Las dunas del Polonio

Cómo fue que me fui al carajo

Todos los días caminaba con una botella de vino en la mano y un brownie mágico en el estómago, subía las dunas. No se escuchaba nada más que el mar, la brisa y las voces de mi cabeza. Ahí me di cuenta de que en los lugares despoblados sólo te encontrarás lo que lleves contigo.

Cabo Polonio. Fotografía de playasderocha.com.uy

Cuando no lograba ver nada más que kilómetros de dunas y un tipo que se quitaba la ropa en la punta de una de ellas sabía que había llegado a mi destino. Unas semanas antes de estar ahí parado mi exnovia me llamó para decirme que me fuera al carajo, le hice caso y me fui a Cabo Polonio. Hay que tomar dos autobuses para llegar desde Montevideo, la capital donde vivía, hasta esa aldea de noventa y cinco personas en la costa uruguaya.

El primer traslado fue para llegar a la estación de Rocha, que es un toldo con un cajero y un aparador lleno de tabaco y alfajores; luego hay que hacer otro viaje de siete kilómetros a la costa en sí. El segundo transporte no es un autobús, sino un vehículo cuatro por cuatro alargado sin ventanas ni puertas, otro se quedaría atascado en el camino antes de llegar. Ahí es donde el paisaje cambia.

El escenario de la planicie uruguaya en la que sólo hay cientos de vacas pastoreadas por tres gauchos se convierte en un horizonte interminable de dunas, algunas vacas y un gaucho. No hay nada. Bajé del camioncito, miré el atardecer, la mar, el faro por unos segundos. Me pregunté en qué momento me pareció buena idea ir ahí.

Mientras caminaba vi a un tipo que subía una duna, llamó mi atención porque era la única alma humana que se veía en kilómetros. Cuando llegó a la cima se desnudó y abrió los brazos como si recibiera con gusto el viento helado del lugar.

El tipo de la estación, que también es un pinche toldo con un cajero, me dijo dónde había una posada en la que podía quedarme. Mientras caminaba vi a un tipo que subía una duna, llamó mi atención porque era la única alma humana que se veía en kilómetros. Cuando llegó a la cima se desnudó y abrió los brazos como si recibiera con gusto el viento helado del lugar. Aceleré el paso para alejarme de aquel lunático.

Llegué al alojamiento, era la casa de una mujer llamada Carmela que rentaba dos cuartos. Me dejó quedarme un rato junto al calentador de su sala, estaba helado. Las temperaturas en Uruguay no son muy bajas, pero sus vientos de hasta treinta y cinco kilómetros por hora hacen que la sensación térmica sea mucho menor. El frío se te mete en los calzones, en otras partes también.

Estaba a punto de preguntar si alguien se quedaba en el otro cuarto cuando el encuerado de las dunas entró a la sala. Felipe era un español que compró un boleto de ida a Sudamérica. Su sueño era casarse con una chica de Medellín y luego abrir un restaurante de comida andaluza con ella. Lo único que le faltaba era conseguir novia y llegar a Colombia.

Me preguntó si quería saber por qué se desnudó en la playa. No me interesaba ni un poco, antes de que pudiera negarme sacó una botella de vino. Me convenció. Felipe dijo tener sensibilidad a lo sobrenatural, cada vez que siente una presencia que los demás no podemos ver le da por quitarse la ropa. Carmela asentía, como si no hubiera dicho que se le cae el atuendo cuando hay fantasmas.

Saqué más vino de mi mochila, casi no empaqué ropa, le hubiera estorbado a mis botellas y a los brownies de mariguana. Creo que se dio cuenta de que no creo en el esoterismo, cada vez que el español decía algo de eso yo me terminaba mi copa de un trago. Él ya estaba acostumbrado a eso, la novia que tenía en Madrid lo dejó porque fueron a visitar la casa de su difunto abuelo. Sobra decir lo que hizo el tipo frente a la chica y sus suegros.

“Aquí pasan cosas que no vas a ver en ningún otro lado, pon atención”, fue la última cosa que me dijo. Hasta la fecha no sé qué le pasó, si abrió su restaurante o si se casó con una colombiana. Ya sólo quedaba yo en esa playa.

Felipe salía para Montevideo a la mañana siguiente. “Aquí pasan cosas que no vas a ver en ningún otro lado, pon atención”, fue la última cosa que me dijo. Hasta la fecha no sé qué le pasó, si abrió su restaurante o si se casó con una colombiana. Ya sólo quedaba yo en esa playa. De haber tenido señal en mi celular le hubiera podido decir mi exnovia que, en efecto, estaba en el carajo.

El viento dibuja cosas en la arena, no es una metáfora, el aire sopla tan fuerte que se lleva los granos de la superficie a dar una vuelta. En esos momentos la costa se convierte en una hoja de papel café en la que líneas curvas de un tono más claro se mueven en desorden. No se quedan quietas ni un segundo hasta que desaparecen y otras llegan a suplirlas.

Todos los días caminaba con una botella de vino en la mano y un brownie mágico en el estómago, subía las dunas. No se escuchaba nada más que el mar, la brisa y las voces de mi cabeza. Ahí me di cuenta de que en los lugares despoblados sólo te encontrarás lo que lleves contigo. No hay ruido de ciudad, pláticas banales, celulares u otros sonidos que te puedan proteger de tu mente. Sólo convivir con uno mismo, tolerarte.

Cabo Polonio no es el destino para escapar de tristezas, culpas o desprecio por uno mismo. En esa playa lloré, grité unas veces, luego se me pasaba gracias al paisaje. Está tan lejos de toda civilización que por las noches se ve toda la galaxia, no sé si volveré a ver un cielo tan estrellado como ése. La orilla del agua también brilla gracias a unos organismos unicelulares que producen bioluminiscencia azul. Lidiar contigo mismo no está tan mal si es un lugar como ése. Lo divino convive con lo terrenal.

Contemplar. Han pasado años desde que fui, todavía puedo ver todo, las montañas de arena, los tonos azules del agua, el cielo y cómo todo se ve diferente de la mañana a la noche.

Uno de mis últimos días ahí me salió una carcajada mientras caminaba al norte, fue fuerte, desafinada, horrenda, larga. No sé de dónde salió, nada de ese lugar me parecía cómico. Es de mal gusto mostrarte como eres cuando vives en sociedad, esos días en el Polonio todo estaba permitido, no me he vuelto a reír así desde entonces.

Subí la duna más alta que pude ver, sobrio habría sido más fácil, pero no tan divertido. Me senté en el lugar que yo consideraba mi trono. Para ese punto de mi viaje ya me había aprendido el paisaje de memoria, no había otra cosa que hacer más que observar. Contemplar. Han pasado años desde que fui, todavía puedo ver todo, las montañas de arena, los tonos azules del agua, el cielo y cómo todo se ve diferente de la mañana a la noche.

En esa cima me acordé de Felipe, me hubiera gustado decirle que no sentí fantasmas, pero sí me encontré con otras cosas. Me bajé los pantalones, en el torso llevaba cuatro capas de ropa que no iba a quitarme, además en la vida hay menos oportunidades de estar desnudo de la cadera para abajo.

Me fui al día siguiente, antes de salir me despedí de Carmela. “Vas a irte de aquí con una piel nueva”, me dijo. No sabía qué pensar sobre ese comentario, todo era muy reciente. Tenía una certeza, sólo regresaré a Cabo Polonio a morir o si alguna vez me da por irme al carajo de nuevo. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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