Tema obligado: las celebraciones patrias de estos días. Hace dos siglos, México comenzó a nacer, como país independiente, por el arrojo y el alto crédito social de una persona inconforme con la situación que imperaba en la más rica colonia española: precisamente la que tenía el nombre de Nueva España.
Esa persona, que respondía al nombre de Miguel Hidalgo, era un ilustrado y progresista cura de pueblo, que gozaba de la estimación de las elites sociales y políticas de la zona del Bajío, así como de la Provincia Mayor de Michoacán. De las élites, pero sobre todo de la feligresía de la región, pues de no haber sido así, el pueblo no lo hubiera seguido en una empresa de todo o nada como fue el movimiento de Independencia para los primeros insurgentes.
Ahora que entre ciertos círculos intelectuales parece haberse vuelto un deporte de moda minimizar los logros de Hidalgo y, por el contrario, magnificar sus fallas (presuntas y reales), conviene recordar varias cosas que se les suelen olvidar a esos modernos jueces de Hidalgo, algunos de ellos, adictos a la autodenigración histórica.
Hidalgo fue congruente de principio a fin pues ni vendió el movimiento insurgente ni aceptó el perdón ofrecido cuando militarmente había comenzado a irles bastante mal a él y sus seguidores. Sin olvidar otra cosa de la mayor importancia histórica: Hidalgo nunca cambió de bandera. Al revés, fueron sus adversarios, quienes, con el tiempo, acabaron sumándose al movimiento que había comenzado el cura de Dolores y, luego de pactar una alianza con los insurgentes de la última etapa, declararon la Independencia de México.
Hidalgo fue congruente de principio a fin pues ni vendió el movimiento insurgente ni aceptó el perdón ofrecido cuando militarmente había comenzado a irles bastante mal a él y sus seguidores. Sin olvidar otra cosa de la mayor importancia histórica: Hidalgo nunca cambió de bandera
Las reivindicaciones sociales y humanas de Hidalgo tampoco tienen tacha. Declarar la abolición de la esclavitud, combatir las alcabalas (impuestos draconianos, que castigaban más a quienes menos tenían) y oponerse a que los mexicanos de entonces fueran arrimados en su propia casa son algo que ennoblece y engrandece a cualquiera.
Los reproches de que hubo mucho derramamiento de sangre es un argumento endeble. Aquí y en China las guerras y revoluciones no las hacen antropólogos ni científicos sociólogos, dando conferencia para derrotar a un enemigo. No, las revoluciones sociales las llevan a cabo personas que toman las armas para cambiar equis estado de cosas. Eso hicieron Hidalgo y sus seguidores, y si no vivieron para ver triunfar su movimiento, los ideales de éste no quedan desacreditados por ello.
Que murieron muchos inocentes, es verdad; también es verdad que la rebelión de Hidalgo causó la muerte de muchos españoles, particularmente durante su estancia en Guadalajara. Pero fueron muchísimos más los indígenas y mestizos que murieron a manos de los realistas. ¿Y por qué la vida de un español habría de valer más que la de cualquier otro ser humano?
Tampoco han faltado los historiadores (profesionales o amateurs) que insisten en que la celebración de la Independencia de México no debería reconocer la fecha del 16 de septiembre de 1810, sino la del 27 de septiembre de 1821. Se olvidan, sin embargo, que casi todas las revoluciones, comenzando por la francesa, son celebradas en la fecha que comienzan y no cuando concluyen. ¿Y por qué lo que en los franceses, griegos, italianos, rusos, etcétera, es alegría, en los mexicanos ha de ser borrachera?
A Hidalgo y también a Morelos sus jueces históricos les reprochan algo más: que habiendo sido sacerdotes hayan procreado hijos. Sobre este particular habría que decir dos cosas: la grandeza de ambos próceres no está en haber sido modelo de virtud sacerdotal, sino en haber consagrado su vida a un ideal: la Independencia de su patria, que es la nuestra.
Por lo demás, ninguno de los gazmoños impugnadores del Padre de la Patria ni del Siervo de la Nación ha podido demostrar que éstos hayan violado a quienes fueron las madres de sus hijos, y menos aún que hubieran incurrido en prácticas tanto o más deleznables como la pederastia o el abuso de menores; prácticas infames que la alta jerarquía católica ha solapado a legiones de religiosos de tiempos más recientes, y quienes, a diferencia de los antes mencionados, nada tienen de heroicos ni de admirables. Todo lo contrario.
Por último, no está demás decir que la fatua celebración oficial por el bicentenario del movimiento independentista poco o nada tiene que ver con el auténtico motivo de orgullo que los próceres de la Independencia inspiran —y han inspirado durante muchas generaciones— en el pueblo mexicano, en el México profundo que, sin ningún boato, sabe celebrar la patria de todos los días. ®