Terrence Malick, toda una vida

La delgada línea de la independencia narrativa cinematográfica

La escasa pero valiosa obra cinematográfica de toda una vida llevada a cabo por Terrence Malick establece las posibilidades artísticas del trabajo cinematográfico en el marco de sus rasgos populares recalcitrantes: la narratividad y el uso de personalidades del star-system. Su obra de afirma la posibilidad de apertura y de transformación del cine comercial.

I

Desde su elitismo ilustrado, Theodor Adorno planteó algunos de los cuestionamientos y de los retos más contundentes al modo de vida universalizado del capitalismo tardío. Uno de ellos, montaraz en su ensayística, es la determinación del estatus del cine. Porque es una actividad plenamente tecnologizada y mercantilizada que, al mismo tiempo, puede ser un modo del arte. No obstante, en su encarnación más recalcitrante, exitosa y globalizada, como es la industria cinematográfica hollywoodense, el filósofo alemán no le concedió nada más allá de su esencia cosificada. Para él el cine de Hollywood, pura y simplemente, era la más acabada encarnación de la “industria de la evasión”. Puesta ahí, a nivel masivo, para el entretenimiento de la clase asalariada, a manera de placebo para las vicisitudes de la vida clasemediera cotidiana. Sin rastro de arte, era simplemente una modalidad del allanamiento cultural, de la repetición de la puerilidad mundialmente compartida:

Los filmes se realizan a la medida de su clientela, se calculan en función de sus necesidades reales o imaginarias y reproducen estas necesidades. Pero al mismo tiempo estos productos, que, por su distribución, son los más cercanos al espectador, son los que le resultan más extraños desde el punto de vista objetivo, atendiendo al proceso productivo y también a los intereses que representan. La realización carece de cualquier contacto humano con los espectadores […] la presunta voluntad del público solamente se puede percibir de una manera indirecta y en una forma completamente cosificada, a través de las cifras de taquilla.1

La dualidad, común a toda la fase del industrialismo moderno, entre sistemas de producción y usuarios se cumple sin mácula en el cine. No es casual que su materialización más acabada, en tanto que industria, se haya dado en Estados Unidos, generando desde muy temprano en el siglo XX un proceso de unificación, desbastamiento y digeribilidad de los contenidos, técnicas y formas cinematográficas. En eso Adorno sigue siendo irrefutable. Pero el punto de vista crítico de filósofo exige demasiado a una actividad colectiva que es netamente capitalista, no sólo en su estructura administrativo-financiera y de difusión pública, sino en su esencia vital misma:

Las demás artes se inscriben en una línea histórica, con escuelas y estilos que seducen, rivalizan y se afirman oponiéndose. Todos los artistas se reconocen por los maestros en los que se inspiran, de los que se apartan y de los que se diferencian, para hacerse maestros a su vez y tener discípulos o enemigos. El cine no sigue este esquema. Se inventa a sí mismo, sin antecedentes, sin referencias, sin pasado, sin genealogía, sin modelo, sin ruptura ni oposición. Es natural e ingenuamente moderno. Y mucho más por ser resultado de una técnica sin ambición artística concreta… El arte no crea la técnica, es la técnica lo que inventa el arte.2

La clarificación de Serroy y Lipovetsky es fundamental, porque si ha de haber un fundamento último del cine éste sería puramente tecnológico y no es de poca importancia que justamente el rasgo tecnológico sea el más aventajado en las producciones hollywoodenses. Es decir, la contundente argumentación adorniana en contra del imperio del cine comercial revela la existencia de una confusión mayor cuando se pretende que puede haber algo más que la producción en masa de mercancías para el gran público; su ejemplo del papel de la música en el cine es claro al respecto:

A partir de su monopolización, la música del cine ha escapado irremisiblemente del campo de la cultura, sin ser, no obstante, ni siquiera un poco más culta de lo que era en la época de la “irrespetabilidad”. Su progreso no ha consistido en otra cosa más que en sacar al kitsch de sus escondrijos y en institucionalizarlo. Con ello no se le ha mejorado, nada, sino todo lo contrario.3

Pero no estaba ni está escrito en ningún lado que el cine en sí mismo deba ser un vehículo del arte. Es más, eso fue un filo improbable en su desarrollo durante el siglo XX. En consecuencia, no hay necesidad de que en el cine haya artistas como en la plástica o en la narrativa. Sin embargo, los ha habido y los hay. Personalidades excepcionalmente dotas que han sabido explotar las posibilidades de la técnica cinematográfica para configurar y explorar nuevas formas del arte.

II

The Tree of Life

Quiero entonces tomar el ejemplo de uno de ellos para realizar algunas notas en torno a una parte significativa de su obra con la finalidad de problematizar la crítica de Adorno. Ocurre con Terrence Malick que su trabajo arriba a la excepcionalidad por medio del aprovechamiento de algunos de los elementos inherentes al cine de masas: la utilización de personalidades reconocidas en el mundo comercial de los espectáculos; la narración de historias con matices actitudinales como el honor, el amor y la amistad, etc.; la elección de temas, ambientes y evocaciones eminentemente estadounidenses, así como el uso de canales multinacionales de producción y distribución (la 20th Century Fox). El caso del oriundo de Illinois es significativo, puesto que a diferencia de realizadores expresamente dedicados a la superación de los elementos sine qua non del cine de masas, como ha sido el caso del más grande cineasta vivo, David Lynch, en obras como Eraserhead (1977) e Inland Empire (2006), Malick se mueve en la línea limítrofe entre el arte y la mercancía.

En las tres últimas cintas de Malick, la parte más prolífica de su intencionadamente espaciada producción, compuesta por The Thin Red Line (1998; filme sobre la batalla de Guadalcanal entre estadounidenses y japoneses durante la II Guerra Mundial), The New World (2005; recreación de la llegada inglesa a tierras americanas, así como de la leyenda de Pocahontas) y The Tree of Life (2011; teogonía que explora la relación del ser humano con la divinidad) hay una constante visual que llamaré ecológica: la cámara a la altura de los hombros del caminante, en una especie de close up extendido inverso, resaltando el entorno silvestre envolvente; asimismo, el paneo en la posición de los ojos del andante que observa cabeza arriba el medio ambiente circundante que lo engloba, lo protege y amenaza al mismo tiempo. La toma ecológica se traslada asimismo a las escenas subacuáticas, con la visión de la emergencia desde el agua, en un recorrido de la cámara de lo profundo a la superficie en un plano de medio rango, más o menos lo que se ve cuando observamos desde el fondo de un estanque nuestra propia salida a la superficie. Tomas que están presentes de manera destacada en las mencionadas películas, resaltando el aspecto arquetípico, arcaico y primordial de la emergencia desde el agua, algo que Carl Gustav Jung destacó como la representación esencial de la mente profunda; el recorrido a las profundidades de la psique ancestral.

La oposición dialéctica entre el medio y el ser humano y sus productos surca asimismo la poética y la fotografía de las películas de Malick, estableciendo de esta manera la recurrencia de la pregunta filosófica por el ser del hombre en medio del ser en general; algo que, por ejemplo, Martin Heidegger (autor a quien Malick tradujo en su juventud) destacó en sus reflexiones filosóficas: ¿Sigue siendo posible en la era tecnológica encontrar un “claro en el bosque”, un sitio de despejamiento de las transformaciones humanas de la naturaleza?

Por supuesto, el inicio del cocodrilo sumergiéndose en el barro de The Thin Red Line y la subsecuente pregunta “¿Qué es esta guerra en medio de la naturaleza?”, que en clave de reflexión intimista y poética se hace el soldado Witt (Jim Caviezel) aran en este terreno. De igual manera, hacia el desenlace de la película, la progresión de la cámara delante del trío de soldados encabezado por Witt, que van a explorar el avance enemigo en medio de la selva tropical del Pacífico asiático, señala la inmersión intrusa en la espesura natural, bajo los ojos de las impasibles criaturas silvestres y la inminencia del ataque enemigo. Cuando esto ocurre, por un instante, cesa el sonido de los morteros japoneses y sólo se percibe la voz del entorno. Ululares, silbidos, chasquidos, el sonido del agua del río. Los murciélagos frugívoros enormes, conocidos como “zorros voladores”, pendiendo pesados de los árboles, observando impávidos el andar cauto de los soldados, enfatizando con el cierre de toma hacia los ojos saltones de esos seres la paradoja de la guerra en medio de la naturaleza.

Ahora bien, una secuencia recurrente tanto en The Thin Red Line como en The New World es la de los barcos que no se detienen, van; horadan el mar, abren la naturaleza con su inconfundible filo tecnológico en la punta del bulbo de proa partiendo las aguas, rasgando la inmensidad de la naturaleza representada serena e inabarcable por el sustrato acuático. Así el poderoso wide shot del destructor de la Armada estadounidense en avanzada, con su estela de humo industrializado, rompe el paraíso y hace que la realidad mecanizada se instale invasivamente en un horizonte de naturaleza virgen. El director hace el cambio del wide shot al close-up de proa, subrayando la dinámica de la embarcación con el estruendo de los motores y la visión de la espuma que abre vertiginosa el mar contenedor. El navío guerrero se presenta impávido, impersonal, inevitable. A continuación, el plano medio del sargento Welsh (Sean Penn) mientras da una reprimenda realista y desencantada al irredento Witt, quien por enésima vez se ha fugado de la C Company destacada en el Pacífico oriental: debe entender que no hay más mundo que el de la destrucción.

Tenemos, al cabo, la que ha sido la más reciente y más acabada entrega de Malick: The Tree of Life, cuyo desarrollo eminentemente religioso es el planteamiento de la dinámica entre el orden y el caos. En la película, la continuidad representacional está siempre supeditada a la híper semántica propia del cine holístico del realizador.

Sean destructores de la II Guerra Mundial, sean navíos ingleses del siglo XVII, los barcos encarnan la apertura de un mundo ignoto por la civilización paneuropea. De esta manera, la secuencia de las embarcaciones que parten el medio circundante será calcada al inicio de The New World con carabelas en lugar del destructor y, si todo hay que decirlo, la del 2005 es la cinta más floja de la época reciente de Malick, puesto que su hechura se basó en trasplantar la historia de los primeros colonos a los parámetros cinematográficos establecidos de manera pulcra en The Thin Red Line, sin ofrecer mayores innovaciones en relación con éstos. Por igual, el reparto elegido, encabezado por Colin Farrell (como el capitán Smith) y Christian Bale (como John Rolfe) no logró un desempeño más allá del estándar que les es conocido en otras cintas de Hollywood, lo mismo que la elección de la joven y hermosa actriz, Q’orianka Kilcher, como Pocahontas, cuya fisonomía no logró romper con el cliché anacrónico de la famosa indígena norteamericana: el de una mujer de belleza mestiza y sofisticada, hija plena del multiculturalismo posmodernista y no de las razas premezcladas de la primera Modernidad.

Tenemos, al cabo, la que ha sido la más reciente y más acabada entrega de Malick: The Tree of Life, cuyo desarrollo eminentemente religioso es el planteamiento de la dinámica entre el orden y el caos. En la película, la continuidad representacional está siempre supeditada a la híper semántica propia del cine holístico del realizador. El sistema expresivo de Malick, que en el marco de las cintas aquí comentadas fue bruñido hace casi tres lustros con The Thin Red Line, compuesto por los recursos ya mencionados, al igual que por una prolija prosa poética, el entrelazamiento de flashbacks nemotécnicos, la omnipresencia de monólogos interiores y la construcción de una temporalidad expansiva que entreteje subjetividades, épocas y arquetipos por medio de una exquisita visualidad cuya angulación y posicionamiento fragmentado evade el kitsch de lo bello estandarizado al que alguien como Emmanuel Lubezki, su actual director de fotografía, es tan afecto. Las imágenes directas, fuertes, contundentes, junto con los planos en picada, las vueltas de cámara y el manejo de los contraluces remiten a un más allá ontológico que lo mismo se dirige al espacio ensimismado de la psique que al estado de los tiempos, así como a la espesura metafísica del universo; algo que en The Tree of Life constituye una de los engarces secuenciales más rotundos del cine contemporáneo.

De impronta hegeliana (se sabe que Malick es licenciado en filosofía), el filme plantea la presencia de la divinidad como un principio de orden que emerge desde el caos. La dialéctica de lo existente radica en la continuidad infinita de esa realidad imbricada. Sin duda, el orden de lo cósmico y lo natural engloba sin cortapisas la destrucción, la aniquilación y la reabsorción de sus elementos en un perpetuo vaivén de expansiones y contracciones universales.

Si, como han especulado los críticos,4 la llamarada inicial, que aparece también a manera de disolvencia entre los cortes diegéticos del filme, es Dios, entonces Malick ha cuidado de dar a entender que éste es un principio abstracto y no uno personal. El fuego como representación suprema de la energía plena, del proceso de transformación de lo natural en una energética pura sin miramientos, que lo mismo puede promover la vida que aniquilarla. “Nada permanece”, dice su suegra (Fiona Shawn) a una doliente madre, Ms. Obrien (Jessica Chastain), tras la muerte de uno de sus jóvenes hijos. La madre afligida pregunta en medio de la pena a Dios “¿Dónde estás?”, y exige “¡Respóndeme!”; su cuestionamiento por la ubicación metafísica de Dios es respondido de manera poderosa por la secuencia del Génesis: formaciones estelares, conflagraciones cósmicas, el nacimiento de la Vía Láctea; una soprano profunda acompañando el monólogo interior del universo. El Sol en expansión, la Tierra al fin, en medio de magma volcánico y el inicio de su historia arcaica: la emergencia de la vida rudimentaria desde los mares hasta el dilatado dominio de los dinosaurios y su posterior extinción por un accidente cósmico (hay en la secuencia la escena de un dinosaurio herido en la orilla de una playa: en la entrada “A dinosaur on the shore” de mi blog ofrezco una interpretación posible de ésta). Choque interestelar que, al cabo, dio pie a la emergencia del ser humano: “…and, last but not least, a child being born —to a white-clad mother who neither sweats nor shouts— in postwar suburban Texas”.5

La secuencia entera de la creación, engarzada con el profundo drama familiar sobre el que se construye la narrativa discontinua del filme, manifiesta las posibilidades exquisitas del cine fronterizo que practica un realizador como Malick. Al tiempo que ofrece una historia de época (se ubica en los años de la posguerra en el sur de Estados Unidos), enfocada en los aspectos de la siempre tensa generación de actitudes y sentimientos familiares, a través del encuadre privilegiado de la memoria del hijo mayor de la familia, Jack O’Brien (Sean Penn), quien desde la actualidad recuerda los tiempos de su primera adolescencia en la Texas de los cincuenta, la película expande el sentido de las sinergias vitales, concentradas en el microcosmos familiar, para hacerlas estallar en la inmensidad de los espacios cósmicos estelares, poniendo de relieve la continuidad de la lógica de la existencia y sus fuerzas epifenomenales a través del tiempo y del espacio.

Caro a todo ello es la persistencia de la búsqueda del principio de orden de todo cuanto hay; algo que ha perseguido a la razón humana desde que ésta existe. Como si tuviéramos consciencia de que nosotros, los seres humanos, somos el caos, hemos buscado con vehemencia la trama oculta del mundo y del universo a través de nuestras propias creaciones. Así Jack, a quien durante toda su vida adulta ha perseguido tanto el duelo por la muerte de su hermano menor, R. L. (Laramie Eppler), como la pregunta misma por el sentido de la muerte. Jack, quien de adolescente se reveló con energía al estricto ordenamiento familiar de un padre amoroso pero autoritario de mediados del siglo XX, en su adultez se vuelve arquitecto. Encarnación del orden humano por excelencia, el impulso arquitectónico es, junto con el lenguaje, la exteriorización pura de nuestra especificidad planetaria: ningún otro ser habla y edifica como nosotros. La escena inmediata posterior a la mañana en que Jack adulto conmemora un aniversario más de la muerte de su hermano es inequívoca al respecto. La cámara en contrapicado tomando la majestuosidad de los rascacielos en el moderno distrito empresarial donde él trabaja revela la proyección suprema del orden racional de nuestra especie: esfuerzo paradójico para sobrepasar las fuerzas extra humanas que, con todo, nos ha formado en el tiempo inmenso de la evolución.

El filme, al cabo, es una obra polisemántica estructurada con numerosos niveles de realidad de los cuales sólo he dado parcialmente cuenta de los antedichos. En ella se encuentra también la identificación del entorno arquitectónico de Jack (“Jack’s downcast glances out of high windows and the flashes of transcendence that are vouchsafed by patterns of glass and steel”6) como las murallas de la mente racional que con dificultad contienen la ola de energías emotivas que traen consigo los recuerdos en flashback de su juventud. Asimismo, la figura de la madre doliente puede ser también interpretada como la Madre Tierra en crisis, intentando comprender el sentido de su destino cósmico; sin que falten, por supuesto, las aproximaciones psicologistas al papel desempeñado por décadas (o siglos) de una mundialmente expandida y rígida paternidad que solamente puede mostrar el afecto por medio de la fuerza. Etcétera.

III

De una manera similarmente crítica, pero mucho más consecuente y sin el encorsetamiento elitista de la alta cultura de Adorno, Fredric Jameson observó de manera penetrante el justo lugar del cine durante el siglo XX, en general, y durante el periodo del afianzamiento del capitalismo tardío en las últimas cinco décadas, en particular. Afirmó su cariz eminentemente tecnológico, pero no le escatimó posibilidades netamente artísticas en manos de grandes creadores; estableció el paralelismo con la literatura en tanto que mecanismo de absorción de tendencias epocales, como el posmodernismo, pero negó que sea el cine el lugar por excelencia de la hegemonía cultural. Para Jameson, este sitio lo ocupa en cambio el video clip: “…the most likely candidate for cultural hegemony today. The identity of that candidate is certainly no secret: it is clearly video, in its twin manifestations as commercial television and experimental video…”.7

Así, la obra del realizador estadounidense afirma la posibilidad de apertura y de transformación del cine comercial, algo que desde una crítica radical como la de Adorno difícilmente pudo haber sido previsto; por más que de manera lastimosa, en nuestra contemporaneidad, quizá no tenga ya más espectadores que interpelar que un puñado de críticos en una sala cinematográfica semivacía.

A través de inmensos medios de difusión global la cultura del video clip se ha universalizado, creando una peculiar forma de percepción de lo fílmico con base en la brevedad, la trivialidad y el cliché. Si ya desde mediados del siglo XX Adorno había identificado el carácter ramplón del grueso del cine narrativo de entretenimiento hecho en Hollywood, en la era de la cognición formada por el pop desechable esto se agrava. No porque en sí misma la cultura de masas y sus productos reiterativos sean deleznables, sino porque es el síntoma de una involución mayor que algunos críticos como Peter Sloterdijk han catalogado como algo que bien podríamos llamar neobarbarie o contrahumanismo. Proceso generalizado que, entre cosas, ha producido el achatamiento de la capacidad crítica de las masas, hasta el punto de su desaparición y la subsecuente emergencia de la incivilidad y el neoscurantismo.

Por ello no es casual que se hayan reportado en el mundo salas vacías, gente abandonando el cine, algunos incluso reclamando sus entradas durante la exhibición comercial de The Tree of Life;8 eso, junto con su fracaso en la más reciente edición de los Óscares serían oblicuos elogios suficientes para afirmar su valía, de no ser porque hay algo inquietante en todo eso: si el cine, con su contundencia visual y concentrada (vaya, el cine se toma en una sola dosis, a diferencia de una novela que es como una caja mensual de vitaminas), más el glamour social que lo rodea, pierde la disposición del gran público para ver en él un vehículo del arte (y no sólo de la adrenalina, la carcajada y el sexo borroso), entonces es posible que haya generaciones sin remedio cultural, no obstante la fineza artística que obras como las comentadas les puedan ofrecer en tan sólo unos pocas horas.

En esta medida, la escasa pero valiosa obra cinematográfica de toda una vida llevada a cabo por Terrence Malick y de la cual he comentado al vuelo los tres últimos casos, establece las posibilidades artísticas del trabajo cinematográfico en el marco de sus rasgos populares recalcitrantes: la narratividad y el uso de personalidades del star-system. Así, la obra del realizador estadounidense afirma la posibilidad de apertura y de transformación del cine comercial, algo que desde una crítica radical como la de Adorno difícilmente pudo haber sido previsto; por más que de manera lastimosa, en nuestra contemporaneidad, quizá no tenga ya más espectadores que interpelar que un puñado de críticos en una sala cinematográfica semivacía. ®

Notas
1 Véase, Theodor Adorno y Hanns Eisler, El cine y la música, Madrid: Fundamentos, 1976, p. 78.
2 Confróntese, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, La pantalla global, Barcelona: Anagrama, 2009, p. 32.
3 Adorno, La música y el cine, op. cit., p. 74.
4 Así, por ejemplo, A. O. Scott en su reseña para el New York Times “Heaven, Texas and the Cosmic Whodunit”: “We gaze on a flickering flame that can only represent the creator… the elusive deity whose presence in the world is both the film’s overt subject and the source of its deepest, most anxious mysteries”, disponible aquí.
5 Véase la notable reseña de la película a cargo de Anthony Lane, “Time Trip”, en The New Yorker, abril del 2011, disponible aquí.
6 Ibidem.
7 Véase Fredric Jameson, Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism, Londres: Verso, 1991, p. 69.
8 Sobre el particular véase la reseña de la cinta a cargo de James a Janisse.

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Publicado en: Destacados, Marzo 2012, Otro cine es posible

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