

En una entrevista para el programa Metro Focus, disponible en YouTube, un ya maduro Carlos Santana cuenta la anécdota de Woodstock. Narra cómo se echó a la boca el LSD —en esta versión es ácido lisérgico— y describe que lo siguiente fue “como un… puf”, y hace la mímica de una explosión mientras su mirada se va a algún lugar fuera del estudio, quizá de regreso a aquella tarde de verano en Woodstock.

Santana, el grupo, entró al escenario y Santana, el guitarrista, lo hizo en pleno viaje, pidiendo a Dios afinación y tempo. Carlos narra que comenzó a hacer caras como parte del esfuerzo por mantenerse en equilibrio mientras todo a su alrededor se deslizaba, incluido el brazo de su guitarra, al que recuerda como una serpiente.

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En otro video de YouTube veo la interpretación de “Soul Sacrifice”, la penúltima canción del set list de ocho canciones que Santana presentó ante el extasiado, literal y metafóricamente, público de Woodstock —un “mar de cabellos, dientes y brazos”, recuerda Carlos.

Aunque está editado —el video en YouTube dura seis minutos y diecisiete segundos; la interpretación duró once minutos— permite darse una idea de lo que hacía a Santana una banda diferente para su tiempo, dobles congas y cencerro y maracas incluidas. También permite ver a qué se refiere Carlos Santana cuando dice que empezó a “hacer caras”: el músico cierra los ojos, aprieta los dientes, se muerde los labios, enfoca sin enfocar. Y hace magia con su Gibson. “Yo creo que mis dedos sabían a dónde ir y qué hacer”, recuerda el guitarrista con ese toque de falsa modestia que suele distinguir a algunos genios.

Casi al final de la entrevista para Metro Focus Carlos Santana habla de su experiencia con las sustancias psicoactivas. “Cuando tú tomas esto es como si fuera una serpiente que te despoja de todas tus creencias. Bajo supervisión, es en realidad muy terapéuticamente saludable”.

Seguramente sin saberlo, mi terapeuta está de acuerdo con Carlos Santana. Explica que, más allá de los procesos químicos y biológicos que implica —producción de serotonina, dopamina, endorfinas y otros químicos, así como de nuevas conexiones neuronales—, el beneficio terapéutico de usar psicoactivos en la terapia puede medirse a “saltos”, es decir, avances de hasta diez años en los procesos terapéuticos. La cifra parece excesiva, incluso para él. Matiza: “Ponle que el avance sea del equivalente a un año, pero comienzas a ver congruencia entre tu corazón y tu cerebro. Permite una resignificación con tu historia personal, te da una nueva visión de lo que ha acontecido en tu vida”.

Y ahora es Carlos Santana el que, obviamente sin saberlo, respalda los dichos de mi terapeuta. O así me parece. En una charla con Rob Tannenbaum publicada en The New York Times el guitarrista afirma: “Sé que la gente dice: ‘Santana tomaba mucho ácido’. Bueno, ¡quizá el problema es que ustedes no han consumido nada en absoluto! Ustedes ven lo que es, yo veo lo que puede y debería ser”.

A diferencia de Carlos, yo no he visto mucho todavía. Han pasado meses y sigo procesando mi primera visita a la xanga. No he sentido a la serpiente despojándome de las creencias. Sin embargo, aunque no busco andar un camino de iluminación o conexión cósmica, sí puedo afirmar que hay cosas del día a día que veo de manera distinta, hechos que vivo y percibo de otro modo, sucesos que me han pasado y que ahora, a la luz psicodélica de ese espacio que me reveló la xanga, puedo resignificar de otra manera. Y, sobre todo, hay sonidos que se escuchan diferente. Como, por ejemplo, la música de Santana: casi puedo asegurar que muchos de los riffs creados por el guitarrista buscan emular, porque es imposible replicar, la manera en que se perciben los sonidos cuando la mente está en su viaje introspectivo.

Hice apenas un tramo de un viaje que seguramente tendrá muchas estaciones. Quiero entrar de nuevo a la xanga porque ahora que sé a dónde voy tengo muchas más preguntas. Digo y escribo y me repito que sé a dónde voy, y soy consciente de que seguramente es una forma de autoengaño: la revolcada, estoy seguro, será memorable de nuevo. Pero la quiero.

Porque mientras en los altoparlantes hoy suena “Samba pa’ ti” yo sólo pienso que en mi ruta hay más xanga pa’ mí. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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