San Luis

Una charada en el desierto

Al norte del desierto de Sonora queda este pueblo lejos de todo, sin agua y con demasiado sol, rodeado de vacío y nostalgias.

Bien dicen los que saben que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver… San Luis es una charada en el desierto. Es, ha sido y será de y para locos.

Tan lejos de todo. De las montañas que paren al río al que debe su nombre y que tiene años que no saluda. De Agua Prieta, de Nacozari, de Álamos, de la gloria. Se sabe huérfana desamparada. Sola, terriblemente sola, no tiene otra utopía que la de transitar como transita lo que habita en los lugares encantados. Hay esperanza pero siempre difusa. Sus milagros son siempre inconclusos o con capacidades diferentes. Su temple se ha forjado como el carácter de una mujer abandonada. Su felicidad es de mesalina despechada. Tiene un orgullo genuino montado en la falacia de saberse ambrosía virgen, jamás usada.

No es dueña de nada. Ni del río que la bautiza ni del desierto de Altar que la rodea, ni del Golfo de Santa Clara que siempre la espera ni de su gente que se marcha a la menor provocación, ni siquiera del sol con el que tiene una relación de amante ya que lo reclama en matrimonio la ciudad que lo capturó a 600 y tantos kilómetros de distancia.

San Luis es sinónimo de ironía y de sarcasmo. Es un preludio de broma macabra. Como el cine que existió con el nombre de Curto, que acorde con este lugar no se sabe de dónde proviene ese apellido. Y es que San Luis no tiene apellido. Utiliza el de Río Colorado pero sospecha y algunas veces balbucea que el verdadero tiene algo que ver con San Francisco de las Cachoras.

Al igual que en Comala, todo parece estar como en espera de algo. Hay una cierta prisa pero para que todo vaya despacio. Hay vidas que no son vida e invenciones que pecan de cinismo. Hay ferias que son todo menos ferias y tardes donde el sol, beodo de aburrimiento, no quiere retirarse de las calles. Eso provoca temperaturas atroces que generan ilusiones ópticas a las que se les ponen nombre de mujer con belleza de concurso nacional, pero sólo suceden si hubieras venido ayer.

Su gente es de novelas con pueblos de nombre Macondo. Común y distinta como cada grano de arena del desierto en que se posa. Ahí existen eruditos con seudónimos como Pablito, Elvira, Garibaldi y Nemorio y una mujer con besos sabor caramelo que se apoda Ramona.

No hay clases sociales ni castas ni familias de estirpe o con linaje, pero sobresale una considerable cantidad de generaciones perdidas que padecen una locura que parece cordura transitoria. Eso conlleva a posicionamientos políticos que motivan la alternancia, pero no son caso de estudio para los intelectuales domésticos que la sueñan ejemplo, ya que conocen que sus principios e ideología están delimitados en similitud con la demarcación de su zona de tolerancia, lo que en vez de confundirlos los mantiene unidos proclamando una suerte de independencia de su capital, la que sigue empecinada en el arraigo.

Si Hermosillo viste de rojo, San Luis de azul, y si Hermosillo se viste de azul, San Luis de rojo, en una órbita que juega perpetuamente al gato y al ratón pero que justifican con inducida mala comprensión de lectura —obtenida de libros de texto gratuito— lo que en las urnas gritan: “El mal que se hace con el mal se paga”.

No es dueña de nada. Ni del río que la bautiza ni del desierto de Altar que la rodea, ni del Golfo de Santa Clara que siempre la espera ni de su gente que se marcha a la menor provocación, ni siquiera del sol con el que tiene una relación de amante ya que lo reclama en matrimonio la ciudad que lo capturó a 600 y tantos kilómetros de distancia.

Existen sátiros con mentes de macho cabrío que trabajan arduamente por las noches para que San Luis no deje de ser un pueblo chico, puesto que aman y luchan por mantener —cual si fuera reserva de la biosfera— su infierno grande. Su contraseña es “que todo cambie para que todo siga igual”, la cual susurran en los oídos de los trasnochados y uno que otro pusilánime. Y hay un testigo protegido por dioses que despiden aroma de gobernadora y aceite de cártamo “tostado”, que sabe de esas historias ya que las ha observado una madrugada sí y otra también con sus ojos de gato con apetito satisfecho. Cada comentario, cada embuste, cada amor furtivo es una porción de mayonesa dirigida con violencia hacia una fritura redonda de maíz; cuando por circunstancias inesperadas concurren al mismo tiempo suelen convertirse en pieza de pollo de un caldo que es pócima de mal de amores, el cual induce más al olvido que a la atracción del amado.

Solo él sabe que ambos alimentos roban la historia de quienes los consumen y las acumula como propiedades al mejor postor. Cebado de recuerdos, juega con la sorna a que es mudo; taciturno, sonríe cuando le preguntan quién manda en esa tierra que produce actos inauditos que a nadie asustan porque nadie, a pesar de que suceden, los cree a ciencia cierta.

Y para que se duerman los niños se cuentan cuentos donde se roba a la policía mercancía que vale cantidades inverosímiles de dinero y los niños descansan soñando en que algún día estarán al lado de los buenos. Ya adolecentes crecen sabiendo que a los periodistas que hablan de esos asuntos los premian con pedacitos de plomo aromatizados con olor de azufre y de nitrato de potasio, y fantasean con llegar a ser benjamines en fuentes de inspiración para estatuas póstumas, llenas de flores.

También existen los que han dilapidado su vida descifrando las metáforas que se encuentran en el verbo de los descendientes de un tal Fausto Ochoa, las ficciones escritas con la izquierda de Petra Santos o los secretos que con su alegría de loca una señora de nombre Juana mostraba en cada esquina. Quizá un día se darán cuenta, seguramente en el ocaso de sus vidas, ya enterradas sus madres, ya su mente maltrecha, que esa forma de vivir todos los días con la ansiedad de jugador empedernido no lleva a otra cosa que a amar personas que no quieren dueño, con la certidumbre de saber que esa relación depende de palabras como te necesito, me faltas y no te vayas, repitiéndose inicuamente hasta la sinrazón.

Y no omito a los insensatos que bebían a herida abierta sangre de quelonios marinos y que competían por medio de juegos inventados hace más de mil años por el falo de éstos, intentando apoderarse de propiedades inimaginables reservadas sólo para deidades del mar y de tritones sentados a su diestra. Al ganador se le auguraban futuros encuentros carnales muy gratos y prolongados, especialmente con la mujer de otro. Al perdedor acaso una suerte de celibato fisiológico. Y es que para esos hombres rudimentarios, adoradores de la luz y la energía, no había otra tierra prometida que la muerte florida de un caguamo.

Y hay hombres letrados amantes de la cacofonía que dicen con mentirosas verdades que charlaron con Renato Leduc, ese que profetizó que el tiempo es oro. No hay referencia alguna, ya en verso, ya en prosa, de imprecación alguna, característica del poeta en cuestión, por lo que los testigos abogan a que se les crea por gracia de Dios y del Espíritu Santo, ambos ajenos a la lectura del Prometeo Sifilítico. Nadie recuerda a qué vino o qué lo trajo, si fue por despedirse para siempre de algo o de alguien, a conocer la aldea hasta donde pararon —cual orilla del mar—, sus genes o a saludar a una nieta lejana que sigue obsesionada en lo que un loco le dijo y que no duerme de día porque tiene miedo a que le coman el cerebro las moscas.

El pasado de San Luis es sinuoso como los cuerpos de las víboras de cascabel que atraviesan el desierto. Es un pasado fincado en el tráfico de algo; orientales, armas, drogas, mujeres, y almas que dicen que compraba el diablo atrás del borrascoso. Permitió que la fama la hurgara debajo de la falda, lo que engendró negocios con nombres como Mocambo, que llenaron de mitos y leyendas de novela policíaca todos los confines de sus alrededores. De sus ruinas emergieron princesas con nombres inextricables como el de Brenda Carol. Y gente que no sabe otra cosa que hablar bien de los muertos, cuenta que, desde que lo echaron del “Le Fort”, el fantasma de Pedro Avilés no descansa y por las noches le jala los pies a la gente que se viste de policía.

Si Hermosillo viste de rojo, San Luis de azul, y si Hermosillo se viste de azul, San Luis de rojo, en una órbita que juega perpetuamente al gato y al ratón pero que justifican con inducida mala comprensión de lectura —obtenida de libros de texto gratuito— lo que en las urnas gritan: “El mal que se hace con el mal se paga”.

Y en este pueblo de espanto hubo noches en que parvadas enormes de aves sin retorno escucharon música en vivo en una cueva cavada por los leones. Hay antropólogos sociales con prestigios que se merecen, los cuales se reservan artículos que serían aceptados con facilidad en revistas especializadas que reconocen la verdad de la metafísica, que se saben dueños del descubrimiento de que a golpe de música, en cada espacio posible de sus paredes, está tallada la palabra Quédate en el idioma que parlan los anglosajones, y que sus estelas fueron hechas por la cofradía del fuego y un grupo de agradables malas compañías.

Y en el refugio de un misionero jesuita de origen italiano se violaron leyes que rigen la naturaleza de los astros y a fuerza de un desacato que sólo suele gestarse por sicosis colectiva, se negó a cerrar sus puertas a la hora señalada en el oráculo, el cual emanaba del cielo ensangrentado que convertía por minutos, acaso segundos, la ciudad en Bagdad, y donde con desdén de gente que todo lo sabe a nadie le importó que todo, prácticamente todo, se convirtiera en calabaza. Pero hoy sé, posterior a una reunión de amigos, que a los presentes no les importaba el acto en lo absoluto porque de alguna forma todos sabían que la zapatilla sería para quienes ya sabían leer de rutas y caminos.

De esta irrealidad no queda casi nada. Pero cómo habrá de quedar algo si nada es de esta ciudad de personas que buscan que los besen seres misericordiosos para volverse los monstruos de Gila que saben que son, y que castigados en la región del Pinacate, han llegado a San Luis convertidos en los entes inventados por el delirio de alguien que hubo de soportar el viento negro del desierto, delirio ausente de humedad pero delirio, y que hoy pululan su arenal.

Nada es de aquí; ni el bacanora ni la machaca ni las coyotas ni los cortes de carne ni los coricos ni el caldo de queso ni la gallina pinta ni la profundidad del orgullo sonorense. Ni siquiera el agua que aquí se bebe. Lo único que sí es de aquí y en demasía es una profunda nostalgia por lo que de ningún modo ninguna vez sucedió y que me obliga a maldecir las muchas ganas de no volver a verte, pueblo de eternos acertijos y en donde el puro ser provoca en el alma tremores de pajarito, que se magnifican hasta el suplicio solamente cuando se respira y algunas veces cuando se reconoce que hay que vivir la vida sin poseer la virtud de conocer el tiempo.

Pero el sabor del caramelo… todas las largas noches… me llama quedito a tu recuerdo en una voz que reconozco, tal vez muy lejana pero que indudablemente reconozco, y me musita quédate. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Septiembre 2011

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