Sahkil

Yucatán, principios del siglo XX

La mera verdad es que era valiente el patrón, hombre como pocos para enfrentar lo de este mundo y lo del otro. Así de valiente. Eso es porque era hombre del campo, no como los otros que tienen sus casas en Mérida y na’ más visitan la hacienda de vez en cuando. No, el patrón ahí se crió, entre los caballos, los henequenes y las desfibradoras, no como esos señoritos de ciudad. Era tan hombre, si no es que más, como su padre, a quien la muerte se llevó joven.

Tendría veinte años, a lo mucho, cuando el patrón heredó la hacienda. Y en seguida puso en todos en orden. El patrón no permitía la flojera ni que los capataces fuéramos blandos con los peones. Y si alguna vez se le fue la mano y mató a uno que otro indio a palos es porque él se lo buscó. Pos el patrón ahí estaba en los henequenales, vigilando que se hiciera bien el trabajo, ahí con nosotros los capataces, aguantando el sol y el calor, y dándole duro a los indios pa’ que trabajaran.

Sí, era un hombre valiente. Nunca le vi una mueca de dolor ni de cansancio, menos de miedo. Ni cuando Alvarado lo mandó a colgar mostró temor. Furia, quizás, coraje, pero no temor. Y era un hombre justo, les digo, nunca azotaba a quien no se lo merecía. Además, acabó con los rateros. La hacienda de Sahkil estaba a medio camino entre dos pueblos: Áak’ab y Sahkab. Y en los dos acabó con los rateros. ¡Cuidadito el que quisiera robar en alguno de los pueblos! Si desaparecía algo, el patrón buscaba y buscaba hasta que aparecía el culpable y luego lo colgaba de un árbol y dejaba el cuerpo hasta que se pudriera y se lo comieran los x’caues, pa’ que todos aprendieran. Y no sólo a los rateros, a las adúlteras también y a los que se robaban a las muchachas. Y prohibió los duelos a machetazos. “Aquí la única justicia soy yo”, decía el patrón. Ya no hay hombres de su temple…

¿Qué? ¿Lo del otro mundo? Pos porque es verdad. El patrón se las vio con las cosas del más allá. ¡No es cuento! Miren, una vez el patrón andaba de noche, en su caballo, paseando por el monte, como le gustaba hacer a veces. Y según me contó, que vio a la Xtabay. De veras. Ahí la vio, me la describió con pelos y señales: una mujer muy guapa, morena, con cara de india bonita, de larga cabellera negra. Estaba apoyada en una ceiba. El patrón la miró un momento y luego siguió su camino, tal cual como venía. No se quedó ahí como hubiera hecho un pendejo, pero tampoco se fue corriendo, como hubiera hecho un cobarde.

¡Es verdad! No me crean. ¿Qué? Aquí el huachito no sabe quién es la Xtabay. Ja, ja, ja, ja. Pos ahí si te la encuentras me avisas. Es una mujer guapa como princesa, que seduce a los hombres y luego los mata. Pos no sé, unos dicen que se los come, otros que se los lleva al infierno. Pero el patrón ni cayó en su trampa ni tuvo miedo. Sólo siguió su camino, como quien no le da importancia.

¿No me creen? Pos sepan que ésa no fue la única vez que el patrón se encontró con cosas d’esas. Miren, esto no lo he contado nunca, porque el patrón me dijo que no lo hiciera. Pero ya descansa en paz él, y los otros que vivieron esta historia también ya pasaron a mejor vida. La cosa estuvo así…

Ah, pero tengo que empezar con otra historia. Fíjense que mi compadre… ’pérense… mi compadre, Fulgencio Canché, que era carpintero en Áak’ab y que en paz descanse, enviudó y sólo le quedaba la hija, que tendría unos quince años. Un día se me acercó y me dijo: Compadre, que no sé qué y que no sé cuánto y que mucha discreción, y yo le dije que vamos al grano, compadre, y que me dice:

—Pos fíjese, compadre que está pasando algo muy raro. Ya van varias mañanas en que me encuentro con que m’ija aparece desnuda y tirada, como desmayada, en el patio de atrás.

—No me diga, compadre. Eso me huele muy mal —le dije.

—Pos sí. Y cuando le pregunto qué ha pasado, ella no recuerda nada. Dice que sólo se va a dormir y que de repente amanece en el patio. Me quise quedar vigilando varias noches, pero siempre, a eso de las doce, me quedo dormido sin remedio —y aquí bajó la voz—, como si me estuvieran haciendo brujería.

Ustedes saben que yo no le tengo miedo a ningún vivo. A cualquiera que se me ponga en frente me le planto, como quiera, con machete o con pistola. Pero de cosas de brujos y de muertos, ahí sí no me meto. Pero como yo quería mucho a mi compadre y a mi ahijada, le dije:

—Mire, compadre, aquí hay gato encerrado. Yo lo voy a acompañar a montar guardia esta noche hasta que averigüemos qué pasa.

Y lo hicimos. Mi compadre Fulgencio se quedó despierto toda la noche dentro de su casa, mientras yo me escondí detrás de la albarrada del patio. Estaba yo agachado, con la carabina lista, y ya cabeceaba de sueño, cuando a eso de la medianoche escuché un ruido, como de algo muy pesado que arrastraban por la hierba. Me alcé y sentí cómo se me fue el color de la cara cuando vi que un gato, sí, un xla’gato negro, venía arrastrando a mi ahijada, desnuda, de los pelos. Les confieso a ustedes que me dio miedo, pero aquí quién me dice que no le hubiera dado miedo ver algo así…

Como les decía, vi al gato que con el hocico traía a la niña del pelo y la asentó en medio del patio. Entonces el gato, óiganme, el gato se metió entre las piernas de la niña y… pos… la violó… ¡¿Quién se rió?! ¿Hay alguien aquí que me diga mentiroso? ¡Que lo sostenga con la pistola! ’Ta bien, me calmo. Pero créanme, esto pasó como lo cuento, por ésta se los juro.

Vi cómo el chingado gato estaba violando a mi ahijada, y ahí más que miedo tuve coraje. Así que me olvidé de pendejadas, agarré mi carabina y salí de atrás de la albarrada gritando:

—¡Compadre! ¡Compadre!

¿Qué? ¿Lo del otro mundo? Pos porque es verdad. El patrón se las vio con las cosas del más allá. ¡No es cuento! Miren, una vez el patrón andaba de noche, en su caballo, paseando por el monte, como le gustaba hacer a veces. Y según me contó, que vio a la Xtabay.

Y que salió mi compadre con la fusca en mano mirando para todas partes sin saber ni qué ni cómo; se conocía que se había quedado dormido y que mis gritos lo despabilaron. El gato, apenas oyó el jaleo y vio salir al compadre, pegó un brinco y se escapó por la calle. Yo lo seguí y le disparé dos veces, pero no le pegué, y se me perdió entre las sombras.

Cuando regresé a la casa me encontré a Fulgencio que ya había metido a su hija y la tenía acostada en una hamaca, todavía dormida la chiquita. Vi que la cara de mi compadre estaba pálida del susto. Me dijo que no sabía qué hacer y yo le prometí que vigilaría con él ahí todas las noches, sin falta.

Ahí me quedé, en el patio de mi compadre, sentado en una silla todas las noches de la semana siguiente, con mi carabina preparada. Pero la última noche no pude aguantar el sueño y me quedé dormido. A la mañana siguiente la niña había desaparecido. No sabíamos cómo, porque las puertas de la casa estaban cerradas y trancadas. Nadie pudo haber entrado y si ella hubiera salido, aunque estaba dormido, seguro que la habría escuchado.

Fulgencio y yo estuvimos buscando a la niña por todas partes, por el pueblo, por el monte, por los pueblos cercanos. Nada. Le pedimos ayuda al patrón; no le contamos toda la historia pa’ que no creyera que estábamos locos, pero le dijimos que alguien se había robado a mi ahijada. El patrón nos prestó a cinco de sus hombres para la búsqueda. Pero nunca la encontramos, ni rastro de ella, ni nadien que pudiera decirnos algo sobre ella.

A las dos semanas los hombres del patrón se regresaron pa’ la hacienda; a los seis meses dejamos de buscar. Mi compadre Fulgencio se enfermó y murió poco después, yo creo que de pena. Los demás nos olvidamos del asunto.

¿Qué? Ahorita van a ver qué tiene que ver el patrón con todo esto. Un año después de que desapareció mi ahijada hubo un eclipse de luna. Me acuerdo bien porque, como siempre, salieron los indios de sus casas con cacerolas y palos, y todo lo que tuvieran para hacer ruido, y se pusieron a gritar para espantar al monstruo que se come a la luna. Bueno, la verdad es que yo también me puse a gritar y a hacer escándalo. Pos porque cuando vi la luna me di cuenta de que lo que la cubría no era una sombra redonda como la que se nota cuando está en menguante, sino que de verdad parecía la silueta de un monstruo, con garras y dientes afilados…

Pero voy al grano. Esto que les voy a decir me lo contó el patrón, porque a mí me tenía en mucha estima. Me dijo que esa misma noche del eclipse andaba paseando en su caballo por el monte, como le gustaba. En el momento en que la noche se puso oscura porque desapareció la luna escuchó el llanto de un bebé. Se extrañó e hizo caminar al caballo hacia donde venía el llanto. Se apeó del caballo y empezó a buscar entre los matorrales. Ahí encontró un bebé chiquitito, envuelto en una tilma, como las que usan los indios. Cargó al bebé y se volvió a subir al caballo.

Iba a trote con el bebé en un brazo cuando escuchó un gruñido, como de animal. El caballo se puso nervioso, pero el patrón lo obligó a seguir andando. Escuchó otro gruñido, esta vez más cerca. Miró a su alrededor y vio que de entre los matorrales lo estaban mirando un par de ojos colorados y brillantes. De pronto, el patrón sintió como si el bebé pesara cada vez más. Miró al bebé y vio que sus ojos brillaban de color rojo y que sonreía. De la impresión el patrón tiró al niño al suelo, y me dijo que sonó como si una piedra, o algo muy pesado, hubiese caído sobre la tierra.

Entonces un perro grande y negro salió ladrando de entre los matorrales y atacó al caballo, que se encabritó, tiró al jinete y se fue galopando despavorido. El patrón cayó de boca en la tierra y se golpeó la rodilla con una piedra, pero rápido se levantó y sacó su pistola. Vio entonces que el perro se alejaba por el monte con el niño en el hocico. Esto me lo contó el patrón al día siguiente. No había miedo en su voz; estaba más bien intrigado, confundido, si quieren, pero nunca asustado.

Pasó el tiempo y ya no hablamos más del asunto. Pero un día llegó un hombre de Sahkab, que quería ver al patrón. Había estado yendo varios días seguidos, pero los capataces no le habían dejado hablar con el patrón. Al fin, cuando pudo hablar con él le contó que ya iban varias noches en las que saqueaban el panteón, y que cada mañana encontraban varias tumbas vacías.

—¿Y qué chingados quieren que haga yo? —dijo el patrón—. Monten guardia en el panteón y ya está. Hasta ustedes podrán hacerlo.

—Es que, patrón —dijo el hombre de Sahkab en un susurro—, nadie se atreve a salir de sus casas en las noches, porque… dicen que es un monstruo o un brujo el que se lleva las tumbas.

—¡Monstruos a mí! —vociferó el patrón—. ¡Si serán pendejos! Esta misma noche yo mismo voy a estar ahí haciendo guardia pa’ que vean cómo me chingo a su monstruo.

Dicho y hecho, esa misma noche el patrón, otros cuatro hombres y yo, todos armados, nos apostamos alrededor del panteón. Éste estaba bardeado por una pared muy alta y la única forma de entrar era través de una gran reja de hierro en la fachada. Cuando cayó la noche los pueblerinos se metieron en sus casas. Recuerdo que una vieja llegó y nos dio la bendición antes de irse a guardar a su chocita.

A eso de la media noche escuchamos un ruido, como el galopar de un caballo. La noche estaba completamente oscura, pues no había luna, pero yo pude ver desde donde estaba que una masa de oscuridad se distinguía de las penumbras que la rodeaban. La cosa ésa llegó hasta la reja del panteón, y entonces la pude ver. Era un toro enorme, alto como una casa y largo como dos caballos puestos uno detrás del otro. Era más negro que la noche y sus ojos brillaban rojos de fuego. El toro empujó la reja con sus cuernos y ésta se abrió de par en par, así de fácil, como si no tuviera candado. Luego entró en el panteón. Trepé la barda y me asomé para ver lo que hacía allí dentro. Entonces vi, se los juro por ésta, cómo el toro escarbaba con su pata en una tumba y luego metía el hocico y se comía al muerto, con todo y huesos, como si los chupara. Ahí sí lo confieso, tuve miedo. Pensé que ese toro debía ser el mismo diablo, y ¿qué podían hacer seis mortales contra Satanás?

Miré a mi lado y vi que el patrón estaba trepado junto a mí, con los ojos muy abiertos. Entonces le noté una mirada de decisión, apuntó con su rifle y le disparó al toro. El bramido que pegó el animal debió haberse escuchado por todo el pueblo. Del puro susto me caí de la barda. El patrón gritó:

—¡A ver, coyones! A esta cosa le duelen las balas. ¡A darle, pues! —y le pegó otro disparo a la bestia.

En ese momento salimos todos con nuestras armas y le empezamos a disparar al toro, que se dio la vuelta y salió corriendo del panteón. El patrón se adelantó, persiguió al monstruo a pie y le siguió disparando hasta que la bestia se perdió de vista. Alcancé al patrón, que se inclinó y tocó una mancha oscura en la tierra. Era sangre. El patrón sonrió.

—Lo lastimamos —dijo el patrón cuando los demás hombres nos alcanzaron—. ¿Qué esperan? ¡A sus caballos! Vamos a seguir a esa cosa hasta que la hayamos matado.

Y así lo hicimos, seguimos el rastro de sangre. Salía del pueblo por el camino a Sahkil y luego torcía en dirección a los henequenales. Los atravesamos siguiendo el rastro hasta un monte sin cultivar. Nos detuvimos frente a la selva; sabíamos que los caballos no podrían andar por ahí y nos parecía una locura meternos donde no había ni siquiera un sendero qué seguir; además había tigres y otros animales. Y algunos decían que en medio de la selva había ruinas muy antiguas, más viejas que cualquier otra, en donde se reunían los brujos mayas para hablar con sus dioses. Pero el patrón nos ordenó que nos bajáramos de los caballos, que armáramos unas antorchas y que siguiéramos. Nadie se atrevió a decir que no, pero uno de nosotros dijo:

—Hay que ponernos las camisas al revés, con los botones en la espalda, para que no nos pierdan los aluxes.

—Hagan lo que quieran —dijo el patrón—, pero apúrense.

Dicho y hecho, esa misma noche el patrón, otros cuatro hombres y yo, todos armados, nos apostamos alrededor del panteón. Éste estaba bardeado por una pared muy alta y la única forma de entrar era través de una gran reja de hierro en la fachada.

Y nos internamos en la selva. Pronto estuvimos rodeados de árboles altos y siniestros; nosotros teníamos miedo, pero el patrón continuaba con el mismo paso veloz, siguiendo la sangre del toro. A veces perdía el rastro, pero no tardaba mucho en volver a encontrarlo, quién sabe cómo, porque estaba más oscuro que dentro de una gruta, y más allá de lo que iluminaban las antorchas no se alcanzaba a ver nada más que unos puntitos brillantes, como ojos, que nos veían a través del follaje. Me dije que debían ser monos o tecolotes, o algún otro animal, pero ello no me sosegaba.

De pronto sentí un golpe en la cabeza, como si me hubieran arrojado una piedrita. Luego todos sentimos que nos estaban lloviendo guijarros y escuchamos susurros que venían de todas partes y que blasfemaban y nos insultaban.

—Ay, patrón —dijo uno—, son los aluxes, los señores del monte.

—¿Ah, sí? —dijo el patrón sacando su pistola y pegó dos tiros al aire—. ¡No sean cobardes! ¿Ellos tienen piedritas? Pos yo tengo balas —y al instante se detuvieron las pedradas.

Y seguimos así por horas y horas, hasta que el sol comenzó a alumbrar entre las copas de los árboles. Fue entonces cuando vimos un resplandor en lo profundo de la selva y nos dirigimos hacia él. En medio de un claro había una choza maya y el rastro de sangre seguía hasta ella. El patrón entró en la choza con la pistola en mano, y nosotros cinco lo seguimos.

Esto fue lo que vimos en la choza. Al centro, estaba una mesa de madera, el único mueble en toda la casa, y sobre la mesa, una canasta con un bebé. Tirado en el piso estaba el cadáver de un muchacho joven, indio, fuerte, apuesto, con varios agujeros de bala en el cuerpo. Arrodillada junto a él estaba una muchacha, que no era otra que mi ahijada, la hija de mi compadre Fulgencio. La niña no dejaba de llorar y de acariciar el cabello del joven. Atrás, afuera, ardía una hoguera.

El patrón apuntó su revólver a la cabeza de la muchachita y le disparó. Cayó muerta enseguida. Con la misma agarró al bebé de una pierna y lo arrojó a la fogata.

Lo único que le pido a Dios es no tener jamás que volver a escuchar un sonido como el que hizo esa cosa cuando se quemaba. ®

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Publicado en: Abril 2011, Narrativa

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  1. Mi estimado Mike, debo decir que me gustó mucho este texto, ¿está basado en la mitología de los pueblos indigenas de Yucatán, todo lo del toro, y el gato, y eso? Me recordó mucho a los cuentos sobre los kibales.

    Saludos mi buen.

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