La maldita crisis

La debacle europea

La actual crisis está poniendo en la picota valores que se creían inherentes a la democracia. Democracia que en Europa era el paradigma de donde gozaba de mejor salud, gracias al sistema de bienestar y de seguridad social que cubría las necesidades básicas de los más desfavorecidos por el sistema capitalista.

El sistema en Europa se tambalea. Muestra graves fisuras. Las grietas se abren en el sistema económico, social y, sobre todo político, gracias a las esperpénticas actuaciones de la clase política que se esfuerza en demostrar que viven en otro nivel de realidad y que es corrupta, ineficiente y derrochadora.

En España, por ejemplo, en plena crisis del sector cemento hay varias infraestructuras faraónicas a las que todavía no se les ha encontrado uso y que han costado millones de euros al erario público. Aeropuertos regionales terminados desde hace más de un año en los que no ha despegado ni aterrizado ni un solo avión, ciudades enteras construidas alrededor de estaciones del AVE, tren de alta velocidad, que están desiertas y muchas de ellas sin acabar, y un innumerable cúmulo de desaguisados que han puesto en la picota a las finanzas públicas y a todas aquellas empresas que han trabajado para la Administración y que ahora no puede cobrar sus facturas. Amén de que muchos de esos negocios inmobiliarios haya reportado pingües beneficios a funcionarios y empresarios de la construcción sin escrúpulos, muchos de ellos fraguados bajo el manto de la corrupción generalizada que existe en esos niveles.

Las crisis básicamente las sufren los pobres, pero hay muchas fortunas de origen dudoso que también se han desmoronado y llevado a sus titulares a rendir cuentas frente a la justicia. No todos los que debieran, sea dicho de paso.

La brecha entre los ricos y los pobres siempre ha existido, pero ya es un lugar común decir que cada vez se agranda más. Francia, por ejemplo, alberga por sí sola un buen puñado de las mayores fortunas en el plano mundial y los problemas en las periferias parisinas, banlieus, son también mundialmente conocidos por los niveles de violencia y descontento que se han desplegado cuando han estallado los conflictos. Muchos de ellos detonados por abusos de la policía sobre minorías raciales, pero, en el fondo, las crisis son de origen social. Detrás del lujo de las principales avenidas de París, visitadas por hordas de turistas globales (ah, benditos aquellos que todavía gozan de crédito bancario), se esconde la sordidez de las condiciones de vida de las periferias, con habitantes en el desempleo crónico y con decenas de miles de jóvenes sin perspectivas de futuro.

El mito del progreso en la era industrial se ha derrumbado, ahora los nuevos obreros ya no pueden ser meramente mano de obra, sino que los estándares tecnológicos requieren de personal cualificado. Además de que los focos de producción industrial, masiva, se han desplazado y afianzado en sistemas sospechosos de explotación y de no respetar demasiado los derechos de los trabajadores, léase China, India o Pakistán, países que gracias a esa explotación sobre la masa depauperada de la población nacional despuntan en el ranking de las economías mundiales.

En España el panorama es terriblemente desolador. Con 20% de la población activa en el desempleo, hay casi un millón y medio de hogares que sobreviven sin que ninguno de los componentes reciba ningún sueldo y con prestaciones mínimas que en la mayoría de los casos están por agotarse. El desempleo de larga duración es una lacra que mina las economías familiares y los niveles de autoestima de la población (pobre). Las cifras de desempleo entre la juventud es todavía más alarmante, puesto que llega a rondar niveles de 25%. El escepticismo y la desesperanza hacen mella en lo que se supone debe ser la nueva savia que irrigue la sociedad.

Ellos, los jóvenes, forman la masa social de los movimientos de los indignados, mecha que prendió en Madrid con el popular 15-M y que se ha trasladado a todos los puntos del orbe occidental. Un movimiento de protesta contra el sistema financiero en connivencia con la desidia y el egoísmo de la clase política, que ha agravado hasta límites intolerables los niveles de sufrimiento e incertidumbre de la población. Amén de amenazar sus derechos más fundamentales.

Como dice en un e-mail, de ésos ya frecuentes que llegan al inbox para ser reenviados, es indecente que el salario mínimo de un trabajador en España sea de 624 euros al mes y el de un diputado de 3.996 euros, pudiendo llegar, con dietas y otras prebendas, a 6.500 al mes, más otros extras que se pueden sumar, y sin contar que algunos de ellos cobran dos o más sueldos por desempeños en la cosa pública.

Vivimos en economías basadas en los niveles de consumo de la población. Hay que incentivar el consumo familiar a toda costa. Estos parámetros actualmente dejan de ser viables, puesto que cada vez se consume menos, y no precisamente por convicción. La sociedad consumista ha arrasado con los valores culturales de los pueblos y en las urbes, donde se concentra la mayoría de la población, el consumo vertebra el eje de la felicidad.

La explosión de violencia este verano en Inglaterra puso de manifiesto que más allá que se incendiara por otro conflicto racial (el disparo mortal de la policía sobre un joven de color), la población que se lanzó a las calles arrasó con tiendas de artículos de lujo y arrumbaron con todo lo que pudieron. Una crisis del deseo exacerbado que promueven los medios de comunicación, con la frustración de cada vez más amplios sectores de la población que no pueden acceder a esos bienes que continuamente les restriegan por la cara, y que bien analizado, no dejan de ser complementos fútiles, que poco tienen que ver con las necesidades básicas. Aun así las expectativas de gasto de un ciudadano de clase media en Londres, la Ciudad de México o Los Ángeles no tienen nada que ver con el dólar diario con el que subsiste una familia en algunas partes en África o en los sectores indígenas de América Latina. En París un kilo de mandarinas españolas puede llegar a costar cinco euros, unos 70 pesos mexicanos, y eso que estamos en plena temporada de cítricos.

Las crisis serán cíclicas, pero la actual está poniendo en la picota varios valores que se creían inherentes a la democracia. Democracia que en Europa era el paradigma de donde gozaba de mejor salud, gracias, entre otras cosas, al sistema de bienestar y de seguridad social que cubría las necesidades básicas de los más desfavorecidos por el sistema capitalista.

¿Qué ha pasado ahora para que la mayoría de países se vean obligados a hacer recortes drásticos en ese sistema de seguridad social? Para empezar, hay que decir que los problemas de este tipo se concentran básicamente en el área del sur de Europa, a la que los británicos, cuyo sistema también se tambalea, con su tradicional sentido del humor aglutinan bajo el nombre de PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España (Spain).

Aunque, como antes he mencionado, terribles manifestaciones se dieron en el Reino Unido hace unos meses por los recortes en el sistema educativo y cuando Irlanda tuvo que ser “rescatada” por las instituciones bancarias europeas de una debacle que, de no ser atajada, iba a poner al sistema económico de la comunidad europea en la enfermería. De hecho estos recursos de respiración asistida a las economías nacionales ha sido cada vez más frecuente.

Hablando de democracia, últimamente se ha demostrado que ésta, a efectos reales, no cuenta mucho en Europa. Lo vimos en el caso de Grecia, que para no ser expulsada de la zona euro ha tenido que hacer unos recortes en prestaciones, salarios y masa funcionarial sin precedentes. La deuda por el préstamo que le va a otorgar el Banco Central Europeo tardará generaciones en saldarse… Para sacar a Grecia de una crisis que colapsaría su sistema ahora le van a insuflar un oxígeno que van a tener que estar pagando durante décadas. Por lo pronto, muchas empresas farmacéuticas europeas han decidido cortar los suministros de medicamentos a hospitales griegos ante la avalancha de impagos. La situación en los hospitales se torna desesperada por momentos.

Cuando el entonces primer ministro griego, Papandreu, ante las condiciones draconianas que el gobierno debe imponer a la población y ante la ola de salvajes protestas, se le ocurrió llamar a referéndum a la nación para ver si, mediante el voto democrático, aceptaban esas condiciones, desde Alemania, el verdadero motor de Europa, le dijeron que ni lo soñara. Que si persistía en la idea de convocar un referéndum se olvidara del estratosférico préstamo que tanto necesita su país, por lo menos eso es lo que nos hacen creer, para salvar sus muebles.

Y el gobierno socialista griego a regañadientes tuvo que dar marcha atrás al referéndum. ¿No sería esa la verdadera vocación democrática? ¿Obtener el consenso de la población sobre los ajustes y el sufrimiento que les espera, para saber por lo menos si están de acuerdo?

El poder de los mercados y el poder político es ilimitado, y una soberanía nacional tan antigua y con tanta solera como Grecia debe doblegarse a los mandatos del eje germano-francés para no ser expulsada de la zona euro.

También, y por las buenas, Europa decidió que Berlusconi tenía que dimitir, visto el desastre de las finanzas italianas. Pero nadie puso el grito en el cielo cuando se sabía de las fiestas con prostitutas, y a veces con menores de edad, que se organizaba el mandatario a sí mismo y a sus cuates. Tampoco llamaba la atención su sospechosa amistad con Gadaffi, su gran amigo de francachelas y negocios.

De repente, “alguien” fuera de Italia decidió que el mandato de Berlusconi ya se había prolongado demasiado y que ya iba siendo hora de que abandonara el timón del país. Lo que personalmente me parece una decisión muy adecuada, pero me sigo preguntando cómo es que desde fuera de una nación se puede influir de una manera tan determinante sobre el destino político de un país. Aunque lo que realmente me sorprende es que los italianos no lo hayan echado antes.

La democracia languidece ante los mercados. Ésa es la impresión generalizada en Europa. Pareciera que esta parte del mundo está acusando cierto cansancio. La crisis todo lo empuja y sumerge bajo su paso. Gobiernos, industrias y gobernantes todos caen bajo el ímpetu del fantasma de la crisis.

Ahora viene otra época de gobiernos de derechas, lo que significa liberalidad económica y recortes en los gastos públicos; en definitiva, todo apunta a la privatización de los bienes públicos. Sobre todo en materia de educación, sanidad y seguridad social.

Ahora sí que el dios que generalmente alumbra a la derecha —la frase predilecta del nuevo presidente español Mariano Rajoy es ejercer un gobierno como “Dios manda”— nos agarre confesados. ®

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Publicado en: Diciembre 2011, Legendario Deja Vu

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