El traductor

Cine y literatura de la inmundicia

Pasaba y repasaba frente al cartel de El traductor sin animarme a comprar un boleto y darle una oportunidad. El cartel lucía muy árido: unos lentes sobre un libro abierto. Y debido a esa sequedad me imaginaba una película llena de diálogos enredados, fastidiosa, pedante. Pero no hubo tal.

Me siento interrogado por las experiencias excéntricas que he vivido, y entre éstas se cuenta la aproximación a El traductor. Como las cosas raras que nos suceden a la gente curiosa, ésta sucedió de forma impremeditada. Me encontraba en la ciudad de Buenos Aires cuando uno de esos domingos desolados de agosto o septiembre, entré a un cine INCAA de Congreso. Corría el año 2007 y había pasado y repasado más de una vez durante las semanas anteriores frente a la cartelera del cine. Por esas fechas había visto quizá unas siete, ocho o más películas argentinas en esos cines. Documentales, ficción, cortos. Recuerdo La señal, un thriller policiaco ambientado en el Buenos Aires de los treinta y protagonizada por Ricardo Darín. No estaba mal, pero no era un filmeque provocara lo que me iba a provocar El traductor.

Pasaba y repasaba frente al cartel de El traductor sin animarme a comprar un boleto y darle una oportunidad. El cartel lucía muy árido: unos lentes sobre un libro abierto. Y debido a esa sequedad me imaginaba una película llena de diálogos enredados, fastidiosa, pedante. Pero no hubo tal.

La película era la ópera prima de Oliverio Torre y de inmediato me enganchó esa estética desaliñada y directa que uno podría asociar al cinema novo brasileño, a la nouvelle vague francesa, al cine documental de Pino Solanas. Esa estética del hambre o de la violencia a la que sólo se atreven los que verdaderamente tienen algo que decir, una historia que contar, un personaje que mostrar. Esta estética pobre —que hacía decir a Glauber Rocha que para rodar un filme sólo necesitaba una cámara en la mano y una idea en la cabeza— desafía los convencionalismos, los géneros y los efectos especiales. Ni siquiera le hacen falta estrellas ni nada que se le parezca.

Ese rechazo a los convencionalismos implicaba un repudio por las historias neogóticas, las tramas abstrusas, la violencia gratuita. Nada de eso me iba a encontrar en las secuencias cuasi artesanales de El traductor. La trama y el desarrollo cinematográfico de la trama resultaban tan elementales que me provocaron una especie de sed. Un deseo de seguir.

La historia es la siguiente: un traductor de mediana edad (39, pongamos por caso) enamora a una militante adventista que reparte propaganda religiosa en un café. Seduce a la adventista (de 23 o 22 años o quizá menos) y aunque se meten en la cama y terminan por vivir juntos, la muchacha no puede renunciar a su frigidez. Ese estado de frigidez provoca la infelicidad de la pareja. Simultáneamente, el traductor participa en las asambleas de trabajadores de la editorial progresista donde trabaja. En esta editorial de izquierda que entra desorientada a la Argentina de los años noventa los dueños comienzan a intentar deshacerse de sus trabajadores y tratan de enterrar su pasado de militancia política.

Esta es, a grandes rasgos, la trama, que Torre desarrolla con mínimos recursos y en la que Alejandro Awada (el traductor) y Jacqueline Andrade (la adventista) juegan verdaderamente a ganarle una partida al diablo o a dios: enfrentarse en esas condiciones a la industria del cine, al cine marginal, al cine amateur, al YouTube, etc., es una hazaña. Por no decir que un saludo a la bandera. Pero esta película no es un saludo a la bandera. El pulso del director, los actores, las cámaras nos llevan a una situación morbosa, inmunda: el clímax de la película llega cuando el traductor le dice a su adventista que, para quitarle su frigidez, le va a hacer cumplir con su fantasía sexual que consiste en acostarse con desconocidos…

Pasaba y repasaba frente al cartel de El traductor sin animarme a comprar un boleto y darle una oportunidad. El cartel lucía muy árido: unos lentes sobre un libro abierto. Y debido a esa sequedad me imaginaba una película llena de diálogos enredados, fastidiosa, pedante. Pero no hubo tal.

Es una película difícil de conseguir, por no decir que imposible de ver o de volver a ver. En su violencia (sin que haya una escena de sangre) me recordó la parquedad del cine de Abel Ferrara (Bad Liutenant, 1992) y la locura estrambótica de Alejandro Jodorowsky (El topo, 1970). Claro, es una película de culto. Una película maldita. Un cine inmundo. Y por eso un cine vivo.

Lo verdaderamente extraño, lo siniestro, lo inverosímil, es que los ecos de esa experiencia que no me he atrevido a contar hasta ahora me hayan llegado a un lugar tan absurdo, desquiciado y loco como Bilbao, en el País Vasco. Un buen día de esos que uno lleva en esta ciudad extravagante —donde la gente, según dice, habla la lengua más antigua de Europa, el euskera, donde el ETA anda en secreto moviéndose en el río subterráneo de la ciudad, donde la secreta, con igual ímpetu circula por estas zonas fantasmagóricas— un buen día me senté a conversar con un argentino que andaba por aquí y que siempre me cayó simpático.

Yo me he vuelto hermético y desconfiado, y el argentino, Agustín, era uno de los pocos a los que les hubiera contado que había visto esa película infame. Y un buen día se lo conté.

Agustín me miró como cuando uno percibe una fractura de la realidad. Como si hubiera una ventana que da a la mar y nunca nos hubiéramos fijado en ella. Antes de marcharse a Brasil Agustín me invitó a su casa a comer y me dijo que tenía que darme un libro. No pude salir de mi sorpresa cuando leí el título: El traductor (Ediciones de la Flor, Segunda edición, 2003).

Yo había estado en Quito en 2008, en 2009 y pensé durante esos años en la película. Pero en 2010 estaba en Bilbao y sólo entonces se me ocurrió intentar bajarme la película por internet, sin éxito. Pero también me dediqué a buscar datos sobre el director, los actores, y claro, el autor del libro en el que se había basado la película, Salvador Benesdra. Cuando encontré información sobre Benesdra en la webme sentí poseído por el demonio del desasosiego. Quizá por el peor de los demonios.

Benesdra nació en 1952 en Buenos Aires y se mató en 1996 en la misma ciudad. Hablaba siete idiomas, había sido analista internacional para periódicos como Página 12 y La Razón. Sólo había escrito un libro: El traductor (1997). Y cuando acabó el libro se tiró por la ventana y acabó con su vida a los 39 años de edad.

Inicié la lectura del libro hace un par de semanas (son 600 páginas y por mi trabajo de investigación no podía dedicarle todo el tiempo). El libro conserva más o menos una trama similar, sólo que en el libro las reflexiones de Ricardo (el traductor) van de la inminente emergencia de la ideología autoritaria de los noventa a los ataques místicos, a la crítica del izquierdismo de cartón piedra. Es un libro excitante porque incurre quizá en el más elemental de los pecados de un narrador, y quizá por eso, cuando se peca a fondo en ese sentido, el pecado es tan pernicioso que se convierte en un rasgo seductor: como las obsesiones de las personas, los miedos, las anomalías que las caracterizan y que vuelven a las personas memorables.

Parece que Benesdra peca de franqueza, de sencillez, de pobreza. El relato es tan sencillo, los ambientes son tan elementales (la editorial, el departamento, un café) que el autor se concentra en desentrañar la compleja interrelación de fuerzas y pensamientos que pasan por la cabeza de Romina (la adventista), los compañeros de la editorial, los personajes que circulan por la novela. Pero no sólo que se apodera de los más mínimos movimientos de los personajes —como una especie de malicioso Proust, de Tolstoi de la vergüenza— sino que penetra en el corazón de nuestra época, desnudando sus mitos, sus tabúes, sus simulacros. Al final queda un hueso absurdo, regocijado, estúpido y malévolo. La novela tiene un final feliz, perversamente feliz.

Tuve que esperar un par de años, una travesía entre dos continentes y un par de encuentros que el destino había señalado o el azar había producido para contar esta extraña historia. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Junio 2012

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