La técnica, el arte, el cine

La paradójica posibilidad contrasistémica del cine contemporáneo

Una de las vías por las que la tradición occidental ha intentado oponerse al orden de cosas imperante en su estructura socio-económica ha sido el arte. Dentro de las peculiaridades de tales manifestaciones tenemos que la más destacada de todas es la rebelión “contra la convicción moderna capitalista de que el goce estético tiene su dimensión más adecuada en el orden esencial de la apropiación cognoscitiva del mundo. Su actitud es profundamente anticognoscitista”.1 Tal rebelión pasa por el descentramiento de los presupuestos representacionales tradicionales, con su culto a la objetivación socialmente sancionada, pretendidamente fiel y concisa a los datos de los sentidos, así como por la liberación de los impulsos anti racionalistas por medio del “dispendio festivo”.

David Lynch

En este marco plenamente contestatario, las propuestas de las manifestaciones artísticas de cuño “vanguardista” intentaron sobrepasar los niveles de percepción hechos a la medida del mundo productivo, instrumental y utilitario, propios del sistema capitalista que ha imperado en el plano mundial en los últimos quinientos años. Por medio de lo que la crítica conservadora consideró en su momento exabruptos, dislates o francos sinsentidos, los artistas de esta especie lograron hacer un espacio receptivo para sus creaciones, conformando así una “presencia disfuncional en medio de la vida rutinaria”.2

Durante el siglo XX este talante rebelde no declinó, sino que se diversificó a otras manifestaciones artísticas; una de ellas, de primordial importancia, ha sido el cine. A través del empuje de directores que se consideraron a sí mismos artistas y no simples maquiladores de una industria global y lucrativa, se logró una serie de intensificaciones del propósito original del arte festivo y rebelde de la alta modernidad.

Así, por medio del uso extravagante y enriquecido de los recursos formales y técnicos de la cinematografía, lo que en términos generales se conoce como “cine de autor” ha puesto en el candelero una constelación de retos a la comodidad de lo esperado. Ejemplos de ello son las cintas de directores como Godard (dentro de los de la vieja escuela), con su disruptiva cámara sobre rieles en movimientos unilaterales,3 o David Lynch (dentro de los de la nueva escuela), con su inmensa capacidad para trasladar al lenguaje fílmico estados alterados de conciencia o “fugas psicogénicas”, que cuestionan desde la realidad cinematográfica la preeminencia de lo subjetivo y todos los atributos que la tradición le ha asignado,4 por mencionar solamente dos casos paradigmáticos que han marcado como pocos al arte cinematográfico.

En este sentido, la afirmación de que el arte de ruptura, en general, y el cine experimental, en particular, se oponen a la tradición sancionada por el establishment es precisa. Pero hay aquí un matiz de importancia: se oponen pero no rebasan lo establecido. A través de la historia del arte de ruptura se observa una constante en dos partes: por un lado, tras un periodo más o menos breve de escándalo, ninguneo o represión, esas propuestas artísticas son engullidas por el modo de ser del sistema-mundo capitalista; por otro lado, tanto en su concepción original como tras su integración sistémica, éstas se vuelven comprensibles únicamente para unos cuantos. Normalización y elitismo son dos caras de una problemática paradoja que todo arte vanguardista y contestatario ha enfrentado desde antaño y que, hasta la fecha, no ha podido dar solución definitiva.

Por medio de lo que la crítica conservadora consideró en su momento exabruptos, dislates o francos sinsentidos, los artistas de esta especie lograron hacer un espacio receptivo para sus creaciones, conformando así una “presencia disfuncional en medio de la vida rutinaria”.

Quizá el primero en observar el modo en que esto opera de manera puntual fue Theodor Adorno. En su ya indispensable crítica a la industria cultural del capitalismo observó que “Cuanto más sólidas se tornan las posiciones de la industria cultural, tanto más brutalmente puede obrar con las necesidades del consumidor, producirlas, guiarlas, disciplinarlas, suprimir incluso la diversión: para el progreso cultural no existe aquí ningún límite”.5 Esto nos lleva al principio global del arte masificado del siglo XX, cuyo paradigma es el cine. Me parece que bien podemos enunciar el juicio de Adorno como un principio general de absorción, cuya enunciación sería: PGA: Todo aquello que pueda ser incorporado al mercado del entretenimiento lo será sin importar el valor relativo previo al descubrimiento de su valor de intercambio dentro de éste.

PGA es operativo de manera universal y, en términos generales, tiene como resultado el que prácticamente ninguna manifestación cultural, por “contestataria” que sea, puede eludir algún tipo de participación dentro de la industria cultural. En este sentido, el principio establece que, dadas las condiciones actuales, el sistema es indestructible. Sólo es posible atacarlo, pero no pulverizarlo. El ataque habrá de ser ideológico o estético, es decir, dentro del sistema, usando los elementos propios de éste. Su principio de normalización impele a que las obras que en su momento fueron disruptivas tarde o temprano sean reabsorbidas por el modo de ser del sistema, retornando incluso para “recibir una aceptación comercial, en ocasiones monstruosamente exagerada”.6

Aunado a ello, en el caso del cine existe el irrebasable factor de la técnica que le es consustancial. Sin una no hay otro. Es una ecuación plenamente moderna y, fuera del sistema productivo que hizo posible el medio tecnológico que hizo surgir al cine ex nihilo, éste es, sencillamente, impensable:

[El cine] se inventa a sí mismo, sin antecedentes, sin referencias, sin pasado, sin genealogía, sin modelo, sin ruptura ni oposición. Es natural e ingenuamente moderno. Y mucho más por ser resultado de una técnica sin ambición artística concreta. Cuando los hermanos Lumière ponen el cine a punto, lo hacen como industriales, no como artistas… El arte no crea la técnica, es la técnica lo que inventa el arte.7

Horizonte de posibilidad y sustrato creador del cine, el sistema-mundo capitalista se encuentra, por así decirlo, enquistado en el nivel molecular del arte cinematográfico. Es parte del ADN del cine, si se me permite la analogía. La estructura social, económica, tecnológica y de sentido que le da vida es una especie de malla sistematizadora que coincide en sus bordes con la malla entera del sistema mismo. Más allá de ésta, nuestra civilización no ha podido vislumbrar lo otro de sí misma en sentido radical. Lo cual no obsta para que diversas obras fílmicas hayan llegado a los linderos de esa malla, apartándose tanto del centro de ella (donde operan a toda máquina las estructuras de confort y conservadurismo sistémico) que quizá con esa lejanía creativa sea suficiente, por ahora, para crear lo que en un contexto paralelo el analista uruguayo Raúl Zibechi ha llamado “hebras de mundo nuevo”.8 Lo cierto es que la llegada a ese vórtice es lo máximo que puede admitirse para seguir llamando “cinematográfica” a una creación artística que dependa de la cámara y del movimiento. Un cine sin el mínimo de atributos técnicos y formales indispensables para generarlo sería cualquier otra cosa excepto arte cinematográfico.

Ahora bien, existe una realidad inmanente a toda obra cinematográfica que haya tenido el arrojo de lanzarse a la periferia del sistema: su sentido está reservado para unos cuantos. El espíritu de cofradía se iguala con el espíritu de experimentación. Es un cine reservado para los entendidos. Más allá de que esto tenga una vertiente positiva inmediata, en el sentido de que esta clase de obras rompe con la dinámica del star-system al uso y sus mandatos de éxito, inteligibilidad y reiteración ideológica, lo que esta realidad pone de relieve es el carácter finalista del arte cinematográfico.

Para decirlo en breve, su comprensión última está fincada sobre todo un entramado cultural, educativo e interactivo que lo trasciende. El cine de ruptura está en la fase final de ese entramado. Hasta el día de hoy, tanto el entramado como sus productos últimos están reservados para unos pocos. Como el niño de un ejemplo de W.V.O. Quine,9 que sube por la chimenea del lenguaje para alcanzar el sentido de las palabras, apoyándose en los ladrillos de las paredes que son las palabras, las referencias y las reiteraciones de los demás, el sentido del cine contestatario no puede alcanzarse sin toda una serie de presupuestos teóricos y culturales sobre los que erige su significado. De esta manera, pensar que por sí mismo es un vehículo revolucionario (revolución de la mirada, del concepto, de lo establecido, etcétera), como hiciera Walter Benjamin en la primera mitad del siglo pasado,10 es, por lo menos, problemático.

No obstante, existe una vertiente del cine propositivo que quizá sí pueda ser significativa para las mayorías: aquella que sin poner en tela de juicio los presupuestos estructurales del realismo tradicional utiliza éstos con una finalidad específica de raigambre contestataria: la disección de la crueldad.

No obstante, existe una vertiente del cine propositivo que quizá sí pueda ser significativa para las mayorías: aquella que sin poner en tela de juicio los presupuestos estructurales del realismo tradicional utiliza éstos con una finalidad específica de raigambre contestataria: la disección de la crueldad. Tema eminentemente ilustrado, sigue siendo sin embargo un caballo de batalla inagotable en contra de los presupuestos sistémicos existentes, ya que, justamente, una parte sustancial de su modo de operar se basa en el ejercicio sin cortapisas de la crueldad. Crueldad contra los excluidos, contra los librepensadores, contra los ciudadanos de a pie, etcétera.11

En este orden de ideas, quiero cerrar ahora con un ejemplo de esto mismo: la cinta Waltz with Bashir (2008), del realizador israelita Ari Folman. Teniendo como fundamento la famosa teoría psicológica de la represión de recuerdos traumáticos, el joven realizador erige una estrujante recreación de los oscuros sucesos de la invasión israelí a Líbano a principios de los ochenta del siglo pasado, la llamada “Operación Paz para Galilea”.

Ari, el personaje central, mira la realidad de manera etérea, como en low motion, con colores vívidos y extrañas evocaciones: como si estuviera dentro de un inmenso cómic. De esta manera, prácticamente la totalidad del filme ocurre en animación caricaturesca. Sin embargo, el comentario de un amigo suyo sobre una pesadilla recurrente relacionada con la invasión de Líbano hace que Ari inicie un periplo geográfico y mental para liberar lo que su mente suprimió durante más de dos décadas para preservarse en sanidad: la terrible e irónica repetición casera del instinto exterminador del racismo nazi.

Conforme el personaje se adentra en las circunvoluciones del cerebro y de la historia reciente (en las que al inicio privilegia la memoria de cosas pedestres como la novia de adolescencia y la música new wave de los ochenta), llega al fin a una constatación abominable: que él fue un activo participante militar el día de la masacre de los campos de refugiados palestinos, en septiembre de 1982. Entonces, personaje y espectadores dejamos atrás el mullido mundo del cómic para acceder al horror grindcore: las imágenes documentales, reales y descarnadas, del llanto y la mutilación, las casas derruidas y las moscas sobre decenas de cadáveres ensangrentados; la confirmación de que una sola cosa une de verdad al género humano en la era moderna: su perenne disposición para la crueldad. ®

Notas

1 Véase Bolívar Echeverría, “De la academia a la bohemia y más allá”, en Theoría nº 19, junio del 2009, p. 52.

2 Ibidem, p. 56.

3 Sobre la importancia y la radicalidad de las innovaciones que en su momento tuvo el cine de Jean Luc Godard, véase Brian Henderson, “Toward a Non-Bourgeois Camera Style” en Leo Braudy y Marshall Cohen (editores), Film Theory and Criticism, Nueva York: Oxford University Press, 2004, pp. 54-64.

4 Por supuesto, los recursos de Lynch pasan por el surrealismo (como en Eraserhead de 1977), el naturalismo (como en Straight Story de 1999) y la cultura pop (como la omnipresencia del rock en la casi totalidad de sus cintas de los últimos veinte años), entre muchos más, pero representativa del quiebre de la subjetividad es su llamada Trilogía Psicogénica que incluye Lost Highway (1997), Mulholland Drive (2001) e Inland Empire (2005); breves aunque interesantes comentarios sobre las tres pueden leerse en Gilles Lipovetsky y Jean Serres, La pantalla global: cultura mediática y cine en la era hipermoderna, Barcelona: Anagrama, 2009.

5 Véase su Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires: Sudamericana, 1987, p. 173.

6 “De la bohemia a la academia…”, p. 52, nota 3; la nota completa dice: “Sólo cuando la ‘actualidad de la revolución’ fue reprimida en Europa y la ‘industria cultural’ con su competencia mercantil ha alterado el gusto y promovido un disfrute anti-vanguardista de la propuesta vanguardista, difundiendo una ampliación ‘progresista’ de la noción tradicional de similitud entre modelo y representación, ese tipo de obras ha podido regresar de su ostracismo y recibir una aceptación comercial, en ocasiones monstruosamente exagerada”.

7 La pantalla global…, obra citada, p. 32.

8 Véase Raúl Zibechi, Autonomías y emancipaciones, Bajo tierra ediciones, 2008, p. 17.

9 Éste se halla en su obra Palabra y objeto, Barcelona: Herder, 2001.

10 Véase su clásico ensayo “The Work of Art in the Age of the Mechanical Reproduction”, versión de 1935 (traducida al inglés por Harry Zohn y originalmente recopilada en Iluminations de 1955) en Leo Braudy y Marshall Cohen (editores), Film Theory and Criticism, obra citada, pp. 791-811.

11 Por supuesto, tengo en mente la argumentación de Richard Rorty en Contingencia, ironía y solidaridad, Barcelona: Paidós, 1991.

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Publicado en: Cine, marzo 2011

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  1. Gracias Efrín. Por «rebasar los establecido» entiendo dos cosas: 1) la materialización de la utopía anti capitalista (y el oximorón habla por sí mismo) que desde Marx sigue estando latente en los pensadores antisistémicos de la Modernidad. El último gran ejemplo es Immanuel Wallerstein. Dicho rebase no es necesariamente marxista, sino especialmente reivindicatorio de lo humano. Personalemente, considero que eso sólo es un ideal regulador de la razón (como en Kant) y no una realidad materializable, puesto que lo único que podemos hacer es reparar el barco ya estando (como estamos) en alta mar; y 2) que toda obra por extravagante y contestataria que sea, preserva vínculos con dicho sistema: uno de ellos muy claro es su comunicabilidad, por no hablar de su comercialización (así sea magra). Pero también digo que hay obras cuyos nexos son muy tenues, apenas los necesarios para que de ellas tengan conocimiento ciertas personas en el mundo (algo similar creo que ocurre con ciertas corrientes y ciertos ejecutantes del heavy metal underground). A ese conjunto es al que llamamos «contrasistémico», si bien no lo es al ciento por cien.
    Saludos.

  2. Excelente trabajo, Manuel. De lo mejor que he leído sobre cine en mucho tiempo.

    Afirmas que el arte contestatario se opone al sistema-mundo capitalista, pero que es incapaz de rebasarlo.: a qué te refieres con «rebasar lo establecido»?

    Por otro lado, creo que parte de esa integración, de ese «engullir» por parte del sistema no siempre se lleva a cabo. En esa paradoja que planteas: normalización-elitismo sigue habiendo, en algunos casos, obras o expresiones artísticas que logran mantenerse activas en el margen. El mismo Lynch es un caso paradigmático, al igual que Greenaway y, quizá, otros. El elitismo que mencionas no surge sólo porque sean pocos los privilegiados (entendidos, ilustrados) que logran penetrar dichas obras, sino también porque éstas rebasan las predisposiciones sociales, las convenciones (estéticas, políticas, etc.). Esto hace que pase mucho tiempo antes de ser integradas o, incluso, nunca lleguen a formar parte del establishment. Afortunadamente.

    Un abrazo.

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