Ante el mundo Hemingway era la figura perfecta del macho cabrío todoterreno, el garañón cuyas extravagantes aventuras tenían su sello personal: sin temor a nada. Las titánicas francachelas y litros de alcohol ayudaron a afianzar esa imagen de rudo macho alfa, que a su vez el escritor supo bien publicitar y comercializar.
Alguien le puso demasiadas aceitunas a mi martini la otra noche.
—W.C. Fields
El periodista cubano Norberto Fuentes, en su libro Hemingway en Cuba (1984), cuenta que “para comenzar el día, Hemingway se tomaba dos Highballs o Tom Collins (whisky con soda) en la alberca. Con el almuerzo: vino. De ahí tomaba una siesta de 4 a 5 y de ahí a leer hasta la cena, que acompañaba con botellas de vino. Cuando lo visitaban los amigos en el rancho se tomaban para empezar unas tres o cuatro botellas de whisky, que no le hacían nada. A veces cambiaba a ginebra, campari, Tom Collins o diferentes vinos, unas cuatro o cinco botellas en la cena. A él le gustaba servirlo personalmente”.
Hemingway vivió veintidós años en Cuba y son bien conocidas sus correrías por el bar que él mismo volvería famoso mundialmente, El Floridita, donde, supuestamente, inventó el Double Frozen Daiquiri. Esta bebida consta de 2 1/2 onzas de Bacardí blanco, el jugo de dos limones, media toronja y seis gotas de Maraschino, todo puesto a merced de una licuadora rebosada en hielo frappé.
Ahora bien, se dice que el autor de Adiós a las armas (1929), esa novela a la que le escribió 47 finales diferentes,1 se tomaba todos los días aproximadamente dieciséis de estas refrescantes bebidas. O sea, además de su dosis etílica en casa, Ernest se bebía todos los días 1.18 litros de ron —con un promedio de 80º de alcohol—, el jugo de 32 limones y ocho toronjas.
Por cualquiera que fuera la razón, a Hemingway no le daban resacas, lo cual le ayudaba a levantarse al día siguiente fresco como lechuga. Eso sí: nada más guardaba la máquina de escribir (siempre usó una Royal Quiet Deluxe) y sus demonios se encargaban de desatar el infierno interior que padecía.
Hemingway era famoso por su sorprendente capacidad para beber. Hombre de gran consistencia física, deportista de toda la vida y fuerte como roble, gran cazador y amante de la naturaleza, se levantaba diariamente a las cinco y media y durante la mayor parte de su vida cumplió la promesa de escribir —siempre de pie— un mínimo de quinientas palabras diarias sin tomar una gota de alcohol en el proceso. Ninguna de sus novelas e historias fueron escritas bajo la influencia del líquido destilado. Además, por cualquiera que fuera la razón, a Hemingway no le daban resacas, lo cual le ayudaba a levantarse al día siguiente fresco como lechuga. Eso sí: nada más guardaba la máquina de escribir (siempre usó una Royal Quiet Deluxe) y sus demonios se encargaban de desatar el infierno interior que padecía y que trataba de adormecer botella tras botella.
Pareciera que todos los problemas del Premio Nobel de Literatura 1954 comenzaron el día en que nació, el 21 de julio de 1899, en Oak Park, Illinois, cuando su madre, una sencilla maestra de música y mujer “excéntrica”, por no decir loca, decidió vestirlo de niña durante los siguientes seis años —a su hermana mayor la vistió de hombre hasta los diez. John Dos Passos, escritor y amigo de Ernest, lo describió como la “única persona conocida que verdaderamente odiaba a su madre”.
Pero el problema era más profundo, pues por los genes de la familia Hemingway corrían la depresión, la bipolaridad y la esquizofrenia. El padre de Ernest se suicidó, y también dos de sus seis hermanos. Él mismo se voló la tapa de los sesos precisamente con la misma escopeta del padre y que su mamá le regaló de Navidad. A dos de sus tres hijos los internaron para someterlos a electroshocks —el tercero, Gregory, terminó sus días como un travesti llamado Gloria. Y su nieta, la reconocida modelo y actriz Margaux Hemingway, continuó la tradición familiar tomando una sobredosis de barbitúricos en 1996.
Ante el mundo Hemingway era la figura perfecta del macho cabrío, el garañón cuyas extravagantes aventuras tenían su sello personal: sin temor a nada. Las titánicas francachelas y los litros de alcohol ayudaron a afianzar esa imagen de rudo macho alfa, que a su vez el escritor supo bien publicitar y comercializar. Hemingway tenía un excelente tino para aparecer reiteradamente en el momento histórico preciso, casualmente allí donde estaba el fotógrafo de moda. De ahí que el autor de El viejo y el mar —con el que ganó el Premio Pulitzer en 1953— sea uno de los precursores del bestial aparato ególatra del stardom usamericano.
Ante el mundo Hemingway era la figura perfecta del macho cabrío, el garañón cuyas extravagantes aventuras tenían su sello personal: sin temor a nada. Las titánicas francachelas y los litros de alcohol ayudaron a afianzar esa imagen de rudo macho alfa.
Así, hay cientos de fotografías de un Hemingway impecablemente uniformado en la Primera Guerra Mundial o como reportero activo en la Guerra Civil española; salvando París de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, claro está, desde el bar. Vemos a un Hemingway como boxeador entre la bohemia parisina como portavoz de la famosa Generación Perdida (donde el trago era venerado) o con boina de paisano y pañoleta roja al cuello en la plaza de toros en España, ahora un Hemingway cazando leones y elefantes en un safari por África o compartiendo habanos con el Che Guevara en Cuba, o con su torso desnudo de barril luchando contra un enorme pez vela en aguas profundas, o un Hemingway galán de jet set rozándose con las grandes figuras del espectáculo…
Sería precisamente el tema de las fotografías lo que hizo que Hemingway rompiera su amistad con el famoso fotógrafo de guerra Robert Capa, quien no sólo capitalizó los retratos que tomó del escritor durante los años europeos, sino que por alguna curiosa razón siempre captó a Ernest con la mano aferrada a una copa, vaso, botella, bota, taza, tacita o cantimplora eternamente llena de licor, en una época en la que Hemingway ya era famoso como borrachín bravucón y comenzaba a ser una parodia de sí mismo, por lo que quería limpiar su imagen. Se dice que Capa tomó las fotos intencionalmente para bajarle los humos al egocéntrico Ernest.
Cuando se publicó su novela Por quién doblan las campanas (1940), que sólo en Estados Unidos vendió 800 mil ejemplares, Hemingway ya era toda una celebridad y las guías de turistas de Europa lo incluían en sus tours, sobre todo los abrevaderos que frecuentaba. Así comenzó ese curioso fenómeno gringo que es el peregrinar a los sitios donde han caído sus héroes —y no en seco. Hasta entonces nadie se había preocupado por visitar dónde diablos tal escritor de envergadura se emborrachaba y perdía la conciencia. Con Hemingway tenemos al primer escritor con quien las filas de turistas acudían a beber y mirar tras la ventana, ya fuera en el Ritz, en París, el Harry’s, en Venecia, el Chicotes, en Madrid o la celebrada Floridita en La Habana.
Sería también la repetida ingestión de néctar baquiano lo que ayudó a Hemingway a llevar de la mano al fracaso sus cuatro matrimonios, de los cuales Papa, como era conocido, salió bastante magullado: de los veintidós a los 41 años Hemingway permaneció casado, columpiándose como de una tortuosa relación a otra; tenía la manía de que tan pronto se casaba buscaba una novia nueva, preferentemente más joven.
Sin dejar de beber un solo día desde los treinta años, Ernest comenzó a tener problemas físicos, mentales y creativos. El Gigante Asesino, como él mismo llamaba al alcohol, comenzó a cobrarle la cuenta de manera poco agraciada: depresión maniaca, insomnio agudo, alucinaciones repentinas, paranoia —estaba convencido de que el FBI lo perseguía—, resbalones mentales. Todo eso y su agudo alcoholismo lo llevaron a agujerearse los sesos la mañana del domingo de 2 de julio de 1961. ®
Nota
1 Edición con los 47 diferentes finales: Ernest Hemingway, A Farewell to the Arms: The Hemingway Library Edition (with personal foreword by Patrick Hemingway), New York: Scribner, 2012.