Del Quijote y la invención de lo cotidiano

La ficción, la realidad y los molinos de viento

Sin negar ni demeritar la existencia de la infinidad de fallos que plagan el sistema que habitamos me parece pertinente pensar en la confusión existente con respecto a una figura que sirve como coartada ante la imposibilidad de asumir el poder, un poder mítico que todavía como nación nos aterra y consume.

Hay el sentido pero no el Sentido del sentido en el que el sentido nos hace creer.
—Néstor Braunstein

I

En algún momento de mi vida una persona de cuyo nombre no puedo acordarme proponía y comentaba una extraña comparación entre la Biblia y Don Quijote de la Mancha. Entre otras cosas, exponía cómo estos dos libros se cuentan entre los más conocidos, citados y comentados cuando son minoría quienes de verdad se han tomado el tiempo y la dedicación para leerlos. Yo me precio de estar entre esa minoría. En efecto, después de haber leído la Biblia dos veces de principio a fin y una vez, recientemente, la novela de Cervantes, uno no puede… yo no puedo, mejor dicho, menos que delirar que estoy abarcando como mínimo dos de los más grandes referentes de la cultura occidental y castellana, respectivamente.

Que la episteme1 judeocristiana, cuya más accesible manifestación es el texto bíblico, se ha permeado en prácticamente toda la configuración de la cultura occidental en sus expresiones económicas, científicas, políticas, etc., es un hecho que, si no probado, al menos sí ha sido sustentado teóricamente por algunos autores. No diré más al respecto pues sería desviarme de lo que me interesa en este momento, baste la referencia únicamente para hacer notar algo que al menos a mí me parece curioso, y es el hecho de que precisamente el contenido de un libro que “casi nadie se ha tomado el tiempo y la dedicación para leer”, como la Biblia, es al mismo tiempo teorizado casi como la fuente epistemológica de nuestra cotidianidad (sin caer en lo dogmático, Onfray, en uno de los capítulos de su Tratado de ateología, me parece claro en esto). Que la Biblia sea leída o no es lo de menos, no se necesita leerla o tener la más mínima idea de judeocristianismo para tomar parte en la configuración de su mundo. Aventurando una formulación silvestre, es como si el imaginario colectivo, lo que quiera que ello signifique, contuviera las premisas epistemológicas que dan forma al judeocristianismo y a partir de ellas le damos sentido a nuestro universo cotidiano.

Y en esa misma dirección —la que ve en una obra o pensamiento la manifestación de la episteme de una cultura— va dirigida mi atención a Don Quijote de la Mancha. Hay un bellísimo ensayo de Francisco Ayala sobre esta novela en el que propone que el lector de ese nuevo libro, en 1605, “debió enfrentarse con una criatura de ficción inaudita y nunca vista, para cuyo entendimiento no podía asirse a precedente alguno. Tenía, pues, que abordarla sin otros recursos que los ofrecidos por el autor del mismo texto, fuera del cual no había punto de referencia capaz de brindarle auxilio”. En contraparte, para el lector moderno “las figuras accesorias que [acompañan a los personajes] y se relacionan con ellos, y el escenario donde se mueven, están ya lejos de nuestra propia existencia”. No así don Quijote y Sancho, quienes se nos presentan como entes familiares. Cómo abordar este cambio y esta familiaridad que hoy nos invade cuando oímos esos nombres es una cuestión que podría ser explicada de diversas maneras. Yo quiero atender únicamente a un elemento que Vargas Llosa considera esencial en la obra de Cervantes: la ficción.

Desde el comienzo de la novela Alonso Quijano, don quijote, se ve inmerso en la invención de un mundo al que sólo puede referir a través de las páginas de los tantos libros de caballerías que ha devorado. No sólo eso, en la actuación de ese “su mundo” interfiere en el curso normal de la cotidiana realidad de su entorno, provocando y generando en la gente que lo rodea situaciones y acciones hasta entonces inéditas; es cierto, muchas de ellas son elaboradas con el único objetivo de burlarse de “la locura” del caballero andante, pero es tal el empeño con que son ejecutadas que en ocasiones es imposible distinguir en quién hay más, si de buscar tal se tratara. Hay momentos en que incluso el fiel escudero trata de atraer a su amo al hecho de que, por ejemplo, lo que éste cree son gigantes contra los que tiene que enfrentarse en singular batalla no son más que molinos de viento, a lo que nuestro héroe responde categórico por la negativa, argumentando la existencia de malvados encantadores que deforman la realidad haciendo alucinar a Sancho que esos terribles y “muy reales” monstruos son simples molinos de viento. Vaya juego, ¿qué es real? ¿Qué es ficción? ¿Hay siquiera diferencia entre estas dos?

En su libro Cultura y simulacro Jean Baudrillard comienza relatando una fábula de Borges sobre una sociedad en la que sus habitantes elaboran un mapa con tal minuciosidad que llega a abarcar las dimensiones del territorio representado; en ese punto las nociones de mapa y territorio se vuelven innecesarias, pues las diferencias entre ellas se tornan difusas. ¿Qué es lo que queda? Según el planteamiento de Baudrillard el territorio ha desaparecido, pero en la confusión el mismo mapa se ha perdido en el paisaje, quedando no más que el semblante que aquél ha dejado en las conciencias pasivas de los habitantes del lugar. Hiperrealidad es el término que usa el autor para designar precisamente a ese semblante en torno al cual se articulará la experiencia de lo cotidiano. No será ya necesario que haya un referente (lo que en semiótica designa al objeto real), pues éste pasará a ser no más que otro elemento del semblante, la ficción. Las huellas difusas dejadas por el territorio y el mapa serán las que se permearán y en las que se permeará tanto la construcción del sentido de realidad como de nuestras experiencias.

Que la Biblia sea leída o no es lo de menos, no se necesita leerla o tener la más mínima idea de judeocristianismo para tomar parte en la configuración de su mundo. Aventurando una formulación silvestre, es como si el imaginario colectivo, lo que quiera que ello signifique, contuviera las premisas epistemológicas que dan forma al judeocristianismo y a partir de ellas le damos sentido a nuestro universo cotidiano.

El juego interminable en que se encuentran don Quijote y su escudero Sancho Panza a lo largo de la obra me parece una legible ilustración del efecto de hiperrealidad. Uno ve gigantes contra los que tiene que enfrentarse, mientras que el otro parece ver lo que “realmente” son esos gigantes, molinos de viento. Pero es tal la convicción que tiene cada cual de lo que está viendo que trata de atraer al otro a la suya. Así, Sancho instiga a su amo para que vea que realmente se trata de molinos; don Quijote hace lo propio con lo que él ve son gigantes, y llega un momento en que parece que cada personaje se con/vence de la realidad del otro; no obstante, es precisamente la seducción del semblante sobre ambos lo que está en juego: la ficción se ha vuelto más real que lo real. Ya no hay molinos de viento, pero tampoco hay gigantes, ahora la con/fusión entre esos dos elementos se torna el supuesto referente. No importa lo que estén viendo, a final de cuentas se trata de una ficción, y al entrar en colusión con ella lo saben; lo sabe Sancho al ver el molino, pero que lo es sólo por encantamiento, pues “en realidad” se trata de un gigante; lo sabe el señor Alonso al ver un gigante, y que lo es a pesar de que “realmente” se trate de un molino, una realidad que, no obstante, también se ha vuelto ficción. ¿Qué es “en realidad” lo que están viendo? ¿Cuál es el objeto real? Ya no hay tal, nunca lo hubo, únicamente el semblante a través del cual se configura la experiencia subjetiva de cada uno de los actores. Pienso pues en todos esos momentos en los que nuestras certezas, ésas que solemos conservar con fervorosa pasión y sobre las que sostenemos nuestro estar y mal/estar, de pronto, sin saber cómo ni por qué, se caen por efecto de su propio peso. No obstante lo cual insiste su pretensión de “realidad”, que no es otra cosa que la percepción del mundo que, compartida con la mayoría, imponemos a nuestra conciencia.

Y si de pronto esa percepción (sólo por llamarla de un modo) se desmorona, ¿cuál es nuestra verdadera realidad? Hablaré por ejemplo de mi realidad: de los pocos momentos que tengo para pretender que emerjo de entre el totalitarismo de un “Yo” anacrónico y marchito, con la consecuente caída de todas las e/videncias que sostienen la “radical incertidumbre e ilusoriedad del mundo”,2 ha sido también en mi experiencia con el psicoanálisis, cuando he presentido y sentido cómo van cayendo todas y cada una de las heridas que en procesión me constituyen en la neurosis. En esos momentos, raros en verdad y muy parecidos a aquellos que en algunos son producidos bajo el efecto del alcohol, puedo llegar a perder totalmente el sentido de mi entorno, tornándose difuso y dejando un hueco que es imposible llenar con cualquiera de las racionalizaciones, justificaciones, sentidos y ficciones que hasta entonces me había inventado. De pronto todos esos reclamos por los cuales había llegado a análisis, todos esos gigantes de los cuales día tras día, durante gran parte de mi vida, me había quejado y con los que creía tenía que librar singular y eterna batalla, todos ellos, en un instante, desaparecen o, al menos, dejan de ser lo que son para pasar a ser no más que simples molinos de viento. Y aun así, a ratos recobran su brutal magnitud.

¿Qué es lo que sucede en esos momentos? ¿Esos problemas, reclamos, insatisfacciones y gigantes que configuraban mi vida no eran más que exageraciones mías? ¿Acaso nunca existieron como problemas reales y efectivos? ¿O quizá sólo pude disminuir su efecto en virtud de un encantamiento psicoanalítico? Ya no importa saber si se trata de problemas “reales” o si sólo son tormentas en un vaso de agua; es que quizá el sufrimiento es una ficción constitutiva de mi ser. La pregunta por la “realidad” de esos hechos no sólo es ingenua, sino que alude a un referente inexistente; se trata de la dictadura del semblante, no de lo que es, sino de lo que pudiera ser en virtud de mis fantasmas. ¿Y la felicidad, y la conciencia, y esa extraña abstracción que autoritariamente nos imponemos con el nombre de sentido común? También, semblantes. Así, ¿cuál es el referente de nuestra felicidad, del sentido común, de nuestra existencia? No hay tal; no obstante, su apariencia, sus huellas, insisten y se erigen como si lo fuesen. Así como algunos nombres de extraños sabores de algunas bebidas (Xtreme, Fusion), nombres que evaden cualquier punto referencial y que, precisamente por eso parecieran cobrar efectiva materialidad, del mismo modo a todas nuestras ficciones (el dolor, la felicidad, la vida, etc., así como sus motivos), por la misma razón, podemos hacerlas el núcleo y contenido de nuestras certezas; cualquier cosa/ficción puede tornarse en motivo de lo que sea/ficción. Cualquier cosa se pudo tornar motivo promotor de la locura del Quijote.

II

Enrique Peña Nieto

He hablado hasta este punto del sujeto y sus ficciones, pero ¿y la colectividad? Sólo otro cúmulo de ficciones que se configura desde ellas. ¿Cuántos no son los gigantes contra los que, como grupo, mantenemos una incesante lucha? ¿Cuántas veces esos gigantes no son para otros tantos simples molinos? Y la actual efervescencia política en el país puede dar cuenta de ello, en esa feroz campaña para evitar que uno de los excandidatos a la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto, consiga el triunfo, ese candidato devenido en una bestia tan enorme que ha acaparado la atención de una gran masa. Al ver todas las manifestaciones de esa lucha no puedo menos que preguntarme: ¿contra quién protestan cuando lo hacen contra Peña, cuando lo hacen contra el retorno del PRI? Y en dado caso, ¿de cuál PRI? Sin negar ni demeritar la existencia de la infinidad de fallos que plagan el sistema que habitamos me parece pertinente pensar en la confusión existente con respecto a una figura que sirve como coartada ante la imposibilidad de asumir el poder, un poder mítico que todavía como nación nos aterra y consume. La enorme cantidad de fotos que comenzaron a circular en internet después de la visita del candidato priista a la Universidad Iberoamericana da fe de ello. En esas imágenes se muestra el rostro de un sujeto invadido por el temor, el temor ante una turba llena de ira, reclamos e injurias; fue como si dijeran: “Miren aquí, efectivamente hay un poder, pero un poder que también se puede tambalear, y lo hizo; la prueba: la expresión de miedo en su representante”. Semblante, confusión entre la persona y lo que la inviste.

Por una parte, no sólo se da por hecho el poder detrás del candidato y se está, de una vez por todas, confirmando y aceptando su triunfo (es inevitable no percibir el aura de resignación que envuelve los movimientos que han surgido en contra de aquél); también es como si se hicieran una especie de exorcismos (jesuitas pa’l caso) que, al menos, puedan proporcionar la oportunidad de lanzar los ataques contra algo o alguien en concreto, el supuesto referente que conforma la protesta ante el autoritarismo y la violencia represiva en todas sus formas.

Nuevamente, no me atrevería a hablar de la realidad y efectividad de los reclamos (incluso compartiéndolos) que se articulan en todas las protestas emergentes. Repito una de las preguntas anteriormente formuladas: ¿Qué era lo que realmente veían Sancho y Don Quijote, molinos de viento o gigantes? Olvidando la ingenuidad de la cuestión, una respuesta unívoca conduciría a una tiranización perversa del sentido de realidad puesto que —en una ficción; mi ficción, claro está— no hay un mundo, sino mundos. Y es precisamente la pretensión de dar una respuesta lo que me interesa más, pues a ella subyace una aparente satisfacción de creer formar parte de la verdadera realidad y sus evidencias, que en el caso nacional que he puesto como ejemplo ha conducido a una especie de mesianismo cuyos profetas tienen por encargo brindar a los pobres ingenuos manipulados por las fuerzas del mal la información real que les iluminará el camino “verdadero”.

¿Cuántos no son los gigantes contra los que, como grupo, mantenemos una incesante lucha? ¿Cuántas veces esos gigantes no son para otros tantos simples molinos? Y la actual efervescencia política en el país puede dar cuenta de ello, en esa feroz campaña para evitar que uno de los excandidatos a la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto, consiga el triunfo, ese candidato devenido en una bestia tan enorme que ha acaparado la atención de una gran masa.

Además, suponiendo que se lograra evitar que el candidato del PRI asumiera la presidencia, no está de más interrogarse sobre qué recaerían todos esos reclamos cuyo blanco habría desaparecido. Es más o menos la misma pregunta que se hizo Freud pensando en los comunistas rusos, ¿qué habría pasado con toda esa ola de violencia que manifestaban una vez que hubiesen “limpiado” totalmente su territorio de esa detestable clase burguesa? Y el exagerado amor que discursivamente profesan algunos de los detractores del Gran Enemigo de nuestro país no hace sino darle más seriedad a la cuestión.

Dije ya cómo para Francisco Ayala esos personajes que a los primeros lectores se les presentaban como inéditos, para el lector actual le son familiares y re/conocidos, añadiría yo, en sí mismo. Las dos creaciones, Don Quijote y Sancho Panza, se adelantaron al hombre que hoy somos, entretejido en múltiples sentidos que, lo queramos o no, habitamos y nos habitan. Son infinitos los semblantes y las lecturas posibles que podemos hacer de éste, es decir, de la re/presentación que del mundo llevamos a nuestra conciencia. Y en este punto no quiero apelar a esos consabidos y lugares comunes según los cuales cada quién ve lo que quiere ver, o sólo ve una parte de la “realidad” desde cierta perspectiva; asumir esas posturas es legitimar otra de nuestras tantas ficciones, a la que quizá más apelamos y nos consume, la del yo. Antes bien, habrá que sentir en experiencia propia esa abstrusa incapacidad de colmarlas, esa incertidumbre ante la transitoriedad de las cosas y dejar caer, por un momento, todas las certezas que habitamos, como el yo, la felicidad y el sufrimiento, o en otros términos, la satisf(i)cción e insatisf(i)cción respectivamente. Hacernos cargo de esa verdad originaria de la que habló Heidegger, aunque sea por un instante, dejando caer el semblante, sabiendo que no por ello deja de ser tal; ni este texto –con toda mi pretensión develadora- deja de serlo. Reto al semblante. Reto-ficción en estos tiem-posmodernos. ®

Notas
1 Como llamó Michel Onfray al “imperio conceptual y mental difuso dentro del conjunto de engranajes de una civilización y una cultura”.

2 Expresión de Baudrillard que retoma Fausto Alzati en su libro Inmanencia Viral.

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Publicado en: Agosto 2012, Apuntes y crónicas

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