El teatro mexicano tiene que agradecerle a la narcocultura, a la violencia sistemática y al clima social de hostilidad e intimidación el florecimiento y arraigo de una nueva perspectiva para abordar el tratamiento teatral/literario: la narraturgia. Pero no desde la postura temática, más bien desde la perspectiva cultural y antropológica.
¿Qué es la narraturgia? Partitura escénica, pero también narración, relato y drama, diálogo y cuentito. Quienes lo niegan como forma de articulación de una escritura con posibilidad de ser teatralizable ignoran que es anterior al drama grecolatino. La narraturgia es la narración oral antes del soporte escrito, es la primera célula de representación y texto: el juglar de Cromañón.
Quienes lo defenestran exhiben su ignorancia o manifiestan su lado más conservador: el teatro sólo es diálogos, quien ose derribar el palacio de cristal de la oralidad en el teatro es nuestro enemigo. En el fondo, los viejos maestros del teatro —o sus brillantes alumnos adolescentes— consideran a las artes dramáticas una tradición espiritual, y por lo tanto la dogmatizan. Piensan que el teatro es una religión y se subliman ante ella. No la cuestionan, no la contrastan, no la exploran, ni siquiera la vinculan con otras perspectivas artísticas.
Curiosamente el teatro contemporáneo (en buena parte de Occidente) no es más que un laboratorio inmenso de posibilidades literario-escénicas-musicales-visuales-tecnológicas. Pero hay lugares donde el teatro sigue siendo una obra de Tomás Urtusástegui o una telenovela sin cámaras. Que actores cuentan-actúen una historia es blasfemia.
Sin embargo, la blasfemia teatral del drama narrado encontró en México más que un mercado de explotación, arraigo entre público y creadores, especialmente entre los jóvenes. ¿Por qué? Cada vez es más evidente: la violencia nos regresó al cuentito. Nos volvió narrativizadores. El diálogo político y social fracasó y con él se perdieron las ganas de escuchar al otro, de seguir oyendo el discurso interminable del PRI.
Para la generación de los nacidos a finales de los setenta y durante la década de los ochenta el diálogo fue el concepto cultural que más escuchamos durante la infancia. A la par, varios fenómenos culturales/sociales/políticos noventeros marcaron nuestra adolescencia-pubertad y detonaron a la larga, cuando nos convertimos en hacedores de teatro: el conflicto del EZLN en Chiapas, el asesinato de Colosio, la firma del TLC, la Huelga de la UNAM y el colofón: la caída de la dictadura del PRI.
En todo había una promesa, un denominador común: el diálogo como articulación social, como herramienta política, como solución. Se utilizó esa palabra hasta la saciedad. La sociedad mexicana compró el diálogo, pero tenía un defecto de fábrica: la democracia fallida. Nuestra generación es el resumen de ese desencanto cultural por la charla, por el diálogo, por el intercambio de voces. En el fondo no es más que la respuesta generacional al interminable choro mareador de la política mexicana: dejamos de escucharlos. Nos convertimos en nuestro propio monólogo, autonarramos nuestra experiencia porque ni los medios querían contar nuestra historia, ni la sociedad sabía cómo diablos dialogar.
Además, la violencia en México viene acompañada de un detonante cultural/literario: la hazaña. Nadie escribiría un corrido sobre un trepidante discurso político, pero sí sobre una banda de sicarios que burlan un comando de policías analfabetos. La violencia en México tiene un sabor dulzón en la cultura popular: mitifica y engrandece leyendas personales. Ruraliza la épica y urbaniza la aventura posmoderna: el ser alguien más allá de facebook.
Con el fracaso del “gobierno del cambio” la sociedad mexicana aceptó que la historia estaba plagada de diálogos incompletos o falsos y volvió a contarse, a relatarse el cuento histórico desde una perspectiva propia. Varios estudios de periodismo y comunicología demuestran cómo en los medios de comunicación nacionales y locales gana terreno la crónica, el reportaje y el testimonio frente a la opinión y la simple “noticia”. En la prensa, pero también en la radio y la televisión los reportajes han duplicado su presencia, por no hablar del testimonio directo, del “te voy a contar mi verdad” y sobre todo en internet, donde casi cada mexicano es un narraturgo. Hay programas de radio exclusivos para que la gente llame y cuente una anécdota larga —social, política, esotérica— y los estudiantes de periodismo y literatura cada vez se sienten más atraídos por la crónica, el documental y la novela. La poesía perdió campo de batalla, llegó la hora de narrar(se). La sección policial es la bibliografía más consultada de los jóvenes autores.
Cuando un gobierno tiene versiones contradictorias de los hechos la gente prefiere preparar “su verdad”, en especial si esa verdad es mucho más interesante y épica. No es casualidad que desde los noventas hasta ahora el género musical que más ha crecido en México sea el corrido. Una versión distinta de la historia. Un cuentito musicalizado. Una relato teatral-musical de narcos. Eso también explicaría que la narraturgia en el norte del país no haya tenido la acogida que en otros sitios.
El corrido alimenta esa necesidad social de historimitificar (como ya sucedió con el vallenato tradicional en Colombia en los noventa) a personajes que abandonan el anonimato por medio de la delincuencia. El corrido es la respuesta del público: queremos más historias, no importa que sean imprecisas o piratas.
Un ejemplo personal: en la región de los Llanos de Apan, en el sur de Hidalgo, no había sucedido nada relevante (esto es, digno de ser contado) desde comienzos de siglo, hasta que el narco aparcó en la ex industrial Ciudad Sahagún. En el pueblo de al lado (Apan), nació el líder de los Zetas, Heriberto Lazcano “El Lazca”: la violencia va en aumento.
Desde hace menos de una década las historias van y vienen, los rumores multiplican las versiones sobre un hecho policial y se folklorizan, se cantan, se publican en la red. Una zona empolvada por el abandono del gobierno estatal y nacional cobró relevancia para sí misma: le nacieron historias, nombres propios e imágenes sangrientas. ¿Qué más pueden pedir los pueblos para tener algo que conversar en las mañanas en la puerta de los colegios? La narcocultura dotó a varias zonas del país de un imaginario épico, digno de ser contado y desde ahí se disparó la explosión demográfica de corridos/narratemas en el imaginario popular: todos tienen una gesta que contar, todos han visto algo, tienen un vecino, participaron en un retén. El impacto en el arte y la comunicación era inminente.
Y los más jóvenes —quizá de un modo inconsciente— se enfrentaron al modelo tradicional (en el arte o fuera de él), para ir más allá del diálogo: comenzar de nuevo cambiando la forma para que el fondo fuera menos parloteo y más imaginación colectiva.
¿Por qué el teatro tendría que estar ausente de esta pulsión social? Más allá del evidente tamiz temático, ¿no será que la narraturgia es la respuesta de la más joven generación de dramaturgos por explicar(se) la historia contemporánea mexicana, por hacer su propio corrido teatral? Medio es mensaje, no olvidemos. ®
fernando de ita
Buscando, para mi taller «Pensar el Teatro», definiciones de la «narraturgia», descubro que una de las más lúdicas la tenía yo en casa, en los llanos de Apan, a donde suele regresar de sus viajes y sus amoríos, Enrique Olmos de Ita.
abraham
me ha parecido bueno el texto, me ayuda a indagar mucho .
gracias