El ruido como fuente de furia divina

Un breve ensayo de Schopenhauer

En Sobre el ruido Arthur Schopenhauer utiliza el tema como la perfecta excusa para abordar un asunto de mayor profundidad: la dispersión de la capacidad de concentración, de reflexión y, por tanto, de pensamiento en las sociedades modernas.

Arthur Schopenhauer (Gdansk, 22 de febrero de 1788–Fráncfort del Meno, Reino de Prusia, 21 de septiembre de 1860).

Es en el poema épico de Gilgamesh donde leemos la primera narración sobre el diluvio universal, esa historia de sobra conocida en Occidente gracias a la Biblia. Los dioses reunidos en concilio han decidido exterminar a la raza humana por medio de un diluvio. Nada nuevo. Los dioses tienden a ver al humano con desconfianza y recelo. Múltiples son los medios que éstos tienen para deshacerse de su creación menos afortunada; plagas, hambrunas y guerras son las más comunes. Pero la idea de acabar lentamente a la raza humana por ahogamiento tenía un especial atractivo para los poetas que nos legaron los libros sagrados.

En la Biblia leemos que la causa del exterminio es la libertad.  El hombre ha usado su libertad para pecar, no para hacer el bien. Dios ha hecho al hombre libre, pero lo condena por hacer mal uso de este don. Ésta es la gran paradoja humana, todas las demás son sólo un apéndice de ella. Pero en el Gilgamesh, por el contrario, la razón para eliminar a la especie no es tan profunda en lo filosófico, sino que es más bien chusca: los humanos no dejan de multiplicarse, han llegado a ser tantos y tan ruidosos que el dormir se hace cada vez más difícil a las deidades. En nombre del reposo y del sueño reparador la humanidad ha de extinguirse. El ruido como motivo de furia divina.

Al parecer los dioses de la antigua Mesopotamia no eran los únicos molestos por el ruido causado por sus criaturas. En el Popol Vuh leemos que Hun Hunahpú causaba un gran alboroto al jugar a la pelota con su hermano Vucub. El ruido proveniente del juego molestaba tanto a los señores del Xibalbá, el mundo subterráneo, que decidieron, con engaños, llevar a los jugadores al inframundo para que ahí pudieran continuar el juego. Ahí, los dioses mataron, previa tortura, a Hun y Vucub para así gozar de la quietud y el silencio. Como vemos, nada agrada tanto a los dioses como la quietud y el silencio. Y claro, la tortura.

Silencio y reflexión

En el texto que presentamos, Sobre el ruido, Arthur Schopenhauer utiliza el tema como la perfecta excusa para abordar un asunto de mayor profundidad: la dispersión de la capacidad de concentración, de reflexión y, por tanto, de pensamiento en las sociedades modernas. Nuestra incapacidad para encontrar momentos y lugares adecuados para reflexionar, para pensar en silencio, es el signo de los tiempos. Las sociedades modernas son ante todo amantes del movimiento, de la producción, de la información; sus dinámicas sospechan de la quietud y la calma. Éstas son cualidades nocivas para la hiperproducción moderna.

El ruido se ha convertido en un habitante de primer orden en nuestras ciudades. Las sirenas, los autos, la música, las propagandas y demás anuncios callejeros son parte de la banda sonora de nuestras vidas. No se concibe una hora del día en que podamos estar en silencio, ese silencio sin el cual no podemos pensar al otro, mucho menos pensarnos. Pero no todo ruido es sonoro. Las sociedades modernas, amantes de la información, se han olvidado del conocimiento. Saber no es conocer. Conocer requiere tiempo, quietud, lentitud. La información, al contrario, es inmediata, exige velocidad, presente. El hombre moderno, presa de ese instante llamado presente, aborrece la soledad, no bien se encuentra solo, en el transporte público, a la espera de una cita, en el café, recurre al teléfono para buscar compañía, conversaciones, información, entretenimiento. Todo lo que lo lleve lejos de sí, todo lo que lo libre de pensar y de pensarse. Una especie de Seinsvergessenheit, “olvido del Ser”.

En este pequeño ensayo leemos a Schopenhauer de cuerpo entero; en él encontramos su incorregible clasismo, su desprecio por las clases populares, su pesimismo que fija la mirada en la cotidianidad humana, pero también esa mirada crítica que nos urge a la reflexión, a renegar de los imperativos de una sociedad que vive de prisa, en la vorágine de un presente sin pasado y sin futuro; Schopenhauer nos llama a hacer un alto en el camino y prestar atención a la quietud que sólo puede encontrarse en la reflexión individual y silenciosa.

Sobre el ruido

(Über Lerm und Geräusch, 1851)

Arthur Schopenhauer

Kant escribió un tratado sobre las fuerzas vitales, pero a mí me gustaría escribir una diatriba en contra de ellas, pues su cotidiana aparición en forma de golpes, toquidos y martilleos han hecho de mi vida un tormento diario. Muchas personas insensibles al ruido podrían reírse de lo que digo; estas personas son también insensibles a las razones, al arte y a la poesía, y a cualquier tipo de actividad intelectual. Cuando leo las biografías de los grandes escritores a menudo me encuentro con que el ruido era para ellos motivo de gran tormento. Éste es el caso de Kant, Goethe, Lichtenberg, Jean Paul. Cuando no mencionan el tema, es simplemente porque el contexto no lo requería.

Explicaré el tema que nos atañe de esta forma: si cortamos un gran diamante en piezas éste pierde de inmediato su valor como un todo; si un ejército es dividido en pequeñas unidades pierde su poder; de la misma manera, una gran inteligencia se vuelve ordinaria cuando se ve interrumpida, molestada, distraída; pues su superioridad procede del hecho de poder concentrar toda su fuerza en un punto y en un objeto, justo como un espejo cóncavo concentra todos los rayos de luz que recaen sobre él. La distracción por el ruido impide esta concentración. Ésta es la razón por la cual los más eminentes intelectos detestan todo tipo de molestia, interrupción y distracción, y la más molesta de estas violentas interrupciones es el ruido. Las personas comunes ni siquiera toman en cuenta esto. Las naciones europeas más avanzadas han llamado a la regla never interrupt su undécimo mandamiento: “No interrumpirás a nadie”. El ruido es la más impertinente de todas las molestias, pues no sólo interrumpe nuestros pensamientos, sino que los dispersa. Pero si no hay nada que interrumpir, el ruido no será una molestia. En ocasiones un ruido trivial pero incesante me atormenta y me molesta por algún tiempo, y antes de darme cuenta siento que el mero esfuerzo de pensar se torna más difícil.

¿Por qué debería ser el pensamiento y el espíritu el único que no recibe algún tipo de protección o respeto? Esperemos que las mejores naciones se pongan manos a la obra a este respecto y que Alemania, de quien Thomas Hood dice “para ser una nación musical, es la más ruidosa que he conocido”, siga su ejemplo.

El sonido infernal, agudo y repentino de los latigazos en las calles de las ciudades debería ser denunciado por todo ser pensante como el más dañino de todos, pues mata todo pensamiento; el ruido molesta a cualquiera en sus actividades diarias por simples que éstas sean, pero para el pensador es tan doloroso y fatal como una espada cortando el cuello del torso. Ningún ruido llega tan profundamente al cerebro como este jodido chasquido del látigo, ruido que además de innecesario es inútil. El efecto que desea producir en los caballos se ve malogrado por su mal uso: no sólo éstos no apresuran el paso, sino que un toque más suave del látigo lograría mejores efectos. Esta situación se nos representa como una burla por parte de esa parte de la sociedad que trabaja con los brazos en contra de esa parte de la sociedad que trabaja con la cabeza. Que esta infamia sea tolerada en las ciudades representa una injusticia, un barbarismo, ante todo porque podría ser evitado si la policía ordenara poner un nudo en el extremo del látigo. A nadie puede dañar el que los proletarios se hagan conscientes del trabajo intelectual que es superior a ellos, pues le tienen un gran temor a todo trabajo realizado con la cabeza. Un tipo que circula por las calles de la gran ciudad golpeando incesantemente a su caballo merece ser bajado y recibir cinco buenos azotes con un palo. Si todos los filántropos y legisladores del mundo se reunieran para discutir sobre la idoneidad de abolir todo castigo corporal, no podrían convencerme de lo contrario. ¿Por qué debería ser el pensamiento y el espíritu el único que no recibe algún tipo de protección o respeto? Esperemos que las mejores naciones se pongan manos a la obra a este respecto y que Alemania, de quien Thomas Hood dice “para ser una nación musical, es la más ruidosa que he conocido”, siga su ejemplo.

Por último, sólo tengo una obra por recomendar, pero se trata de una muy bella. Es una epístola poética del pintor Bronzino llamada De Romori: a Messer Luca Martini. Describe de manera tragicómica los tormentos provocados por las más diversas formas de ruido en un pueblo italiano. Se encuentra en la Opere burlesche del Berni, Aretino ed altri, vol. II, p. 258. Se publicó en Ultrech en 1771. ®

—Traducción de Daniel Duarte López.

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Publicado en: Ensayo

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