Duelo insano

Bolesław Biegas (Polonia, 1877–1954). Grotto of the temple of secrets, c. 1924. Oil on board.

Despertó inerte en una densa ausencia. El mundo entero se había olvidado de ella. Ni sabía por dónde mirar. “Me he tardado”, pensó, pero el tiempo no existía en ese entonces, al menos no para ella. Sueño triste y confuso. La niña mala, la niña Mariona, con su cara pálida, hundida y llena de ojeras. Cuerpo de dolor y secreciones. Moretones hasta en los oídos. “Es mío, ¿viste?”, “es muy mío”, y vaya que lo era. Lo malo era que el mundo aún no se había dado cuenta. “Yo lo que quiero es hacerlo parar de girar y poder controlar el tiempo, y así, por fin, poder controlar cómo me siento”. Ahí era, debajo de las piedras de la desolación, volteando a la izquierda para ver al ave que aletea en el estanco azul con tintes amarillos, en donde el sol se pone a las cuatro treinta. Mariona grita, Mariona lo sabe y lo ve todo, opina que debe ser crítica la perspectiva. Continúa gritando a pesar de que todos se nieguen a oírla. Ayer le dolía la espalda, pero no se inmutó. Vacía de sí misma, cogió un yogurt que caducaría el día de su nacimiento; ella cumpliría veintitrés años y el yogurt moriría. Decidió darle una muerte digna, linda. El azul en el bolso “Cayetanito” ahora era más bien un morado, y todos fingían desconocer la razón por qué. El insoportable recuerdo no pedía ser prestado. Mariona siente que ese mismo recuerdo se apropia, engaña, mutila, disloca y se embarra envenenando todo lo que sigue vivo. Respirando apenas. El recuerdo es intolerablemente preciso. Ayer habían enterrado a Paulo, pero no lloró, no sabía cómo, o quizás no quiso saberlo. Conserva unas imágenes borrosas, sin contornos. Ella recuerda el olor a gasolina quemada, mezclado con vinagre. Mezcla extraña. El cartílago reluciente. Y las articulaciones distendidas. Carne que arrastra, sin pedir disculpas. Transiciona a aquellos pensamientos de oscuridad total. Suplicar era el verbo. Sentimentalismo en forma de cansancio absoluto. Posó sus ojos en el café que se enfriaba poco a poco, pero éstos se desviaron casi involuntariamente al libro que estaba leyendo. Soltó abruptamente la taza, quería comprobar que estaba despierta porque hacía rato que no sentía nada. La memoria de los restos del incendio se convirtió en una luz de espejo que la encandilaba y confrontaba de frente. Ella no puede ver. No quiere ver. No quiere sentir. A Mariona respirar le pesa. Pasó toda su vida intentando escribir poemas sin saber que escribía canciones. No entiende ni quiere entender el entusiasmo de la gente por vivir. Su entusiasmo está en morir e irse, a donde sea, pero a otro lado en donde los sentimientos no la quemen. Con todo esto su café se quedó helado. No puede. No entiende ni comulga con el fin de la distracción. No pisaba la tierra. Pensaba una y otra vez, “sufrir es idiota”. Una vez le dijeron que era su culpa por ser hipersensible, ella lo consideraba un superpoder. Tiene melancolía en su sangre. Tal vez tiene que ver con cómo fue concebida, o cómo era su madre durante su embarazo o simplemente la energía que habitaba, o no lo hacía, alrededor de su casa cuando corría por ahí siendo apenas una niña. Nunca va a tener la respuesta, pero está bien. Vagaba dispersa por las calles de esos días que no se nombran. Aire distante de quien se ha cansado de distraer a los demás. La quemaba, y quería que le quemara otra cosa. La única forma de sobrellevar su vida con esa ausencia sería pensar que todavía estaba ahí y actuar en consecuencia. Al final se deja engullir por una ola de repugnancia, olor a podrido, odio hacia todo. Siente que se ha caído. Presiente la caída, indudable, infinita. A pesar de que lleva un buen rato cayendo todavía no descubre cómo dejar de caer. Sabe que tiene que hacerlo, pero desconoce el cómo. Pensándolo bien, desconoce el para qué. Geografía inventada. ¿Acaso la única razón por la cual o para la cual busca dejar esa caída infinita es por su propio arquetipo y el resto de los arquetipos en esa sociedad? Suciedad y sociedad, no le parece casualidad su rima. Observa su cuerpo y descubre nuevos lunares y pecas en lugares que probablemente nadie nunca vaya a detenerse a ver. Pero ella quería que los vieran. Ella quería que él los viera. Una eternidad que viajó en búsqueda del imposible encuentro para decirle que era él quien paso a paso había edificado sus sueños. Ya nunca podrá verlos. La cicatriz no será nunca antigua. Ya nunca leería poemas con esas letras torcidas, únicamente las soñaría. Demasiado real o demasiado ligero. A ella vivir, le escuece. Su alma está cargada de piedras. Ella no sangra, ella escribe. ®

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Publicado en: Narrativa

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