ESTUDIOS DE SUPERVIVENCIA

Cómo sobrevivir a base de sangre y semen

Los desempleados recurren con frecuencia a clínicas públicas y privadas para donar su sangre y su semen a cambio de cantidades de dinero nada despreciables. Sangre y semen que sirven para estudios como los de “bioequivalencia”. Casi un empleo.

Nos despertaron a las seis de la mañana. Minutos después nos colocaron el catéter. La primera vez sentí cómo la aguja de plástico entraba y se retorcía como una serpiente a través del desagüe de mis venas. Esta vez no sentí el piquete, vi el extremo de la aguja escupir sangre, pequeños borbotones cayeron al piso y sobre mi pantalón. La enfermera arregló el asunto. Me tuve que cambiar.

Éste es un buen trabajo aunque mi familia no lo quiera aceptar, pensé. Internamiento en un estudio de bioequivalencia. Te dan un medicamento, te sacan sangre, te relajas, ves tele, lees, platicas con la banda, aprendes métodos de supervivencia económica —nuestra religión. Requisitos: estar sano, sin sobrepeso y sin drogas en la sangre. Llevo siete meses sin trabajo, me encuentro más sano que un querubín abriendo el cielo y poniendo la cara bajo los pies de la Virgen. He bajado tres o cuatro kilos este año. No he podido comprar drogas duras ni he pisteado con vocación cuasidivina. Estoy, muy a mi pesar, en perfecto estado de salud.

Dentro de poco la sala está llena, muchachas y señoras chaparras, batos flacos y ojerosos, muchos chaparros, señores con playeras y shorts del América. Todos con el antebrazo picado, algunos con moretones. En una silla al fondo una colombiana de piernas hermosas se retuerce, su rostro se desfigura por el dolor y la ansiedad, la enfermera no encuentra la vena indicada, le dobla con impaciencia el antebrazo, pide ayuda, le aplican torniquete, la vena nomás no aparece. Le cambiaron el catéter un par de veces, su rostro, embriagado de dolor, despertó por completo. Las venas son chicas tímidas, vírgenes ansiosas por un lindo piquete, si te pones nervioso se escapan.

El doctor entró triunfal, enfermeras y demás médicos lo saludaron con gusto, hasta la luz de los focos ahorradores parecía más intensa, se hizo de día. Instrucciones: se les proporcionará un medicamento que deberán ingerir con un vaso de agua, es importante que tomen toda el agua del vaso; durante tres horas después de la toma del medicamento no deben levantarse, recostarse, dormirse ni cruzar las piernas, ni ir al baño solos, deberán pedirle a un miembro del equipo de enfermería que los acompañe. Tomamos una tableta de Citalopram. Un antidepresivo. Antes he tomado Meloxicam, Bactrim, Ketorolaco, Pravastatina. Pocos. A mi lado se encuentra Splinter, un tipo chaparro con los huesos torcidos y apariencia de rata mutante. Me saluda efusivamente. Nos hemos encontrado en tres clínicas distintas. Una vez nos vimos en el Hospital General en la colonia Doctores, era un estudio sobre pastillas anticonceptivas. Los participantes, exclusivamente hombres, aunque la pastilla era para morritas —por alteraciones hormonales ellas no podían participar. Saliendo de este estudio, mañana, voy a la clínica de Amores, ¿has ido?, es allá en la Del Valle, dijo. Le pido el teléfono. Splinter pidió que lo canalizaran en el bíceps. Es un experto. Sabe que los doctores sólo revisan el antebrazo antes de internarte, si te ven picado te rechazan. Me pasó el teléfono de cinco clínicas. Mañana voy a Amores y la próxima semana a San Cosme, ¿no te han hablado de Hospital General?, este mes voy a hacer cinco estudios. La esposa de Splinter también realizaba estudios en clínicas. ¿En qué trabajaban? En eso, nada más tres o cuatro o hasta seis internamientos por mes.

Las enfermeras nos tomaron muestra de sangre cada quince minutos. Después cada media hora, cada dos horas y cada cuatro. Mi sangre salió como un chorro enfurecido, galopó y estalló contra el tubo de ensayo, en total dieciséis tubos, alrededor de 125 ml por sesión. Total de sangre por estudio 250 ml de sangre, 48 horas de tu vida y un grupo de enfermeras que no llenan los pantalones —literalmente.

Desayunamos una quesadilla fría a las doce de la mañana. Mi Carnalito se queja sin piedad, su panza ruge. En otras clínicas te dan hasta cinco huevos estrellados, frijoles refritos con queso, salsa verde, roja y unas tortillas, aquí te tratan como rata. ¿Quién dijo que la supervivencia era fácil? Platicamos nuestras experiencias en diferentes clínicas, ¿dónde están las enfermeras más buenas?, ¿dónde te dan de comer mejor?, ¿dónde pagan más?

Durante el desayuno una muñequita chaparra, de caderas anchas y cara fruncida, se levanta y se tapa la boca con la mano como si fuera a vomitar. Una doctora corre y se la lleva. Muñequita fruncida regresa sin hambre. Se siente mal, temperatura alta, presión baja, asco, vómito, diagnóstico: hipersensibilidad o alergia al medicamento. Le prestan el teléfono para que le hable a su papá y vaya por ella. Una lástima, pero de todas formas le pagarán.

Una señora con el pelo rojo fosfo, lonjas descomunales tatuadas con el nombre de su fierro y el ojo de Anubis en el vientre platica que acaba de dejar a su pareja. Tuvo nueve o trece hijos pero nomás dos de ella, los demás fueron de su bato con sus amantes y su esposa. Al principio los cuidaba, tenía quince años, pensaba que estaba bien, no sabía que estaba casado; después me di cuenta de que se salía con sus amantes y me traía a los hijos el cabrón, así duré varios años, los niños crecieron y me trataban como puta, me golpeaban junto con mi pareja que nunca fue mi esposo; hace dos meses que lo dejé, tomo terapia y necesito dinero. Lágrimas se desbordaron por su rostro, el ojo de Anubis brilló sobre su vientre gelatinoso. Tenía poco más de treinta años pero se veía más cateada que la esposa de Álex Lora.

¿Qué pasó, Carnalito?, saliendo vamos a una clínica allá por metro Chilpancingo, es un programa de donadores de semen, ¿qué dices, hermanito?, mejor echarlos en su jarrito que en el piso. Al Carnalito lo acabo de conocer, es un chavo movido, chambeador, le encanta el desmadre y es bien marihuano, ¿cómo pasó el perfil de abuso de drogas? Misterios de la ciencia. Fuimos a la clínica en la tarde. Dos doctoras, una flaca y una gorda, nos saludaron de mano. Nos entregaron frasquitos esterilizados y entramos, cada uno, a un cuarto. Una silla cómoda cubierta por papel desechable, un pupitre, un lavabo, revistas, una pantalla plana y, en la pared, un instructivo. “Si lo desea presione el botón ON y se reproducirá un video que puede ser de utilidad para usted.  También hay revistas que puede usar. No use ningún tipo de lubricante, ni agua ni saliva ni otro tipo de sustancia”. Me tomé mi tiempo —no mentiré: estaba nervioso—, prendí la tele, porno convencional, un cabrón ensartándosela a una enfermera tetona; las revistas eran viejísimas, las TVyNovelas, con Joana Benedek en la portada, me prenden mucho más, unas oldis supertetonas me llamaron la atención. El semen brotó como un relámpago, salpiqué el piso y eché tan poquita muestra que, cuando salí, lleno de vergüenza no pude ver a la doctora a la cara. Nos despedimos, pero esta vez no fue de mano. Carnalito también salió decepcionado —para las chaquetas, no hay hogar como el hogar.

Una enfermera enana con cara de Cabbage Patch nos despierta para la muestra de la tarde. Ya casi terminamos. En la cama de abajo un sujeto flaco, con cara de bebé chupando teta, se levanta desesperado y corre hacia el baño. Las sábanas y la almohada están empapadas de sangre. Se movió el catéter mientras dormía y no se dio cuenta de que se desangraba. Al poco rato regresa asustado, pálido, se quitó el catéter como pudo y se lavó el antebrazo. Mientras, en el sillón los demás ven películas dobladas o profecías imbéciles en History Channel, platican, juegan uno, dominó, baraja española, duermen sobre literas pulcrísimas.

Me bañé con calma o eso creí porque al salir vi gotas de sangre sobre los azulejos blancos, escurría sangre de mi antebrazo. Me cambié, me peiné con cuidado para no manchar de sangre la bata. Una enfermera acomodó el catéter. No había pasado nada, pinche sangre escandalosa.

Horas de tedio. En la televisión, películas dobladas al español. Un señor malencarado, pelo corto, canoso, mandíbula inferior prominente, un gángster de película con playera del América subió los pies al sillón. El doctor, jovenzuelo flaco y estirado como una garrocha le pide al “voluntario número quince” que baje los pies. El gángster lo miró con despreció y musitó Ah, pinche doctor, cómo chingas, el doctor regresó, se plantó frente a él, imponente y pulcro como el sol de mediodía: ¿Qué dijo, voluntario quince?, Nada, que si le podían subir a la tele. Para eso me gustabas, pinche americanista, quedó como perro azotado por su dueño.

A las siete de la tarde la raza ya se alista para salir. Muchos quieren regresar y abrazar a su nalguita, dormir junto a ella, que les acaricie la vena herida para dormir cinco horas y salir a chambear en lo que caiga, en el taxi, en el micro, en la venta de discos en el metro mientras ella se alista para participar en el próximo estudio en la clínica de Montserrat; las morras quieren llegar por sus hijos, hacerles de cenar a su fierro, dormir con él, ambos exhaustos, sin dinero, con un putazo de deudas, algunas de ellas putean o venden piratería o tacos.

Nos quitaron el catéter. Firmamos nuestra salida. Miré por última vez las piernas colombianas. El pago —desde mil quinientos hasta tres mil pesos, dependiendo del medicamento y de la clínica— será cargado a una tarjeta bancaria que la clínica nos proporcionó. Quizás, pensándolo bien, nos volveremos a encontrar en otro protocolo, en un mes no cambiarán mucho las cosas: seguiremos desempleados, con deudas, con niños que mantener, necesitaremos tanto el dinero que regresaremos a los hospitales, fieles como ratas en las vías del metro. Splinter sonríe y mi Carnalito se arma de valor para ir a tirar más semen. Ésta vez, me asegura, lo logrará. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Julio 2010

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