La llamada medicina alternativa light puede palidecer cuando se le pone al lado de los turbadores experimentos de un médico y biólogo estadounidense cuyas prácticas eran legalmente prohibidas y éticamente reprobables en su época y ahora quizá también lo serían para muchos bioéticamente correctos.
La doble moral de los años treinta condenaba y al mismo tiempo difundía con morbo los experimentos de Robert E. Cornish. El gobierno estadounidense estaba muy pendiente de sus descubrimientos. Robert E. Cornish (1894-1963) es uno de los casos más extraños dentro de los casos extraños en la medicina occidental moderna. Fue un joven fenómeno que se graduó con honores de la Universidad de California en Berkeley a los 18 años y obtuvo el doctorado a los 22, cosa excepcional en la época. Trabajó en varios proyectos, entre ellos uno que permitía la lectura de periódicos bajo el agua con lentes especiales y en un montón de experimentos inútiles en busca de patentes, ya que generarlas a principios del siglo XX significaba prestigio ilustrado. A su corta edad era respetado por las autoridades científicas de su época (en un inicio). Fue a principios de 1931 cuando se interesó en la idea de reanudar la vida a los muertos.
Cornish, trabajando en el Instituto de Biología Experimental de la Universidad, decidió primero afinar su método aplicándolo en animales y fue así como el 22 de mayo de 1934 probó sus experimentos en cinco perros a los que bautizó como Lazarus (I, II, III, IV y V). Primero los asfixió con gas nitrógeno, esperó a que permaneciesen muertos durante diez minutos y les aplicó su técnica. Los tres primeros intentos fueron un fracaso según reportaba la revista Time de marzo de 1934, pero los dos siguientes resucitaron, eso sí, con una motricidad desequilibrada y alteraciones nerviosas severas. Aunque ciegos y con importantes daños cerebrales, vivieron durante meses en casa del científico.
La memoria de la experiencia publicada en el New York Times no se guarda secretos:
Cuando habían transcurrido seis minutos desde el último latido, el joven doctor Robert E. Cornish dispuso a Lazarus II a un dispositivo de “sube y baja”, llamado teeterboard. Allí abrió una de las venas del muslo del terrier para aplicar una solución salina saturada de oxígeno y que contiene adrenalina y estimulantes para el corazón, el extracto de hígado heparina y un poco de sangre canina de la que había sido la fibrina (sustancia coagulante) que se retiró. La solución estimulante se hundió en un medidor de vidrio, ya que se filtró en el cuerpo a través de cinco pies de tubo de goma, comenzó a levantarse en pulsaciones lentas. Lazarus II quedó sin aliento por momentos. Sus piernas temblaban. Su corazón empezó a latir, débilmente al principio, luego como un triphammer. Lázaro II estaba vivo.
Durante ocho horas y 13 minutos el perro estaba en un coma inquieto, apenas gimiendo, jadeando suavemente. Ansioso por acelerar la recuperación, el doctor Cornish inyectó una solución de glucosa. Pero un coágulo complicó el experimento con Lazarus II y III.
La prensa estaba extasiada aunque la cobertura era modesta. Un artículo de la desaparecida revista de la época Modern Mechanix de julio de 1934 y el New York Times describieron someramente los sucesos con Lazarus IV que, sin perjuicio de la experiencia exitosa en primer lugar, había logrado coordinar leves movimientos, sentarse sobre sus patas traseras y empezaba a consumir cerca de una libra de carne al día. El perro estaba ciego y no podía estar solo, pero aun así los resultados alentaban a Cornish para lanzar una nueva serie de experimentos. Continuaba el morbo o el interés por varios medios:
Recientemente Lazarus V fue condenado a muerte con una sobredosis de éter. Media hora después que su respiración se había detenido y cinco minutos después de que su corazón se paralizó, el animal fue revivido por medio de productos químicos y la electricidad. El doctor Cornish, entusiasta, ha expresado que Lazarus V volvió más cerca de la normalidad en cuatro días que el otro Lazarus, que lo había hecho en trece días. Se ha solicitado a los gobernadores de los estados de Colorado, Arizona y Nevada para entregarle los cuerpos de los criminales después de que se hayan declarado muertos después de su condena en cámaras de gas, pero sus peticiones han sido rechazadas por diversos motivos.
En vista de su situación, alrededor de cincuenta personas, interesadas tanto en la ciencia y la remuneración que sea posible, se han ofrecido como sujetos. Según el doctor Cornish, la mayor parte de los mismos que han hecho la oferta para la muerte voluntaria son hombres solteros. Un hombre de Kansas, en el ofrecimiento de sí mismo como sujeto, declaró que consideraba 300 mil dólares un precio justo por el riesgo que implica.
Vaya. Sin embargo, el perro Lazarus IV no estaba del todo consciente. De alguna manera el rigor mortis había deteriorado el centro de su cerebro. No era sino hasta que fuese restaurada su conciencia y fluidez de movimiento a cabalidad cuando el doctor Cornish consideraba su experimento un éxito.
También Cornish consentía la publicación a discreción de una bitácora en que algún asistente describía el avance y comportamiento de los especímenes con que trabajaba. Ese documento está desaparecido de los registros y sólo queda la descripción de los “días 13, 14, 15, 16 y 17” del proceso con el Proyecto de Lazarus.
Aquí unos fragmentos publicados en marzo de 1934.
—El día 13 el animal era capaz de rastrear un poco en su colchoneta. “Su pata delantera derecha tiene inmovilidad y el animal en general tiene signos vitales inestables”, informó el doctor Cornish. “Si tenemos éxito en la restauración del perro totalmente a la vida y la conciencia”, dijo, “nuestro siguiente paso será experimentos para salvar la vida de los seres humanos”.
El día 14 el perro se comió la mitad de su habitual libra de hígado. El 15 de Cornualles el doctor dijo que estaba semiinconsciente, “como si estuviera completamente ebrio”. Esa noche alguien dejó la puerta abierta del laboratorio y en los días 16 y 17 el perro gimoteó con un resfriado…
Años después, en 1947, Cornish anunció que estaba listo para realizar el experimento con un humano. Thomas Mc Monigle, un prisionero condenado a pena de muerte, se ofreció como voluntario para servir como conejillo de indias, pero el estado de California denegó la petición. Temían que si el experimento funcionaba tendrían que dejar libre a McMonigle porque la ley penal impide mantener bajo arresto a personas discapacitadas, fuera de sus facultades (incluyendo los protegidos por el fuero político) y personas sin voluntad.
Su método y modos de proceder no eran muy complejos, no más que la escrupulosa preparación de la fórmula y el cálculo de los efectos y las manifestaciones somáticas del rigor mortis.
Su método y modos de proceder no eran muy complejos, no más que la escrupulosa preparación de la fórmula y el cálculo de los efectos y las manifestaciones somáticas del rigor mortis. El eje pragmático de su plan consistía en una tabla de balanceo o vaivén que se utilizó para dinamizar el flujo sanguíneo en los pacientes recientemente fallecidos para a continuación inyectar una combinación dosificada de epinefrina (adrenalina) y anticoagulantes mientras continuaba la oscilación con el sencillo mecanismo diseñado para tales propósitos.
Haciendo a un lado el estereotipo ridículo del científico loco o del médico frustrado y demás, Cornish tenía un perfil psicológico promedio, mientras que sus objetivos científicos eran poco convencionales. Su interés por la idea de la resurrección o la reanimación no tenía aparentemente otros objetivos que comprobar sus hipótesis sobre una práctica que pretendía patentar al pasar unos años hasta que sus experimentos fueran tomados en serio. Aunque bajo disimulo y tras bastidores, había un entero morbo ya no por la muerte como culminación de todos los procesos presentes en la vida, la persistencia de los mitos religiosos y espirituales, las connotaciones de las que no podía desarraigarse la cultura de entreguerras o el llano aspecto empírico, sino como una posibilidad metafísica del retorno, lo cual se tradujo en un desprestigio a su carrera por lidiar con “esoterismos”.
Después de todo, no se puede afirmar con certeza que las intenciones sólo eran clínicas y, por otro lado, que era un cuestionamiento al método científico y, en particular, un puro interés por los efectos químicos de la muerte en los organismos.
Ciertamente Robert Cornish no fue el antecedente más lejano, como da cuenta Christopher Boone en algunos artículos y, desde luego, el estudio La rama dorada de Frazer, en el que examina los ritos antiguos de palingenesia y reanimación en la India, Rusia y varias culturas, pasando por los experimentos del transcurso entre los siglos XVIII y XIX de Giovanni Aldini y Andrew Ure, que dedicaron parte de sus vidas a un mismo objetivo: reanimar los cadáveres de personas y animales mediante el uso de la electricidad.
Herbert West, reanimador
La referencia no parecerá, a decir verdad, tan obvia a principios de siglo, pues no había tenido gran difusión, no se diga aceptación, la narrativa de Howard Philips Lovecraft.
“Herbert West, Reanimator”, fue un cuento suelto, por demás, raro dentro de la producción lovecraftiana que había sido escrito diez años antes de que Robert E. Cornish comenzara a ser reconocido como una figura académica relevante; el relato fue escrito entre octubre de 1921 y junio de 1922 y publicado en una revista de bajo tiraje. Probablemente Cornish se haya visto influenciado por él. En el cuento se narra por medio del testigo y colaborador de Herbert West, alumno de medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham, quien no tiene reparos en describir a West como engreído, petulante y frío. A pesar de ello logra interesarlo con sus ideas sin importar que los académicos más prestigiosos de la facultad de Medicina y en especial su amigo, el erudito decano Allan Halsey, rechazan rotundamente sus investigaciones por considerarlas de plano dementes y sin fundamento científico. Así que West, con o sin apoyo de la universidad, decide llevar a la práctica la idea de revivir un cadáver.
Con el objetivo de experimentar con varias soluciones reanimadoras, West hace las primeras pruebas en animales domésticos, que se convierten en fracasos. Cualquier cadáver lo suficientemente fresco y sin deterioro cerebral era apto para recibir el tratamiento. Surtirse de cuerpos con esas características no era precisamente fácil, ni siquiera en la fosa común de la ciudad. Leían las noticias necrológicas de la localidad con frecuencia y estaban al tanto de los ejemplares que eran cedidos a la facultad. Hasta que exhuman el cuerpo de un obrero que había fallecido ahogado, después a un boxeador que había muerto en combate; incluso después de no alcanzar los objetivos propuestos, el día que falleció el decano Helsey, West y su compañero deciden robarse el cadáver para intentarlo de nuevo, con consecuencias pavorosas.
El compañero de West empieza a dudar sobre la objetividad y el rigor científico de las prácticas en las cuales por curiosidad colabora y, a pesar de sentir repudio, no puede evitar no sólo presenciarlas sino auxiliar en ellas. Moralmente lo aborrece, pero no deja de conseguir instrumentos, equipo médico e instalaciones.
En una de sus famosas epístolas Lovecraft deja ver que la intención detrás del “Herbert West, reanimator” era hacer una discreta parodia a Mary Shelley.
Parecen ser ineficaces los intentos por lograr una mínima muestra de restauración de la vida, pero cuando inyectaron la sustancia al cuerpo del boxeador (precisamente en este personaje, dicen los estudiosos de Lovecraft, se revela el racismo del autor), de pronto un alarido estremecedor y horripilante da cuenta de que esta vez ha funcionado. Pero no del todo, pues el sujeto reacciona violentamente, ha perdido las capacidad de hablar y ha quedado reducido a una bestia, lo cual aterroriza a West y a su colega; salen corriendo y dando de gritos. (Sólo en una ocasión habían logrado que uno de sus ejemplares articulara algunas palabras, y cuando West lo cuestiona sobre lo que vio o experimentó mientras estaba muerto, fallece definitivamente. El resto es pura carnicería.)
En una de sus famosas epístolas Lovecraft deja ver que la intención detrás del “Herbert West, reanimator” era hacer una discreta parodia a Mary Shelley, que tuvo que volverse solemne cuando no se la querían publicar y, al estar en problemas económicos, accedió a las peticiones de Weird Tales.
La libre adaptación cinematográfica The Reanimator de bajo presupuesto o serie b, dirigida en 1985 por Stuart Gordon, prácticamente pasó a las filas de las chapuceras películas de zombies en uno de sus muchos revivals, con un trasfondo de pastiche del cine de terror por momentos divertida de tan ramplona. Sus valores formales como cinematografía pasan a segundo plano cuando las intenciones no son mostrar los dotes del director o la pericia en los efectos especiales, lo cual no la demerita (más). La parábola de cuño común acerca de los muertos vivientes en este caso dista mucho del concepto de zombificación en el cine haitiano y en la tradición oral de aquel país, como también del paradigma georgeromeresco y, desde luego, de las vertientes high underground del cine de zombies, que despojan la figura del muerto viviente de la conocida metáfora de una sociedad cuya única motivación para “vivir” o cuyo único móvil son sus funciones instintivas básicas: comer y co…mer, además de estar desprovistos de capacidades que los hagan más que paletas de carne andantes y balbucientes, convirtiéndolos en pura estética.
El filme basado en el cuento de Lovecraft y contextualizado en la década de los ochenta pone en perspectiva el humor involuntario de la torpeza narrativa en el cuento original con todo y sus innecesarias reiteraciones, que fueron en realidad provocadas por la revista que lo publicó y que exigía a Lovecraft hacer un resumen del capítulo anterior en cada entrega o de lo contrario no le pagaba sus cinco dólares. Se pueden contar varias veces por capítulo errores de concordancia y la reafirmación insistente de que “los cuerpos deben estar frescos” o la excesiva adjetivación: “horripilante”, “diabólico”, que en el buen HP no es efectismo ni una serie de aliteraciones, más bien se debió a que las seis partes que conforman el relato fueron escritas como unidades cerradas que se publicaron por separado, casi todas en la revista Weird Tales, con gran descuido editorial.
Cornish as himself
En los tiempos en que vivió Robert E. Cornish era casi desconocido el cuento de Lovecraft, así que la referencia de dominio público era la de Frankenstein porque Universal la había estrenado en 1931, de modo que se prestó a burla, superstición y chacoteo. Por su parte, Cornish evitó convertirse en figura pública durante algún tiempo y sólo se registran unos pocos artículos, al menos en los medios impresos de gran tiraje. En 1935 los directores de cine Eugene Frenke y James P. Hogan le ofrecieron participar en una película, aprovechando su relativa fama. Cornish sorprende a propios y extraños al aceptar actuar el papel de… Robert E. Cornish. Un papel discreto.
Frenke y Hogan fueron influyentes para que el cine de explotación se volviera viable económicamente desde los grandes estudios, en este caso Universal. La película explotó un tema que sin ser tabú desconcertó a público, distribuidores y exhibidores por ser demasiado inmediata y no por encajar propiamente en el cine de terror a pesar de ser oscura, divertida sin proponérselo y decepcionante.
La verdad es que la ficción científica ha sido una forma grandiosa de desacreditar algunos descubrimientos; la criogenética y la criomedicina han sido blancos recurrentes.
Poco se sabe del Robert Cornish después de haber “actuado”, además del caso de 1947 (del que casi no se cuenta con información), salvo que luego de haberse apartado gradualmente de la comunidad científica de la Universidad de California, pero escandalizando a todo Estados Unidos en gran medida ayudado por su cada vez más cercano y conflictivo contacto con la cultura popular a través de amarillentas publicaciones del tipo Popular Mechanics, continuaba sus investigaciones sobre la llamada “animación suspendida”, técnica que ha influido y ha sido adoptada como un procedimiento alternativo de los especialistas del Centro para la Investigación de Resucitación de Safar en Pittsburgh (Pittsburgh’s Safar Centre for Resuscitation Research); así, Cornish fue precedente de Peter Safar, quien fue vital para la sistematización de las técnicas de reanimación y fue nominado tres veces al premio Nobel de Medicina.
Hasam Alan, un cirujano de trauma en el Massachusetts General Hospital, ha realizado este procedimiento a más de doscientos cerdos con una enorme tasa de éxito —a veces incluso en cerdos “muertos” hasta dos horas antes. El doctor Alan quiere que haya consentimiento automático para realizarlo con pacientes humanos que no puedan sobrevivir bajo tratamiento estándar. La “animación en suspenso” por medio de la congelación a bajas temperaturas no carecía de fundamento. La rama de la medicina genética, la criogenética, por el momento ha hecho posible algunos logros menores.
Las consecuencias teóricas de este hecho ya habían sido enunciadas por el biólogo Hudson Hoagland en 1968. Según sus demostraciones, el tiempo en medida recíproca al ritmo metabólico debe transcurrir a gran velocidad en todo lo tocante a aquellos organismos sometidos a temperaturas bajísimas, que virtualmente dejan en suspenso sus funciones metabólicas a -270º C (es decir, la temperatura del helio líquido). La verdad es que la ficción científica ha sido una forma grandiosa de desacreditar algunos descubrimientos; la criogenética y la criomedicina han sido blancos recurrentes.
Lo que pasó por alto la efímera sacudida de la criogenética fue esa cláusula teórica “en caso de que fuera posible efectuarse”, es decir, que a final de cuentas seguía permaneciendo en el terreno hipotético. Los problemas inherentes a la reanimación parecían susceptibles de resolverse porque se pensaba que constituirían una analogía fiel de los procesos naturales de hibernación. El hecho de que la hibernación nada tenga que ver con la resurrección no afectó al discurso y los objetivos perseguidos en los sesenta por algunos médicos marginales. Todo ello despertó una curiosidad popular que terminó desgastando el tema y el interés en él.
En 1967 L. Ettinger publicó el libro The Prospect of Immortality, que comenzaba diciendo: “La mayor parte de los que ahora estamos respirando contamos con notables posibilidades de seguir disfrutando de la vida física después de haber muerto; tenemos probabilidades medidas científicamente con sobriedad, de revivir y rejuvenecer cuerpos…” El tono y la forma de expresarlo pueden parecer un anhelo fantástico más de aquel periodo —bueno, no lo es tanto viniendo de los sesenta.
La comunidad científica de línea dura desde luego no dejó de refutar algunas teorías de Ettinger y de su referente Cornish, por considerarlas charlatanas, falsas, y no cesaba de cuestionarlas. Pero la opinión pública sabía que sus ideas igualmente eran apoyadas por el deseo casi maniaco de prolongar la esperanza de vida más allá de los límites, según las condiciones de la época.
Este científico californiano, sin ser un rompe-paradigmas en la ciencia y sin ánimos de recibir los más grandes reconocimientos, estableció un anclaje de la medicina moderna con aspectos poco explorados en la medicina occidental, a pesar de que la idea de la reanimación tiene antecedentes muy remotos y el interés en ella no había sido muy grande por la ciencia médica “seria”.
Las experiencias de Robert E. Cornish (con todo y el amarillismo que lo rodeó, exagerando algunas crónicas de la prensa que lo cubrió para vender) dejaron entrever que de cualquier forma era uno de los atacantes cáusticos de las metodologías positivistas, empiristas y sistemáticas occidentales bien aceptadas en aquella década conflictiva y de crisis de los treinta, probablemente sin estar consciente de ello. La atención mediática abandonó a Cornish muchos años, hasta que falleció a los 69 años.
Las des-definiciones de la muerte en gran medida motivadas por los cambios drásticos en la ciencia del siglo XX le dan a Cornish un lugar poco privilegiado. El nacimiento de la medicina intensiva permitió, progresivamente, avanzar en el desarrollo de técnicas de sustitución de las funciones orgánicas deterioradas o perdidas: la respiración, el trabajo cardiaco, la alimentación o la función renal. Efectivamente, hoy la medicina es capaz de mantener artificialmente de forma prolongada las funciones respiratoria y cardiaca, lo que refuerza la evidencia de que no se asienta en ellas la esencia de la vida humana. El mantenimiento artificial de las funciones cardiaca y respiratoria las desplazó, definitivamente, de la noción de muerte, por lo que fue imprescindible encontrar nuevos criterios que determinaran cuándo un ser humano había dejado de existir o de ser, lo cual escapa a la disciplina propiamente médica y hace que otros saberes se acerquen para poder seguir siendo campo fértil de las eternas incertidumbres. Bertrand Russell lo expresó con imponderable claridad: “Creo que cuando muera habré de pudrirme y nada de mi ego sobrevivirá”. ®
Layla Margarita Lain
UN GENIO , LASTIMA QUE NO LO DEJARON SEGUIR ADELANTE
SALUDOS