Cada quien sus premios, cada quien su apetito y sus quince minutos de fama. Pero qué lejos están algunos de llegar a declinar una distinción que consideren injusta cuando otros cientos se quedaron en el camino o a los que no les interesó el respaldo de un sistema ciego, sordo y mudo.
uno.
¿De qué adolece un escritor que nació, vive y escribe en México? Hay autores que nunca van al teatro ni leen literatura dramática, como también hay autores que nunca leen poesía, así digan que la escriben. En cierta ocasión un narrador me dijo que jamás presenciaba una puesta en escena porque el hecho dramático lo rebasaba; con esa confesión, supuse, asumía el espectáculo como la reconstrucción de la escena del crimen. La inglesa Virginia Woolf definía, en otras palabras, a la novela como chisme y a la puesta en escena como escándalo. Porque ahí, en el escenario, el espectador será testigo del asesinato de Marat, el suicidio de la poeta Sylvia Plath o, acaso, la caída de un imperio, el atardecer de una vida o cualquier otro hecho en que el hombre sea el portador o la víctima de la desgracia, la tragedia o el final feliz. Será también que cuenta mucho que un escritor se asuma profesionalmente y viva de escribir reseñas, entrevistas, guiones, desempeñarse de corrector de estilo, redactor, editor y cien etcéteras.
La inglesa Virginia Woolf definía, en otras palabras, a la novela como chisme y a la puesta en escena como escándalo. Porque ahí, en el escenario, el espectador será testigo del asesinato de Marat, el suicidio de la poeta Sylvia Plath o, acaso, la caída de un imperio, el atardecer de una vida o cualquier otro hecho en que el hombre sea el portador o la víctima de la desgracia, la tragedia o el final feliz.
dos.
Habrá entonces poetas que nacieron con buena estrella, que han usufructuado premios nacionales prestigiosos y que han sido traducidos a otros idiomas. Vates que se asumen como seres felices, aun cuando pertenezcan a una generación o camada de autores en que no faltaron uno o dos poetas que murieron infectados de sida (VIH) y que asumieron esa suerte con una voz y un verso consecuentes con su enfermedad (Jorge Cantú de la Garza), cuando aún distaba mucho de que el Aids se considerara un mal o enfermedad crónica, como se definiría décadas más tarde. Hablar entonces de una condición de vida “feliz” es hacer a un lado a otros creadores que sólo una vez en la vida dispusieron de ese don del Estado de usufructuar una beca durante doce meses, antes de verse al garete (Darío Galicia) en una ciudad insomne como es la capital del país o cualquier otra ciudad de medianas dimensiones. Pero cada versificador tiene derecho a aspirar o a admitir sus limitaciones: no escribe prosa, no traduce a otros autores, no ensaya la dramaturgia, no se entrega a la docencia ni a la investigación de cubículo, no tiene un programa de radio ni de televisión ni se entrega, como hay otros, a la profesión de actor (ocasional) y a la diplomacia, como ha habido decenas en México. Se es, sencillamente, un maratonista de las becas, los concursos y los premios.
tres.
Más aún: si el multipremiado se solaza de escribir versos y estrofas medidos, endecasilábicos o libres, breves, redondos, certeros, con un toque, dice la entrevistadora, de “visión trágica”. Un género literario, la poesía, dirigido a y con un público lector reducido, acaso selecto —se adivina entre líneas—, pues qué felicidad la distinción por el prestigio que da recibir un premio en vida y no en estado vegetal o en coma inducido como ya ha sucedido en ocasiones anteriores, o recibirlo a las puertas de la muerte como vimos que recibió el Nobel un dramaturgo repudiado por la Iglesia católica (Dario Fo) o un poeta en silla de ruedas y sin poder articular un “muchas gracias” al jurado en Noruega (Tomas Transtömer), u otro premiado que recibió el cheque de 150 mil dólares y la condecoración a escondidas y en su país de origen porque aquí, donde vivimos, fue multininguneado y linchado y escupido hasta el hartazgo.
cuatro.
Había una vez un versificador lírico que aspiró un día a escribir teatro. Así, asistió junto con otros postulantes a dramaturgos al taller que impartía Sergio Magaña, el autor de El pequeño caso de Jorge Lívido, quien al escuchar el inicio de su borrador le dijo que estaba negado para la dramaturgia… Cada quien sus premios, cada quien su apetito y sus quince minutos de fama. Pero qué lejos están algunos de llegar a declinar una distinción que consideren injusta cuando otros cientos se quedaron en el camino o a los que no les interesó el respaldo de un sistema ciego, sordo y mudo. ®