¿De quién es el sol?

El hombre de al lado, de Mariano Cohn y Gastón Duprat

Las expectativas que se fue creando alrededor de El hombre de al lado eran elevadas, el resultado no desmereció. Se trata de un thriller que, con la ventana como alegoría, nos recuerda que “el infierno son los otros”.

Llegaba precedida de premios y promesas: premio a la mejor película en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, premio a la mejor cinematografía en el prestigioso Festival Sundance, premios Cóndor de Plata, Sur y Goya y reseñas favorables en diarios argentinos como Clarín, La Nación y Página 12. Lo que prometía era una trama seductora envasada en un formato de thriller posmoderno a partir de un retrato de una lucha de clases siempre vigente pero instalada de manera ineludible en la Argentina del tercer milenio. A todos estos elementos que anticipaban un producto fílmico significativo, podía añadirse el perfil de los realizadores, ya demostrado en el hábil juego planteado en El artista (no la película ganadora del Oscar 2012, sino el filme argentino homónimo de 2008). En ambos filmes la visión de Cohn y Duprat hace gala de un gusto por la estética tanto en la forma —puesto en evidencia por la fotografía, el uso de los planos y el montaje— como en el fondo —manifiesto en la mirada sobre la definición del gusto, lo vulgar, lo snob y el arte. Esta concepción estética halla su médula narrativa en una especie de declaración de principios sobre los mecanismos del relato: contar las felicidades y las miserias humanas desde un ojo frío e imperturbable que explore las ambigüedades y los múltiples matices de la conducta.

El hombre de al lado [2009], de Mariano Cohn y Gastón Duprat, toma como punto de partida una situación del acontecer diario, banal y hasta algo risible: un hombre (Daniel Aráoz, representando el papel de Víctor, vendedor de autos usados algo brusco y grosero) ha decidido romper una de sus paredes para construir una ventana; esa ventana “invade” la privacidad de su vecino (Rafael Spregelburd, representando a Leonardo, arquitecto de gruesos anteojos de marco negro cuyo pelo, a pesar de sus ínfulas intelectuales, evoca más a Pipo Cipollati, ex cantante de la banda de rock argentina Los Twist, que a otra cosa). Profesor universitario y diseñador, simboliza a la clase media-alta argentina, con una vida burguesa que incluye su trabajo de diseño y arquitectura, los estudiantes que recibe a domicilio, las clases de yoga que imparte su insufrible esposa, la total indiferencia de su hija, el papel panóptico de la criada paraguaya y varios etcéteras más. Su vecino, en cambio, proviene del interior (de la provincia de Córdoba), es prepotente y “vulgar” tanto en su idiolecto como en sus acciones. Cuando Leonardo siente el ruido de los mazazos se levanta y se dirige hacia el lugar del conflicto, protestando contra lo que considera un atropello. Del otro lado del boquete asoma Víctor. Y he aquí la dinámica de la película.

Alfred Hitchcock (La ventana indiscreta, de 1954) y Roman Polanski (El inquilino, de 1976) han frecuentado este tópico —digamos, el famoso el infierno son los otros, de Sartre— con su sello característico. Cohn y Duprat no quieren ir a la zaga y también le imprimen su matiz. La idea de la exploración de el/lo otro (¿Quién es? ¿Qué busca? ¿Es como yo? ¿Podemos ser amigos? ¿Enemigos?) es la columna vertebral del relato y hace que los espectadores pasemos de la risa incómoda, típica de la comedia negra, al escándalo y la desazón, usuales en un drama familiar-social. Pero hay una protagonista silente: Leonardo vive en la afamada Casa Curutchet, situada en la localidad de La Plata en Argentina, la única construcción diseñada y realizada por el arquitecto franco-suizo Le Corbusier en el continente latinoamericano, modelo de belleza y funcionalidad. Esta casa (que en la realidad está abierta al público) les permite a los directores pensar desde las líneas de la arquitectura y hacer una propuesta narrativa que combina forma y contenido. La escena inicial ocurre, en realidad, cuando comienzan a pasar los títulos y se ve la pantalla dividida en dos mitades, blanca y gris: es la pared, que comienza a ser demolida por la maza. En la escena final —algo predecible, pero no por eso menos poderosa— Leonardo y Víctor están sentados uno al lado del otro, pero no juntos, mientras el fondo blanco del interior de la casa traza dos líneas que se desplazan asimétricamente por encima de sus cabezas.

La idea de la exploración de el/lo otro (¿Quién es? ¿Qué busca? ¿Es como yo? ¿Podemos ser amigos? ¿Enemigos?) es la columna vertebral del relato y hace que los espectadores pasemos de la risa incómoda, típica de la comedia negra, al escándalo y la desazón, usuales en un drama familiar-social.

En el final el espacio es protagonista. Ese final es dramático e incomoda; la película discurre lentamente, pero el in crescendo satisface no solamente las necesidades de la narración sino también la de los espectadores, pero no de manera complaciente. No hay catarsis sino más bien una anagnórisis que sólo resuelve el problema de la ventana. La pericia para contar y filmar de los directores y el guionista es, como ya se observó, notable. Pero habría que entender este término en su acepción neutra, es decir, notable como algo digno de nota, y esto es un efecto calculado. Los nudos de la trama eficaz y sugerente —no exenta de detalles en apariencia superfluos que contribuyen al suspenso y al ambiente de la película— apuntan a que notemos cosas fundamentales para la interpretación de lo que se nos presenta: la atracción/repulsión y el miedo que provoca el Otro (Víctor quiere hacerse amigo, pero es una amistad amenazante e invasora; Leonardo intuye una vida más libre en su vecino pero sucumbe a las presiones del entorno y a su propia cobardía); la hipocresía de una clase acomodada que hace la vista gorda ante las obvias desigualdades socioculturales (nunca más evidente que en la escena del asalto final, que también es un asalto a una clase social y a un monumento al arte, la Casa Curutchet); la insatisfacción en las relaciones de pareja y en la relación padres-hijos, plena de gestos vacíos, que no significan (en la película la hija no habla, y cuando su padre trata de tener una “conversación” con ella el resultado es uno de los momentos tragicómicos del filme); la sugerencia, puesta en marcha por las “funciones teatrales” que Víctor realiza para la hija de Leonardo y que ella mira a través de su ventana, de que el Otro tiene una autenticidad lúdica olvidada por las clases que consumen la vida sin darse cuenta de que les pasa por delante, y hasta el botón de pánico instalado en el baño, puesto como el arma que Anton Chéjov quería que detonara en el final de una obra de teatro.

“Sólo quiero capturar unos rayitos de ese sol que a vos te sobra”, le dice Víctor a Leonardo, a manera de explicación sobre la ventana. El eterno debate: ¿de quién es el sol? ¿Y quién define lo que sobra? Éste es el asunto. En la inteligencia de la película también hay una mala conciencia de clase (diría Sartre, otra vez). Si le damos una proyección alegórica de tipo político, Víctor representa las “huestes” liberadas por el kirchnerismo en el 2001 y que, habiendo alcanzado un espacio de maniobra social, también quieren bailar en la fiesta. Si lo tomamos por el lado literario, no es difícil sentir en los mazazos de Víctor los ruidos de la “Casa tomada” de Cortázar. La reacción de la clase amenazada es, claro, siempre la misma: la huida, la indiferencia o “la vista gorda”, llevada a límites insospechados en esta película. Aun así, el sol sólo entra para Leonardo. Nunca vemos (desde) el departamento de Víctor. Desnudar la impotencia y las falencias de una clase amenazada por la irrupción de lo diferente está bien, pero limita los alcances que debe tener el debate. Al fin y al cabo los estereotipos quedan reforzados y el Otro, héroe, debe desaparecer. La película se transforma así en un purgante de los complejos de Leonardo y su familia; lo trágico y lo triste es que las consecuencias éticas de sus acciones quedan elididas. En una escena donde Leonardo y un amigo escuchan música de vanguardia el amigo queda impresionado, pero no transformado por ella. ¡Qué bueno, che!, podría decir y seguir su camino. Imagino que algunos espectadores tendrán la misma reacción ante esta película.

¿Y la casa? La casa es bella, es luminosa, pero también, bien mirada, es letal, fría y, aunque habitada, vacía. Y por eso es una sinécdoque de El hombre de al lado. ®

—Este artículo también se publicará en Chasqui: Revista de Literatura Latinoamericana.

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Publicado en: Cine, Octubre 2012

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