La grieta

La tarde de un sábado

No soy honesta. Voy llena de prejuicios. Voy por curiosidad, pero sé que una vez una periodista se enojó con él, porque luego de una noche de sexo escribió una crónica sobre el asunto que publicó en su web, donde quedaba muy claro que se trataba de ella.

Bed

Ser adulto es estar quebrado por algún lugar. No se pasa indemne por la vida. Las cosas no se consiguen por nada. Ser adulto significa haber perdido algo.

“Toda vida es un proceso de demolición”, decía Fitzgerald.

Todos tenemos un personaje con el que afrontar ese proceso. Pero el personaje tiene fisuras, grietas. No es de una sola pieza. Cada vez que la máscara se cae devela al hombre en su dimensión verdadera.

Nadie puede, como decía Tolstoi, ser uno solo todo el tiempo. Se puede decir de alguien que es a menudo más inteligente que tonto, más perverso que bondadoso, más simpático que antipático. Pero nadie posee sin pausa una sola de esas cualidades, como nadie puede ejercer su personaje sin tregua.

Tenemos la ilusión, sin embargo, de que el personaje nos permite sobrevivir.

“Tu íntimo secreto / a nadie le confíes / que el mundo siempre ríe / y es muy calumniador”, dice un tango. (¿Nos devorarían los perros si mostramos a todas horas nuestro rostro verdadero?)

¿Pero qué ocurre cuando adoptamos de tal manera la máscara que se queda pegada a la cara? ¿Qué ocurre, en definitiva, cuando no logramos comunicarnos?

Él es un escritor, un hombre que me escribió muchos mensajes, a quien conocí por casualidad y que quiere verme. No soy honesta. Voy llena de prejuicios. Voy por curiosidad, pero sé que una vez una periodista se enojó con él, porque luego de una noche de sexo escribió una crónica sobre el asunto que publicó en su web, donde quedaba muy claro que se trataba de ella.

El segundo personaje de esta historia se llama R. (el primero, claro, soy yo). Él es un escritor, un hombre que me escribió muchos mensajes, a quien conocí por casualidad y que quiere verme. No soy honesta. Voy llena de prejuicios. Voy por curiosidad, pero sé que una vez una periodista se enojó con él, porque luego de una noche de sexo escribió una crónica sobre el asunto que publicó en su web, donde quedaba muy claro que se trataba de ella.

Tal vez por eso voy. Porque me aburro y quiero meterme, como a mi madre le gusta decir, en la boca del lobo. Porque no tengo nada mejor que hacer un sábado a la tarde y sé —por su manera de plantear las cosas— que no voy a dormir con él. Que se va a ir antes de que anochezca, o bien un poco después.

De antemano sé muchas cosas, porque leí algunas de sus crónicas: que se enamoró de una bailarina de tango, que me va a preguntar por películas como Blue Valentine, que me va a agarrar la mano en algún momento, con cualquier excusa. O mejor: intuyo que son fórmulas que repite. Antes, por mail, me invitó a tomar helado de frutilla. Eso también está en su web, en las crónicas que escribe sobre las mujeres con las que se acuesta. Pero quién puede culparlo por repetir una fórmula que a todas luces funciona. Yo, no. Por eso voy. Por eso y porque no tengo intenciones de desenmascarar a nadie. Quién soy yo para desenmascarar a alguien.

Me pregunta —como era de esperar— por Blue Valentine, por otras cosas, todo dentro de lo previsible, y hay una cierta tensión porque no hago ningún esfuerzo. Digo a todo que no. Qué interés puede tener hablar de cine en un caso como éste. El mismo que puede tener hablar del tiempo. Sus preguntas son prefabricadas para su personaje. Mis respuestas, prefabricadas para el mío.

Cuando uno asume un personaje creado para sí corre el riesgo de abandonar por siempre a la persona. El personaje tiene que estar lo suficientemente domesticado como para identificarlo como tal. A un personaje hay que tratarlo como a los caballos rebeldes. Con la fusta en la mano.

Una cosa es hablar. Otra muy distinta forzar las interpretaciones.

Lo que la literatura hace es encontrar la grieta, rastrear la cicatriz. Un buen detector de mierda, como diría Hemingway, es la mejor cualidad que un escritor puede tener.

Entonces, en el medio de la conversación anodina, R. me habla de su padre. Me dice que vive en Brasil y que tiene por lo menos dos medias hermanas, producto de sus relaciones con otras mujeres que no son su madre.

Yo pienso en aquel libro que escribí, el del ladrón solitario que se hace cargo de un hijo que no sabe si es suyo, y también en Pinocho y en la imposibilidad de ser padre. ¿Quiénes somos, dónde nos quedamos, qué guerra ganamos? Nunca se gana una batalla, ni siquiera se libran, pienso.

También pienso que cada acto sexual abre la puerta a la fecundación de un óvulo por un espermatozoide, y que él está cargado de espermatozoides, y yo de óvulos. Y me gustaría poder preguntarle qué opina de todo eso al hombre que tengo frente a mí y con el que seguramente me iré a la cama dentro de media hora, pero en cambio seguimos hablando de frivolidades.

A estas alturas es evidente que nos embarcamos en una conversación en la que todo está destinado al fracaso. Puede que no fracase la relación sexual: fracasará sin dudas todo lo demás.

También pienso que cada acto sexual abre la puerta a la fecundación de un óvulo por un espermatozoide, y que él está cargado de espermatozoides, y yo de óvulos. Y me gustaría poder preguntarle qué opina de todo eso al hombre que tengo frente a mí y con el que seguramente me iré a la cama dentro de media hora, pero en cambio seguimos hablando de frivolidades.

Hacia el final me confiesa que tiene dos hijos. De seis y tres años, dice, y parece abrirse un resto de naturalidad que parecía perdida. Entonces nos levantamos y nos vamos, aunque yo quisiera preguntarle qué fue de su mujer, o si todavía sigue casado. Si se resignó como tantos. Si claudicó.

Me pregunto cómo y por qué nos vamos volviendo cómplices de un malentendido tan grande, y si la honestidad podría hacernos más libres. Hasta qué punto la ciudad que habitamos nos condiciona. Si la basura acumulada en las calles nos impulsa a creer que no podemos eliminar la basura acumulada dentro de nuestros espíritus.

Porque yo quisiera facilitarnos las cosas, como un médico que pregunta a su paciente: ¿Dónde le duele? Y prescribe los remedios para sanarlo.

Fracasará todo lo demás, aunque tal vez se salve la relación sexual. Pero el don del sexo nos puede abandonar de tanto en tanto, y yo tengo la impresión de que bajo las formalidades y las citas previas perdimos la espontaneidad. Y como me pasa cuando no veo el reflejo del deseo en los ojos del otro, enmudezco.

Esto ya ocurre en mi casa, luego de unos tragos a una petaca de whisky. No sé si él es así siempre, pero en todo caso nos quedamos sumidos en un silencio desconcertante, al menos para mí. Hay, sin embargo, una cierta timidez en los gestos que, aun así, resulta conmovedora. Él dirá más tarde, en su crónica, que yo no gimo. En cambio soy la que habla.

No digo todo lo que quisiera decir. No encuentro el registro apropiado.

Entonces flotamos en la grieta. Es una consecuencia más de ser adulto. Se sobrevive a muchas tardes como ésta. Luego todo continúa igual. No hacemos ningún movimiento que permita corregir nuestra manera tan superficial de habitar en las cosas, y por qué no decirlo, nuestra absoluta falta de valentía.

Nos quedamos un rato acostados, suavemente abrazados. Él me dijo entonces el único elogio que le escuché en toda la tarde:

—Me gusta tu pelo corto.

Yo sonreí, y él se levantó y empezó a vestirse. Estaba de espaldas cuando le pregunté por qué no había querido eyacular dentro de mí. Pensó un instante. Luego dijo que le gustaba cómo se la chupaba, y que no solía recordar cómo empezaban las cosas, pero sí cómo terminaban. Yo pensé que era una respuesta estereotipada. Probablemente la había dado otras veces, a otras mujeres, en distintas circunstancias. Le sonreí porque me dio un beso y había en él algo de esa timidez que parecía querer ocultar y que revelaba el hueco, la fisura, eso que todo escritor sueña con asir y que siempre se escapa más allá, y más allá, y nos obliga a correrlo, y a ponernos en el ojo del huracán, a resignar el dinero, la reputación y hasta la salud, a gastar nuestro tiempo en una mesa de trabajo, para que el texto no resulte una falsedad. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Marzo 2013

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