Éste, “el primer municipio de América” —frase que ha repetido hasta el cansancio la Secretaría de Turismo—, es el puerto del jelengue, de la cábula y de los malos conductores. El punto de reunión del morbo y la mojigatería que se destruye al llegar a él.
En el Puerto de Veracruz el sol pende en lo alto como un gran ojo inquisitivo que todo lo observa. Despide un calor agobiante que rebota en el asfalto y reverbera en los metales. La brisa marina apenas sosiega la paulatina insolación que sufren los no aclimatados. Éste, “el primer municipio de América” —frase que ha repetido hasta el cansancio la Secretaría de Turismo—, es el puerto del jelengue, de la cábula y de los malos conductores. El punto de reunión del morbo y la mojigatería que se destruye al llegar a él.
El puerto, puerto de todos los puertos por ser el más vivo, no el más alegre, ¿qué o quién nos hizo creer lo contrario?
El Puerto de Veracruz es un mal de pirosis a corto plazo. Se engulle, se traga, se devora y queda una sensación de ardor que se larga luego luego. “Jarocholandia”, de ser la capital de la algarabía donde a mediados del siglo XIX su principal festividad era una combinación de teatro y baile de salón, ha pasado a ser la de la fricción de los cuerpos sudorosos que se contraen al compás del reguetón, creen algunos. La afluencia de pasajeros en la Central de Autobuses de Veracruz (CAVE) alcanza los cuatro mil por día. Se han abierto ochenta corridas más. Es tiempo de carnaval y todos lo saben.
Cerca de 200 mil almas se concentran en el bulevar Manuel Ávila Camacho. Incluso, la estatua mohosa de aquel expresidente y militar mexicano apunta hacia una tarima que funge como ínsula en el gran torrente de carne ávida de más carne.
Rosario Lara, ama de casa y originaria de la ciudad, cuenta cómo antes de que comenzara la batalla por el arrendamiento de gradas, las familias locales, allá a finales de los setenta, podían darse el lujo de apartar un lugar, incluso hasta llevar refrigerios. Recuerda con una sonrisa que le ilumina el rostro cuando las bailarinas se limitaban a portar pequeños vestidos que deleitaban a los hombres de la época, pero que ahora esa especie ha mutado en otra, a la que ella gusta en llamar “encueratrices”. La gente de aquellos tiempos conocía el sonrojo, ahora eso es una moneda devaluada.
El carnaval ha comenzado con su legendario ritual, el de “la quema del Mal Humor”. Hasta ahora se ignora que más de una veintena de personas serán víctimas de apuñalamiento. Se inaugura la celebración con la frase “Adelante con la alegría”, la cual lleva implícito el fantasma del Gobierno del Estado.
—El carnaval ya no es del pueblo, más bien es un desmadrito en grande que arma el gobierno para atraer gente que piensa que acá es Cancún —dice un taxista autoapodado “el Güilo”.
Las gradas están a tope y el bochorno comienza a reforzarse mientras pelucas multicolores van de aquí para allá en movimientos protozoarios. Del otro lado, el mar tranquilo recibe a cientos de visitantes, mayoritariamente del centro de la república, que ignoran que a escasos metros de ellos hay desagües hoteleros, pero pronto lo sabrán, quizá al siguiente día. Los porteños los observan y ríen, no les advierten, sólo se limitan a bromear con lo inevitable: año tras año, tlaxcaltecas, hidalguenses, poblanos, mexiquenses y defeños ocupan los primeros puestos en las listas de muertos por ahogamiento. Es una tradición enferma, y todos la conocen.
Josué Martínez y Rubicela Rivera, pareja de recién casados que apenas llegan a sus veintes, han arribado el sábado desde Tres Valles. Él, empleado de supermercado, de camisa manga larga de lino a rayas, pantalón de vestir negro y mirada de secundariano. Ella, estudiante de estilismo, en shorts de mezquilla azul y blusa naranja fluorescente de tirantes, le sujeta la mano con fuerza, buscando protección ante las miradas lascivas.
—Es nuestra luna de miel, nos vamos a quedar hasta que acabe. Está bien chingón porque el desmadre se pone bueno, no como por allá —expresa Rubicela, y Josué, tímido, se esconde tras un vaso plástico con cerveza que se inclina hacia su garganta. Ella le aprieta la mano con más fuerza, sabe que estar aquí es síntoma del ansia de libertad que los motivó a matrimoniarse hace casi un año en Cosamaloapan sin el consentimiento de su padre. Él, discreto, observa hacia un stand donde chicas bailan al ritmo de “Los favoritos de las gatas. Vamo’ allá. Los que comandan la disco. Vamo’ allá”. Continúan buscando los lugares que han comprado por ochenta pesos. Se pierden entre la multitud.La insolación es una constante. También así el roce por falta de espacio entre hombros que intercambian sudores y obligan a imaginar que en épocas futuras quizá el cuerpo humano desarrolle glándulas que funjan como I.D. para saber con quién sí y con quién no. Mientras tanto, la cúpula política veracruzana se protege bajo un parapeto de lona. Se sientan en el exclusivo palco oficial, como oficial y exclusivo es su aparato de seguridad a cargo de hombres en armadura típica: guayabera, apuntador inalámbrico, gafas oscuras y expresión torva que compite, sin que ellos lo sepan, por ser la más siniestra. La plataforma, cuidadosamente construida a una altura superior que la del público común, se encarga de ser el símbolo de poder.
Fidel Herrera, “Fidel-man”, “Tío Fide” o “El Negro”, ha reaparecido en la escena pública, la gente lo solemniza cual celebridad entre aplausos y peticiones para que vuelva a ser parte activa en el Congreso por la vía plurinominal. El exgobernador sonríe complacido al saber que la Fidelidad, marca propagandística y omnipresente durante el sexenio pasado, continúa imborrable en la memoria de sus simpatizantes.
Durante estos días el frenesí y la algarabía (palabra favorita de las televisoras que cubren el evento) forman un lenguaje decodificable sólo al ser parte de la atmósfera colectiva. El micro-ritual de cortejo, la risa traviesa e inocente de los escasos niños, el asombro de los casi extintos ancianos, la habilidad de toreador de los vendedores de refrescos, tortas y volovanes, y el plano nirvánico adquirido por el trinomio alcohol, metanfetaminas y una nalga a la segunda potencia. Aquí el ruido es el único silencio conocido.
—A la verga, no mames. Anoche me culié a una morra, güey. Creo que era poblana. No mames, machín que me la atoré en un puto baño de esos de plástico [risas], qué verga, no iba a estar pagando motelazo, todavía quería seguir chupando. Pero netón, no es cábula, la empecé a dedear y tenía los pinches pelos bien largos, pero me valió madre, güey. ¡Machín, machín! Pa’ qué te voy a andar cotorreando. Huéleme los dedos, todavía no se me quita el olor y ya me lavé la mano —cuenta “el Tilapia”, originario de la colonia Carranza, una de las más duras de Boca del Río, dueño de una vida de apenas dieciocho años, escuálido, moreno, gorra hacia atrás, playera del Barcelona, bermuda azul y tenis de basquetbolista.
Sus amigos no le creen, y él, sin pensarlo, dobla su brazo derecho para hacer un gesto que en Veracruz es parte de la cotidianeidad: la mentada de madre, la efímera mentada de madre. Sus carcajadas se mimetizan entre el bullicio.
Entretanto, los jarochos saben que las fiestas carnestolendas no sólo se ven ni se sudan ni se gritan ni se sienten, sino que también se huelen, y un hombre corpulento de unos cuarenta años libera su vejiga sobre la aparente soledad de una pared; otros más hacen fila horizontal. Este acto no se resume en la simplicidad de ahorrarse los diez pesos que cuesta hacer uso de un baño, sino que funge como arrime entre los hombres para jurarse una amistad inquebrantable, proteccionista y colmada de puro amor del bueno. El compromiso se cierra en un apretón de manos que se repite varias veces. El amor aquí perdura unos cinco días y deja un tufo a meados amargos.
Las batucadas y comparsas son el verdadero microcosmos inmutable en el carnaval. Aquí la gente baila y camina durante la larga jornada sin perder jamás la sonrisa.
Me gusta un chingo venir acá, papi. Uno conoce morras chidas que cuando están pedas son otras. Una vez me tocó besar a un choto, te lo juro, mi rey, parecía vieja, pero cuando me di cuenta, lo acicaté a madrazos —narra Babi, albañil y talachero correoso, oficios que alterna con su pasión de ser chemo, de hacerle al solvente.
—Ensayamos desde finales de noviembre. A nosotros no nos están pagando. Aquí se viene por el puro gusto de la fiesta y el baile. Son madrizas las que nos llevamos, pero hay que estar preparados. Acá el que se cansa pierde —asegura Pepe-Yorch, anciano de mirada punzocortante y traje mitad verde, mitad morado.
—Me gusta un chingo venir acá, papi. Uno conoce morras chidas que cuando están pedas son otras. Una vez me tocó besar a un choto, te lo juro, mi rey, parecía vieja, pero cuando me di cuenta, lo acicaté a madrazos —narra Babi, albañil y talachero correoso, oficios que alterna con su pasión de ser chemo, de hacerle al solvente. Es de la brava colonia Revolución, y lo afirma dándose una palmada en el pecho.
Durante el carnaval, el sentimiento de pertenencia es un componente más de la retórica oficializada, pero cuando el movimiento inquilinario finaliza, comienza el éxodo a la realidad, también así otro carnaval invisible, el corporativo.
La maquinaria de los medios locales ha comenzado ya a alardear sobre expectativas cumplidas que nadie conoce. Se habla de números que nadie sabe. Mientras tanto, acá en el Puerto, el sol, insuperable, rebota cual ¡súcutum, plop! Hay que andarse abusado en ésta, la ciudad de todos los amores y de todos los olvidos. ®