La nostalgia posmoderna

El pasado, un recurso renovable

La vehemencia con la que las industrias culturales apuntan hacia la revaloración del pasado no es sólo una cuestión mercantil y mucho menos de estilo. En el fondo, pareciera que más que una necesidad, la actitud retro es una urgencia. Más que un acto caprichoso, uno desesperado.

Mi único tema es lo que ya no está.

—José Emilio Pacheco

1 Delirios de la decadencia

Duchamp

Nosotros, los mundanos individuos, protagonistas y antagonistas conformadores de la trama social, seguimos caminando hacia el frente, pero con la cabeza girada hacia atrás, pues lo que menos importa es lo que se halla allende nuestras fronteras perceptivas, detrás de esos muros erigidos minuto a minuto por el ineludible correr del tiempo. El futuro, si es que existe, intimida. Nuestra visión del mañana es equiparable a la dramática incertidumbre del ñu que abreva en un río infestado de cocodrilos.

Este viraje hacia el pasado contrasta de manera notable con aquella tendencia visionaria, tan característica en las primeras décadas de la modernidad del siglo XX. El proyecto moderno estaba empecinado con el futuro, con la huella indeleble que se implantaría sobre los terrenos del arte y la cultura. Ahora bien, si la modernidad hablaba de vanguardias, al tiempo que abogaba por un futurismo compendiado en imágenes sobrenaturales y avistamientos oníricos de máquinas inverosímiles, la posmodernidad, en contraste, apoyada en un escepticismo crónico e hiperrealista, elude mediante diversos recursos retóricos estas posibilidades. La cultura posmoderna da al traste con todas esas intenciones rupturistas y rejuvenecedoras de sus predecesores. La posmodernidad es un niño atrapado en el cuerpo de un anciano, una criatura a la vez inmadura y envejecida.

La genial osadía de Duchamp de señalar al artista y privilegiar su voluntad por encima de la obra o el objeto de arte, así como el definitorio advenimiento del pop art en la década de los sesenta, posicionan al creador por sobre su creación. El artista es más importante que su obra, por ende es su discurso el que compite en las algazaras del arte y no la mera plasticidad de su trabajo. Esta reivindicación del sujeto, consolidada en el arte conceptual, surge justo en medio de una crisis social occidental (movimientos estudiantiles de 1968, Guerra de Vietnam, Guerra Fría), que a la postre devendría en un individualismo galopante, en el encumbramiento del ego como asesor conductual —como guía espiritual—, en el declive del catolicismo, en la trompicada llegada del Übermensch (superhombre) nitzscheano; aunque sea éste un superhombre malogrado, un superhombre frívolo, destructivo y sobre todo, narcisista.

La cultura posmoderna da al traste con todas esas intenciones rupturistas y rejuvenecedoras de sus predecesores. La posmodernidad es un niño atrapado en el cuerpo de un anciano, una criatura a la vez inmadura y envejecida.

Desde el último tercio del siglo pasado, las grandes utopías ya habían mostrado de forma trágica su disfuncionalidad. El socialismo marxista probó fehacientemente su incapacidad como alternativa más allá de los terrenos teóricos: se radicalizó a través de un comunismo duro y totalitario. El progresismo fracasó. Por otro lado, en nuestros días, el capitalismo y su utopía neoliberal ha traído a la luz los problemas más graves de la humanidad: la hambruna, la guerra, la destrucción de ecosistemas, el calentamiento del planeta y la ascensión global de la drogadicción y su compadre el narcotráfico. Las utopías religiosas basadas en verdes paraísos poblados de mansos animalitos y seres humanos asexuales e inmaculados igualmente se han desmoronado al desvelarse la traición de sus propios fieles: terrorismo, pedofilia, genocidio… continuará. Toda fe religiosa lleva en su interior el Judas de su propia destrucción.

El paisaje actual arroja imágenes de sociedades apáticas, sumidas en el desencanto del presente, atemorizadas por una vida sin rumbo, adictas a lo adictivo: drogas —cada vez más poderosas y nocivas—, pantallas (redes sociales y porno incluidos), trabajo (workaholics), libros (ironía del autor). Es en estas condiciones y bajo estas dependencias donde los humanos del siglo XXI encontramos refugio para —como dice Sabato— soportar la existencia.

El sujeto contemporáneo, abandonado a la incógnita de su destino, sufre, entonces, una especie de regresión a la infancia. De súbito, encuentra en la nostalgia una nueva utopía. La criatura pueril, ese superhombre fallido, ese paria expulsado de la modernidad por su incapacidad para madurar, intenta recuperarse, rencontrarse a sí mismo en la sinuosidad del tiempo, back to basics dicen los angloparlantes. El atolondrado individuo opta, después, por recrearse en su principal referente: el terreno seguro del discurso que le antecede, una especie de paternidad. Sin embargo, su narcisismo le exige cierta originalidad, algo que lo distinga de su padre —quien fácilmente podría haber sido culero y autoritario. Decide, pues, agregar al discurso progenitivo su propia dosis sustancial. Utiliza todos los símiles y sinónimos que encuentra. Juega con una sintaxis que desorienta, pero es cuidadoso de no alterar el sentido del texto original. Por último —esto es sólo en algunos casos de niños prodigiosos o, al menos, astutos como zorros—, juega a la repetición. A través de ésta descubre un nuevo elemento, algo que en la misma proporción alimenta su sigilosa viveza e implica un nuevo desafío a su creatividad: la parodia. Y, ¿cómo puede mantenerse moralmente intacto y, de manera simultánea, parodiar con mayor eficacia el texto de su padre? Pues bien, en el pináculo creativo surge un recurso áureo: la ironía.

En la actualidad la ironía es un recurso nihilista. A través de ésta la cultura posmoderna encubre sus verdades emocionales. Del frustrado acto catártico posmoderno, del semillanto, del casigrito, de la seudorrisa, queda la irreverencia. Qué mejor forma de expresar el pesimismo generalizado si no la de la ironía iconoclasta. La ironía que empodera. Así, nostalgia e ironía conviven y conforman el perfil del nuevo paladín.

La nostalgia social masificada es un síntoma de decadencia o, por lo menos, de una angustia decadente. Del griego nostos que significa “regreso a casa” y algos que significa “dolor”, la palabra nostalgia es relativamente nueva. Comenzó a usarse a finales del siglo XVII para describir el amargo sentimiento que embargaba a los soldados centroeuropeos quienes, debido a la continuidad de las campañas de guerra, pasaban largos periodos lejos de casa. Nuestra nostalgia, sin embargo, no es más física que psicológica. En realidad no añoramos la vuelta a un lugar sino a una época determinada: a la infancia, a la adolescencia, a la juventud, a una mejor etapa, a la época de oro. La angustia surge a partir de la irreversibilidad del tiempo. A éste, a diferencia del espacio, no se puede retornar. La nostalgia es, pues, el reflejo de esta triste constatación.

Contrario a lo que se podría pensar, el sentimiento de nostalgia habla más de un presente indeseable que de un pasado idílico. Lo que se anhela no es el pasado tal como sucedió, sino cómo se piensa o se imagina que éste fue. Ante un presente inestable y un futuro borroso lo natural es recurrir a un pasado idealizado.

La psique colectiva posmoderna naufraga en una amnesia intermitente y selectiva que le permite dilucidar sólo algunos de los rasgos anteriores. El ejercicio mnemotécnico es precario, no obstante, suficiente para hacer una mezcla con el presente —altamente tecnologizado— y parir algunos híbridos. La supervivencia socioemocional se ha vuelto retrospectiva. El ser posmoderno no alberga ilusiones de largo plazo. Estas sociedades de la desesperanza son también las del revival, del vintage, de la anamnesis, de lo retro. Al no vislumbrar un horizonte claro y presentir que los siguientes pasos nos llevan directamente al precipicio, lo mejor es meter reversa. Las expectativas, paradójicamente, están puestas en lo ya sucedido, en lo ya creado y no en lo que está por delante.

2 Retrocracia: la nueva utopía

La regresión de las masas consiste hoy en la incapacidad de poder oír con los propios oídos aquello que no ha sido aún oído, de tocar con las propias manos, aquello que no ha sido aún tocado.

—Max Horkheimer, T.W. Adorno.

Con lo anterior he querido dejar clara la idea de que las industrias culturales no son originadoras de la condición neonostálgica, sino especialistas en mantenerla y explotarla. La Escuela de Frankfurt se encargó de predecir la debacle. Sus fundadores no se equivocaban al anticipar que la cultura de la comunicación masiva se convertiría en el nuevo patrón psicohistórico. El nuevo tirano retrocrático.

Bajo las perspectivas de Adorno y Horkheimer, las industrias culturales han conseguido un logro similar al del Renacimiento: una unidad en cuanto al estilo. Esta unidad se transforma en el único y, por ende dominante, lenguaje para dirigirse a las masas: “La industria cultural —como su antítesis, el arte de vanguardia— fija positivamente, mediante sus prohibiciones, su propio lenguaje, con su sintaxis y su vocabulario”.1

Este lenguaje —el del cine, el teatro, la radio, la televisión, la música, los videojuegos y la literatura— es unitario, mas no es homogéneo ni estático, por el contrario, es capaz de mutar y absorber los logros del arte que se salen de sus presupuestos, si es que éstos resultan aprovechables para el gran público. En el caso actual, las industrias culturales hacen constantes revisiones del pasado otorgando en muchas ocasiones una importancia prefabricada a distintos hechos que en su momento pasaron iandvertidos. Una especie de apología de lo arcaico. La revaloración está legitimada ya sea por los grandes copyrights mediáticos (ej: Hollywood, Disney, Televisa(!!)) o por creaciones y producciones independientes —indies— que enarbolan banderas que van desde el activismo político hasta el kitsch contracultural, pasando por las nostálgicas visiones apocalípticas del futuro, todo esto para fines tanto estéticos como lucrativos (ej: Tarantino, Wolfmother, Houellebecq).

El nostálgico collage posmoderno es esencialmente fragmentario: nos muestra una realidad discontinua, rota, inorgánica, pero con cierto orden interno que el observador debe descubrir.

El lenguaje de las industrias culturales intentará mantenerse siempre dentro de las coordenadas de lo integrado, es decir, delimitado por los márgenes de las convenciones sociales, puesto que tiene un mensaje importante que hacer llegar. Este lenguaje es una forma de realidad que esas industrias desean inculcar al público: no deja de ser, se podría afirmar, didáctico o pedagógico. Es importante advertir que son estas mismas industrias las que promueven y, no en pocas ocasiones, imponen las convenciones. Son, por tanto, juez y parte.

El nostálgico collage posmoderno es esencialmente fragmentario: nos muestra una realidad discontinua, rota, inorgánica, pero con cierto orden interno que el observador debe descubrir. Los fragmentos que configuran esta realidad conforman también ese lenguaje artificioso que las industrias culturales ofertan. El consumidor emprende consciente o inconscientemente una labor de desmembramiento de la realidad para volver a reconstruirla e incorporarla a sus hábitos de consumo.

La descontextualización que hacen las industrias culturales de una parte de la realidad, en este caso mediante la exaltación del pasado, hace que ésta se vuelva esencialmente alegórica y ficticia. El presente es despojado de su contexto vital y temporal, por lo que pierde su función a(trac)ctiva. El remanente es una visión esencialmente nostálgica del pasado y melancólica —cuando no depresiva— del presente. En otras palabras, la representación de la actualidad no puede ser distinta de aquella que se hace de la decadencia, es decir, una especie de panteón arqueológico por el que nos paseamos confundidos.

3 Final de las profecías: el aforismo y la estética mini

El surgimiento de teorías fractales aplicadas a las ciencias sociales, la inmediatez en la reproducción de materiales físicos y virtuales, la aglomeración de fragmentos que forman intrincados pastiches artísticos, son todos temas posmodernos. El aforismo, por ejemplo, esa fórmula antiquísima de razonamiento minimal y, no en pocas ocasiones, también narrativo, se ha convertido en el recurso posmoderno por excelencia. Hablo, igualmente, del aforismo culto que del que no lo es. ¿Es el aforismo otro síntoma nostálgico?

Una a una, las profecías de índole precolombino, cristiano, judaico, islámico, mediático y demás, todas han sido desmentidas por quien se supondría su mejor aliada: la historia. De igual forma, los macrorrelatos más ambiciosos han naufragado y fenecido en mares relativistas para luego ser sepultados en cementerios pragmatistas. La tendencia posmoderna es apoyarse en formas mínimas de razonamiento. Formas rápidas, económicas y efectivas. El aforismo le ha ganado la batalla al tiempo, no intenta ser adivinatorio, por el contrario, su fuente es la experiencia ya digerida. Pareciera ser un recurso arriesgado, sin embargo, en un contexto general, no lo es. Su brevedad, su contundencia subjetiva deja pocos espacios susceptibles a la réplica. La apuesta es resumir el mundo en dos o tres frases. Tanto las agencias de diseño y publicidad, como las dos principales redes sociales, fb. y twt., de igual forma que cualquier tipo de chat y, desde luego, la mensajería instantánea a través de celulares, todos son sanos y productivos criaderos del relato miniatura, del eslogan, del aforismo posmoderno. El aforismo es capaz de resumir los pensamientos más complejos o de expresar las más anodinas emociones del momento. Todo en una o dos docenas de palabras. Y lo mejor de todo: hay un público cautivo dispuesto a leerlo.

El aforismo es capaz de resumir los pensamientos más complejos o de expresar las más anodinas emociones del momento. Todo en una o dos docenas de palabras. Y lo mejor de todo: hay un público cautivo dispuesto a leerlo.

La poesía igualmente tiende a la fragmentación. La versificación prosaica y aforística va en aumento. El haikú es retomado bajo estándares de azoro muy distintos —como es lógico— a los de sus orígenes orientales. Haikús, minipoemas y aforismos poéticos posmodernos nos dicen más de los fantasmas psíquicos del poeta que del instante de asombro frente a la naturaleza. El aforismo exorciza.

En las calles, el artista Banksy experimenta con juegos de palabras que hacen alusión a frases hechas como No future y las recontextualiza con efigies de irónico desencanto. Sus imágenes muestran ancianos en plena rebeldía grafitera, niños tristes, encabronados o maliciosamente juguetones, fauna antropomorfa y destructiva. I remember when all this was trees reza una de sus piezas junto con la imagen de un niño de ceño fruncido y cabeza encapuchada. Banksy es un nostálgico de cepa romántica.

4 Siete viñetas aforísticas de nostalgia posmoderna. Y un epitafio

1. Una buena actitud posmoderna apuesta por la mímica y su modelo es el pasado.

2. En el contexto posmoderno los artistas padecen de una ansiedad crónica causada por la búsqueda de la originalidad perdida. El ansiolítico se llama pastiche.

3. La posmodernidad es neonostálgica. La neonostalgia no es progresista. La posmodernidad es neoconservadurista.

4. El teórico británico George Steiner, en su faceta más apocalíptica, afirma que la desintegración del sistema de valores en la civilización occidental nos ha dejado en una profunda e inquietante nostalgia por el absoluto. Es decir, como absolutistas frustrados.

5. El resguardo de datos —fotografías, documentos, música, etc.— en los cada vez más sofisticados dispositivos de almacenamiento —desde la tarjeta de memoria (!!) hasta los poderosísimos servidores— hacen que el pasado esté ahí, como un ánima latente, sólo esperando el golpecillo en el mouse, para que la pantalla la reconstituya, haciendo de su reproducción una simultaneidad convergente con la producción del presente. Una suerte de paradoja de la tecnología de avanzada: convertir al pasado en un recurso permanentemente renovable.

6. La cultura posmoderna forma autores como Salman Rushdie, fino y avezado escritor de historiografías irónicas no menos intrincadas que… nostálgicas.

7. Un sitio para retrogradar agusto.

Nuestra suerte está echada. Toda dramaturgia e incluso toda escritura real de la crueldad ha desaparecido. La simulación es quien manda y nosotros no tenemos derecho más que al “retro”, a la rehabilitación espectral, paródica, de todos los referentes perdidos, que todavía se despliegan en torno nuestro, bajo la luz fría de la disuasión (incluido Artaud que, como el resto, tiene derecho a su “revival”, a una segunda existencia como referente de la crueldad).2 ®

Notas

1 Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Valladolid: Trotta 1994, pp. 173.

2 Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Barcelona: Kairós, 1976, pg. 73.

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Publicado en: Destacados, El pasado reciclado, Noviembre 2010

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