El autor de este texto preparó un breve dossier sobre los lenguajes del exterminio. Cuatro ensayos y un dibujo que bordan en torno a la posible desaparición del hombre de la faz de la tierra, ya a manos de virus implacables, invasores extraterrestres o por propia mano. ¿Asistimos a nuestra propia extinción?
Dice Fredric Jameson en Las semillas del tiempo [Madrid: Trotta, 2000] que Blade Runner remachó al género que en la época posmoderna funge narrativamente como un naturalismo decimonónico actualizado. Al igual que este último, el cyberpunk, hijo rebelde de la ficción científica clásica del cual el filme de Ridley Scott es epítome, revela el envés de las comodidades burguesas; los bajos fondos consustanciales a la luminosidad de la sociedad global de cuño capitalista. Pero con una diferencia sustancial: si la narrativa naturalista ponía ante los ojos de sus lectores burgueses las zonas tenebrosas de la sociedad, en el fondo lo hacía para garantizarles sus propias seguridades civiles; hacerlos retozar en lo mullido de sus sillones Hermès. En cambio, en la narrativa cyberpunk “ese aire de alteridad se evapora”. En efecto, en los envites postapocalípticos de los últimos treinta años todos somos arrastrados en un torbellino desintegrador que no distingue alienados y privilegiados, poseedores y desposeídos, justos de pecadores.
A partir de la mayoría de edad del subgénero, alcanzada con la esmeralda de Scott, éste se ha diversificado de manera acelerada. La novela apocalíptica es ya casi un género en sí mismo, lo mismo que los filmes con el tema del fin del mundo autogenerado. Ha llegado a la poesía urbana y, por supuesto, al cómic y a la música, en la que géneros tradicionalmente misóginos y rebeldes, como el heavy metal underground, han machacado de diversas maneras el tema de la aniquilación del hombre por el hombre. Pero indudablemente, en especial en las obras de valía de las formas artísticas antes mencionadas, más allá de una moda de perfil mediano, las narrativas postapocalípticas hablan de lo que Luhmann llamó “auto descripciones de una época”. Es decir, la retoma simbólica de un estado de cosas que no deja ver sino su fatídica implosión en un tiempo indeterminado, pero previsible.
En esta edición de Replicante hay ensayos que exploran justamente eso: “Narrar el Apocalipsis”, de Armando Octavio Vázquez Soto; “J. G. Ballard o la psicopatía del exterminio postindustrial”, de Marco Gutiérrez Durán; “El Apocalipsis tibio”, de Luigi Amara; «Zombilandia”, de Manuel Guillén; el dibujo de “La calaca”, de Miriam Urbano, y “Los hijos de Rachael y Deckard”, de Rogelio Villarreal. ¿De qué manera operan estas narrativas? ¿Cómo es que la sociedad ultra moderna (o posmoderna) se ha llegado a obsesionar de tal manera con su propia aniquilación? Quizá sea, en último término, la sana consciencia de que no hay trascendencia; que en un mundo sin Dios nosotros estamos destinados a llevar a cabo el acto último que las imaginerías religiosas de todo cuño y ralea le asignaron a esa inescrutable entidad (o entidades) divina: dar el cerrojazo a su creación. Convertirnos en contradioses, afanados en la destrucción y no en la magna creación que el Génesis le atribuyó a una fuerza excéntrica en siete días. Tener, en fin, el perverso placer de decir, como en un parlamento de la estupenda adaptación televisiva de la novela gráfica The Walking Dead: “Ese es nuestro propio evento de extinción”. ®