Whitesnake, WASP y Ratt poseían raíces diversas que marcaron individualmente la espesura particular de sus propuestas roqueras, y han sabido mantener una concepción musical sostenida en medio de diferentes idas y vueltas dentro del universo de la música popular contemporánea.
Existe una tendencia generalizada en el gran público que sigue las tendencias de la cultura popular a dar por sentado que la época del inicio artístico, espesor masivo o mayor exposición mediática es la época per se de alguna de esas tendencias. Un ejemplo preclaro lo tenemos en el mundo de la pornografía estadounidense. Ha quedado establecido en la opinión de la gente que su época de máximo esplendor fue en la década de los setenta del siglo pasado. Cintas como The People vs. Larry Flynt (Forman, 1996), Boogie Nights (Anderson, 1997) y Wonderland (Cox, 2003) han sido piezas fundamentales en la construcción de ese imaginario colectivo. Se cree y se afirma con facilidad que la industria porno estadounidense vivió su esplendor en esa era de especial desenfreno y bonanza económica que llegaba al dispendio desmedido.
Sin embargo, nunca como ahora la pornografía ha sido tan prolífica, diversificada y universal. Los viejos realizadores setenteros jamás se imaginaron la omnipresencia que su oficio tendría treinta años después con el advenimiento del DVD, internet y las web cams, más lo que se acumule en el acelerado ambiente de las tecnologías lúdicas de la actualidad. El emporio Private, por ejemplo, era imposible hace tres décadas. Nada más alejado de la realidad afirmar que la gran era del porno fue en los setenta. La gran era del porno es hoy, del inicio del milenio hasta nuestros días.
Nada más alejado de la realidad afirmar que la gran era del porno fue en los setenta. La gran era del porno es hoy, del inicio del milenio hasta nuestros días.
Las personas suelen fijar en la memoria un inicio contundente, un escándalo originario o el surgimiento de una variación en el arte popular como un acontecimiento autolimitativo, chisporroteante pero efímero; como el no va más de tal manifestación popular. El caso del heavy metal no ha sido la excepción. Consensualmente identificada su irrupción plena con el nacimiento de Black Sabbath en Birmingham, en el verano de 1968,1 en tanto subgénero musical vivió durante tres lustros en un territorio liminal, oscilando entre la aceptación masiva en directo y el ninguneo mediático del mainstream.
Pero eso terminó en la década de los ochenta. Expuesto de manera incesante por la entonces naciente industria de la música en video, un ramal específico y acotado del rock, independiente del heavy metal (con el que guarda sólo una relación fronteriza), el hard rock en su encarnación más comercial,2 penetró eficaz y efectistamente en la mente de las masas juveniles estadounidenses y, por extensión, del resto del mundo. El verano de 1983 con “Cum Feel the Noize”, cover de Quiet Riot a la original de Slade de 1973, y el verano de 1984 con “Jump” de Van Halen, abrieron las compuertas de la presa mediática para que el inusitado encumbramiento del hard rock a nivel mundial durante la segunda mitad de la década de los ochenta cayera como toneladas cúbicas de agua sin control sobre los inmensos canales de difusión masiva transnacional de la música comercial globalizada.
Junto con el rock duro, corriente musical con vida propia, algunos representantes del heavy metal histórico (con sus numerosas ramificaciones) se subieron al tren de la tendencia del mercado musical y adaptaron su ejecución y su imagen a las circunstancia del momento. El caso paradigmático fue Judas Priest con su álbum Turbo de 1986. El caso más catastrófico fue el de Celtic Frost con su Cold Lake de 1988, y el más exitoso fue, por supuesto, Metallica con su disco homónimo de 1990.
Lo que ocurrió en la segunda mitad de los ochenta del siglo pasado fue el ascenso mediático y popular del hard rock con base en una fórmula de mercado que desde entonces se ha repetido puntual en la industria musical del Primer Mundo: a) crear, desde las grandes discográficas, tendencias musicales compactas que se oponen entre sí diacrónicamente; b) inflar mediáticamente la burbuja trendy, con énfasis especial en la videología transmitida sin parar por los transmisores de penetración internacional de la especialidad, y c) una lógica de marketing afín a cualquiera otra intentona de penetración de mercado: preeminencia de una imagen estereotipada e iterable, propuestas líricas y musicales de fácil asimilación y un tiempo de vida explosivo, es decir, rutilante y efímero.
Por medio de ello, surgió la época del llamado glam metal (que en realidad era un hard rock con imagen estrambótica), con sus peinados estilo actriz porno, baladas melcochadas y letras de analfabetas,3 características que muchísimas personas siguen interpretando como las del heavy metal en sí. Como siempre ocurre, su comercialidad garantizó a todo ese conjunto de bandas formadas por white trash, drogadictos y alcohólicos gringos posicionarse en los medios, plasmarse en la memoria de las masas y dejar una indeleble huella de su peculiar imagen y dudosa factura musical. (Ello ha dado pie para que oportunistas ridículos exploten esa imagen y la vendan como un revival del supuesto metal ochenteno, entre ellos, un grupo innombrable de nuestro país.)
En verdad, lo que ocurrió fue que el glam metal se posicionó como un exabrupto mediático destinado a tener una vida corta aunque lucrativa. Una burbuja discográfica que prácticamente no tenía relación con lo que las corrientes más serias, experimentales y propositivas del heavy metal representan. Más allá del nacimiento y muerte de bandas de cartón-piedra como Mötley Crüe, Winger, Cinderella, Poison, Warrant, Bang Tango, Autograph, inter alia, el heavy metal siguió su curso y evolución de manera exuberante a través del underground. Cuando uno vuelve a escuchar grabaciones como Peace Sells… But Who’s Buying? (Capitol, 1986) de Megadeth, To Mega Therion (Noise Records, 1985) de Celtic Frost o Agent Orange (SPV, 1989) de Sodom, recuerda que ése y sólo ése es el verdadero metal de los ochenta.
No obstante, más allá del glam metal y dentro de los límites indubitables del hard rock de los ochenta, hubo algunos grupos de valía, que de alguna manera fueron injustamente puestos en el saco de la movida glametalera, pero cuya calidad y efectividad musicales siempre estuvo más allá de los reyes del hair spray y los spandex neón. Ésta se fundamentaba en la plena intencionalidad de sus creaciones, que en la mayoría de los casos poseían seriedad artística dentro del innegable horizonte comercial perseguido por cada uno de ellos. Entre estos, estuvieron Whitesnake, WASP y Ratt. Si bien cada uno poseía raíces diversas que marcaron individualmente la espesura particular de sus propuestas roqueras, la triada ha sabido mantener una concepción musical sostenida en medio de diferentes idas y vueltas dentro del universo de la música popular contemporánea. Una vez más en los foros internacionales del rock, si bien alejados de los conciertos multitudinarios de antaño, se han hecho presentes, respectivamente, con las grabaciones (significativamente todas bajo sellos independientes) Good to be Bad (SPV, 2008), Babylon (Demolition, 2009) e Infestation (Roadrunner, 2010).
Aunque WASP se ha mantenido constante desde sus inicios californianos a principios de la década de los ochenta hasta nuestros días (y personalmente creo que la mayoría de lo que ha hecho de entonces a la fecha es sobresaliente), básicamente puede considerarse que los tres han hecho en la actualidad un regreso destacado a los foros del rock mundial. Whitesnake (cuya raigambre se encuentra en grupos fundamentales del hard rock mundial como son Deep Purple y Rainbow), desde la salida de su álbum de 25 aniversario, Live in the Shadow of the Blues del 2006, ha mostrado la capacidad para rejuvenecer periódicamente al grupo que tiene su líder y fundador David Coverdale. En tanto que Ratt (que ciertamente se identificó con el glam metal ochentero, aunque con mayor calidad musical que la mayoría de sus congéneres, que no calidad lírica, si todo hay que decirlo), tras una serie de interrupciones sostenidas desde sus tiempos de gloria a mediados de los ochenta, y una sucesión de dimes y diretes legales en la presente década, hace un más que aceptable retorno con tres de sus cinco miembros originales: Stephen Pearcy en la voz, Warren DeMartini en la guitarra principal y Bobby Blotzer en la batería (el resto de la banda la componen el también histórico Carlos Cavazo, en la segunda guitarra, miembro del Quiet Riot original, y Robbie Crane en el bajo, quien ha estado con ellos desde mediados de los noventa).
Los tres poseen las cualidades más celebradas del hard rock desde hace tres décadas: un beat machacón, dinámico y potente; una estructura armónica cadenciosa, estructurada con la repetición de puentes de menor velocidad y escalas sostenidas entre la aceleración recurrente de la ejecución; plena pulcritud en el manejo de la voz principal, llegando en ocasiones al virtuosismo, así como el espacio indispensable, en momentos clave de las canciones, para el lucimiento de los solos de guitarra. Armazón que, en conjunto, vertebra un sonido híbrido entre la potencia clásica del heavy metal tradicional y la docilidad del pop encaminado a la radio.
Los tres poseen las cualidades más celebradas del hard rock desde hace tres décadas: un beat machacón, dinámico y potente; una estructura armónica cadenciosa, estructurada con la repetición de puentes de menor velocidad y escalas sostenidas entre la aceleración recurrente de la ejecución…
A una generación de distancia de sus primeras encarnaciones, que en su momento los pusieron en lo más alto del reconocimiento de las masas, estas bandas están de regreso. Tras una serie de giros y evoluciones del rock, que dieron inicio hace veinte años y que incluyeron el afianzamiento de tendencias como el grunge, el heavy metal underground y el indie, lo que en los primeros años de la década de los noventa se convirtió para toda una comunidad de ejecutantes del rock duro en un territorio escabroso, una escarpada naturalmente vedada por el giro mercadotécnico y social del rock, vuelve a ser en la actualidad una meseta de generosas dimensiones para estar de vuelta en el candelero de los espectáculos populares del mundo entero. Porque hace un par de décadas, después del desvanecimiento del suelo receptivo que los vio nacer y los encumbró, entre el segundo disco de Nirvana y el último de Guns’n’Roses, bandas consideradas correctamente como los sepultureros del hard rock ochentero (los primeros como sus más acendrados críticos prácticos; los segundos como aquellos que regresaron al hard rock a sus estándares pre ochenteros), parecía que ese subgénero musical no tendría una segunda oportunidad.
Sin embargo, así ha ocurrido, al cabo de una rotación completa en la renovación de la música rock. Esto habla de la manera en que se vincula la sociología del rock con las necesidades del mercado musical. Tal parece que un conjunto numeroso de personas, que incluye por igual a jóvenes recién iniciados en el rock que a gente madura añorante de los buenos viejos tiempos (por ellos así percibidos), vuelven la vista y el oído a añejos ejecutantes de valía dentro del desigual conjunto de propuestas que la industria musical ofrece en el tiempo presente. No porque grupos como los que ahora nos ocupan sean mejores que los más destacados de ahora, entre los que podemos incluir a The Mars Volta, Interpol y Coldplay, sino simplemente porque todavía tienen algo que ofrecer: la calidad y lo distinguible de un estilo que, a querer o no, se ha vuelto indispensable entre las multitudes roqueras globales. Lo que indica que existen cauces transversales en el mundo del rock que permanecen latentes, con diversos momentos de popularidad (alta o baja), dentro de una nebulosa de perpetuas explosiones autolimitativas de productos comercializables.Así, la triada de álbumes de las legendarias bandas posee los elementos consabidos del género, dispuestos en una fórmula que, a fuerza de probar su aceptación receptiva, se ha vuelto clásica: la mixtura de piezas poderosas, aceleradas y contundentes con otras más cercanas al rock and roll original o al blues, aunque siempre con el encuadre de la aceleración estereotípica del subgénero cultivado durante más de un cuarto de siglo por estos grupos (tal es el caso de “Call of Me” de Whitesnake, “Thunder Red” de WASP y “A Little too Much” de Ratt), sin olvidar una o dos power ballads (así, Whitesnake con “All I Wanted, All I Needed”, “Into the Fire” de WASP, que por cierto debe mucho a “Give it to Me” de Michael Jackson, y “Take Me Home” de Ratt) que ayer como hoy siguen haciendo las delicias lo mismo de la radio comercial que de los adolescentes enamorados.
La muestra fehaciente de que este trío de grupos de cincuentones se halla en plena forma, tras los diversos altibajos de sus respectivas carreras, se encuentra en los formidables inicios de cada uno de sus compactos: “Best Years” de Whitesnake, “Crazy” de WASP y “Eat Me Up Alive” de Ratt, que remiten a los mejores momentos del género en el pináculo de su éxito mediático y popular, allá por el verano de 1988. Tocadas a todo volumen, transmiten una energía singular basada en la velocidad de las guitarras, el manejo efectista de la batería, con dobles bombos iluminando un horizonte sonoro sincopado comandado por voces altas, plenas, significativas. La apertura de los tres álbumes es de lo mejor que se ha escuchado en el hard rock de lo que va de la década, mostrando que en el arte (lo mismo el popular que el clásico) la regla es que la edad genera maestría.
De vuelta a las giras internacionales, tejiendo sobre lo sólidamente construido a lo largo de un cuarto de siglo, y manteniendo una vitalidad extraordinaria como ejecutantes en vivo, dentro de los confines de su estilo propio, Whitesnake, WASP y Ratt pueden cantar con seguridad las palabras de Coverdale en “Best Years”: “Somebody help me/ I’m feeling low/ I’ve been down so long/ Don’t know which way to go/ Drowning in sorrow, in deep misery/ Someone throw me a line… Now these are the best years/ Truly the best years of my life/ The best years of my life”, y miles de fanáticos, del pasado y del presente, estarán sin duda de acuerdo con tres de sus campeones del hard rock universal. ®
Notas
1 Sobre la historia y la importancia de Black Sabbath como los iniciadores del heavy metal puede verse el extenso apartado que Garry Sharpe-Young dedica a la agrupación en su Metal: Definitive Guide (Londres: Jaw Bone Books, 2007, pp. 12-30), donde los llama “La banda original del heavy metal”.
2 Sin duda, como una tradición más que establecida ha afirmado, las raíces del hard rock pueden rastrearse hasta los Kinks, Cream y los Yarbirds a finales de los sesenta, e incluso un poco antes con los sonidos de Iron Butterfly y Jimmy Hendrix, influencias que se extendieron plenamente en los setenta en bandas históricas como Deep Purple, Alice Cooper, el primer Scorpions y el primer Kiss; aunque nunca como en los ochenta ese subgénero tuvo encarnaciones tan orientadas a la radio y de tanto éxito comercial.
3 En un estupendo reportaje sobre Mötley Crüe en la época del pináculo de su carrera, David Handelman cuenta lo siguiente: “If the Crüe hadn’t happened, Neil says, ‘I would be one of those guys in Hawaii that rents you jets skys’”. A continuación, narra cómo durante esta charla con Vince Neil, vocalista de la banda, llega un joven a pedirle un autógrafo para un amigo llamado Daniel; Neil acepta y le dice “How do you spell Daniel?” Handelman no tiene qué decir que el tipo es un analfabeta completo: su narración sobre cómo no sabe escribir una palabra tan sencilla como “Daniel” lo dice todo. Ese es el tono de ironía subtextual de todo el reportaje. Véase, “Money for nothing and the chicks for free: On the road with Mötley Crüe”, en Rolling Stone (USA), nº 506, 13 de agosto de 1987, p. 38.