La pasajera

El señor Calahan viajaba solo…

Sé quién era la mujer que viajaba sentada junto a Calahan, él mismo me lo dice en su carta: era su hermana. Pero también admito que no puede ser ella porque ya estaba muerta. Ahora tengo dos cartas sobre el escritorio.

La vi durante un vuelo a Los Ángeles, a ella y a quien luego supe que era su hermano. Eran los dos únicos pasajeros en la cabina de primera clase; ocupaban los dos primeros asientos, los más próximos a la cabina de pilotos, de la que yo salí para dirigirme al baño. También es cierto que entonces sucedieron cosas un poco extrañas: recuerdo con toda claridad que cuando salí de la cabina de pilotos me distraje y no cerré la puerta tras de mí. Bastó encontrarme con su mirada para recordar que había dejado abierta la puerta de la cabina y me volví a cerrarla. Después de hacerlo, instintivamente busqué de nuevo sus ojos, como en busca de su aprobación por lo que a su modo me había dicho. Creo que ambos sonreímos. Minutos después, cuando ya estaba de vuelta en mi asiento en la cabina de pilotos, entró una sobrecargo y me dijo:

—Capitán, el pasajero que viaja en primera clase le manda esta carta. Dice que si le permite entrar a la cabina después de que usted la lea.

—Dile que lo siento, que no podré leerla ahora porque estamos a punto de iniciar el descenso para aterrizar; tampoco podremos recibirlo en cabina. Lo siento.

Como una forma de cortesía con el pasajero decidí enviarle mi tarjeta de presentación. Guardé su carta en mi maletín de vuelo. Minutos más tarde aterrizamos y después de pasar aduana nos fuimos al hotel. Me olvidé de la carta del pasajero, se quedó en mi maletín de vuelo, materialmente traspapelada, durante semanas. Al día siguiente volvimos a México. No me acordé más del asunto.

Tiempo después, en casa, leí en la prensa el reportaje de un accidente aéreo que había ocurrido precisamente en el aeropuerto de Los Ángeles unos meses atrás. El caso me interesó por razones obvias pero, además, aquella desgracia me había impactado particularmente porque yo había volado justo a Los Ángeles al día siguiente del accidente y debimos haber sido, si no el primero, uno de los primeros en aterrizar en la misma pista donde había ocurrido el accidente unas horas antes. El caso fue trágicamente simple: ya era de noche cuando un avión de USAir que estaba aterrizando le cayó encima a otro que estaba en tierra, en esa misma pista, esperando autorización para despegar. Un vuelo 800 no recuerdo de qué aerolínea. El golpe y la inercia del avión de USAir que “aterrizó” sobre el otro arrastró los despojos de ambos aviones lejos del lugar del impacto. La pista sufrió daños relativamente leves. En unas horas la “limpiaron”, la rehabilitaron y la pusieron en operación. Recuerdo que el día aquel en que llegamos a Los Ángeles, a horas de ocurrido el accidente, después del aterrizaje, durante el camino a la plataforma de desembarque pasamos junto a una subestación de bomberos que se había incendiado cuando uno de aquellos dos aviones acidentados, el USAir, se estrelló contra el pequeño edificio. En aquel desastre, con decenas de pasajeros, fallecieron los pilotos de ambos aviones y las sobrecargos.

Cuando terminé de leer el reportaje del accidente aquel, alguna misteriosa asociación de ideas me habrá traído a la mente la carta que el pasajero me había mandado a la cabina durante el viaje a Los Ángeles con que se inicia este relato. Me levanté en busca de mi maletín de vuelo, de la carta, y la leí.

El golpe y la inercia del avión de USAir que “aterrizó” sobre el otro arrastró los despojos de ambos aviones lejos del lugar del impacto. La pista sufrió daños relativamente leves. En unas horas la “limpiaron”, la rehabilitaron y la pusieron en operación.

Por lo que me dice, deduzco que la mujer que viajaba sentada junto a él era su hermana. Aunque ahora ya no sé qué pensar. Lo cierto es que a ambos los vi sentados uno junto al otro cuando salí de la cabina de pilotos para ir al baño, ella es la mujer de la primera página de este escrito. La que me recordó con su mirada que yo había dejado la puerta abierta. Esa mujer tiene que haber sido su hermana. No sé cómo explicarlo porque todo esto ha sido muy extraño. Y ahora es todavía más complejo: el pasajero que me mandó la carta era un sobreviviente del accidente de Los Ángeles, viajaba en el avión de USAir que cayó sobre el vuelo 800. Transcribo lo esencial de su manuscrito, hecho en página y media con una minuciosa letra de trazos vacilantes; está membretada con el nombre de una compañía de computación de Atlanta.

Yo viajaba en un asiento de la segunda o tercera fila, con la lamparilla del techo encendida, revisando mi agenda del día siguiente en Los Ángeles; me sentía muy cansado y debía levantarme temprano para mi primera cita. Recuerdo que me quité los lentes de leer y vi a través de la ventanilla las luces de la ciudad debajo de nosotros: estábamos a punto de aterrizar. Me puse lo lentes y volví a mi agenda. Es el último recuerdo que tengo del vuelo. No sé cuántos segundos después, sin haber escuchado nada, de pronto salí disparado de mi asiento hacia una enorme bola de fuego que teníamos enfrente; me parece que golpeé con mis espaldas contra el techo del avión, como si flotara en el interior de la cabina en condiciones de gravedad cero. De lo que sucedió después sólo tengo imágenes deshilvanadas, incoherentes, no sé qué cosa ocurrió en qué momento. Es como una película muda editada en desorden. Como un proyector enloquecido mi mente reproduce una serie muy acelerada de imágenes absurdas en blanco y negro: una lancha salvavidas inflándose en el interior de la cabina de pasajeros; yo me veo arrastrándome por el piso, envuelto hasta el ahogamiento por un humo negro muy denso, con un zapato de mujer en la mano derecha; el rostro de una persona a una pulgada de mi cara con el cabello en llamas, creo que era una mujer con los ojos desmesuradamente abiertos; los brazos de alguien aferrado a la palanca que sirve para abrir la puerta del avión; el respaldo de un asiento hundido en mi estómago; luego un instante en que todo se oscurece. Debo haber perdido el conocimiento. Abrí los ojos en el interior de un espacio pequeñísimo atiborrado de aparatos, iluminado con una luz blanca muy intensa, mientras una persona me sacaba tierra de la boca: era un enfermero y yo estaba en una ambulancia. No escuchaba nada, nada me dolía y me sentía inmovilizado, no sentía mi cuerpo, como si no tuviera brazos ni piernas. También sentía la presencia invisible de un cuerpo inerte junto al mío, como si alguien estuviera acostado junto a mí. Sentía un terror insoportable pero no era capaz de mover un músculo de mi cuerpo ni emitir un grito siquiera. No sabía qué estaba sucediendo ni qué había sucedido, ni quién era yo. Recuerdo algunas cosas más de aquella noche que no quiero revivir. Tiempo después volví a casa de mi hermana, en Los Ángeles, a terminar mi convalescencia. Desde entonces, en mi habitación y desde la ventana, a veces veo la realidad que me circunda y todo me parece como un sueño silencioso: veo, ingrávidas, a las personas, los autos en la calle, las casas vecinas, los muebles, los árboles, flotar en el aire y nada produce ni el más leve sonido. En esos momentos no puedo recordar quién soy y todos los objetos de mi cuarto y todas las personas me son ajenas. Revivo el terror que sufrí dentro de la ambulancia cuando recobré el conocimiento. Siento la boca llena de tierra. Siento que camino sobre hielo muy delgado… y el fondo es muy profundo.

Sufrí quemaduras muy severas en la espalda y los brazos que me dejaron inutilizables dos dedos de la mano derecha; me fracturé una clavícula y varias costillas. El cabello se me quemó casi hasta el cuero cabelludo que se regeneró en parte durante las doce semanas que estuve en el hospital. Pero tengo una herida que jamás sanará: mi hermana, la mujer que yo más amaba, cinco años menor que yo, viajaba sentada junto a mí y falleció. Nunca encontraron su cuerpo. Creo que fue ella quien me salvó la vida a costa de perder la suya. No obstante, desde el momento en que desperté en la ambulancia, después del accidente, me acompaña a todas partes, viaja siempre a mi lado para protegerme y hasta mueve mi pluma para escribir esta carta. Escucho su voz, siempre junto a mí. Yo sé que esto le parecerá una locura porque mi hermana ya está muerta, pero le aseguro que todo es como yo le cuento.

Firmaba un tal Ted Calahan. Debajo de su nombre, en una pequeña nota, el pasajero me decía que simplemente quería compartir conmigo su experiencia. “Que Dios lo bendiga”, me dice.

Leer la carta del señor Calahan y el hecho de haberle negado la visita a nuestra cabina me provocó una tremenda depresión que me duró varios días. Además, francamente, creo que habría sido interesante que me contara de viva voz lo que me decía en su carta. No soy un tipo morboso, pero una secreta vocación periodística hace que ahora me lamente de no haber hablado con él y tener un testimonio directo muy valioso. La carta lo es, lo sé, pero escucharlo de sus labios habría sido mejor. Dejé la carta sobre mi escritorio.

Al día siguiente salí de vuelo y estuve fuera de casa durante dos semanas. Quizá la dinámica del trabajo, ver otras cosas o por lo que haya sido, la desazón que me causó la carta del señor Calahan desapareció, recuperé el ánimo y me olvidé un poco del asunto. Pero allí no terminó.

Hoy que volví a casa mi esposa me entregó una carta que me llegó hace unos días. La he leído y ahora todo es muy perturbador. Todo se ha agravado de una manera que no puedo explicar porque rebasa calquier límite racional. También estoy asustado porque no entiendo qué sucedió el día que voló con nosotros el señor Calahan. Sé quién era la mujer que viajaba sentada junto a Calahan, él mismo me lo dice en su carta: era su hermana. Pero también admito que no puede ser ella porque ya estaba muerta. Ahora tengo dos cartas sobre el escritorio.

Hoy que volví a casa mi esposa me entregó una carta que me llegó hace unos días. La he leído y ahora todo es muy perturbador. Todo se ha agravado de una manera que no puedo explicar porque rebasa calquier límite racional. También estoy asustado porque no entiendo qué sucedió el día que voló con nosotros el señor Calahan.

Llamé al Departamento de Tripulaciones de la aerolínea para pedir el teléfono de la jefa de cabina con quien había volado a Los Ángeles la noche que Calahan me mandó su carta a la cabina; fue ella quien me la entregó. Le llamé. Después de los saludos de rigor y de recordarle el vuelo que habíamos hecho juntos, el diálogo fue éste:

—¿Recuerdas la carta que me llevaste a la cabina, de parte del pasajero de primera clase que quería visitar la cabina? Le mandé mi tarjeta personal, ¿te acuerdas?

—Sí, por supuesto, era un señor ya grande, de una calvicie muy rara, le di tu tarjeta y la dejó sobre la mesita, tenía una libreta y estaba haciendo unos apuntes. Tú no lo viste pero tenía una mano lastimada, cuando le servimos la cena le ayudé a cortar la carne. El tipo me pareció un poco extraño, quizá por eso lo recuerdo.

—Bueno, pues te quiero leer la carta del pasajero, que se llamaba Ted Calahan.

—Qué, ¿se queja del vuelo?

—No, para nada. Pero quiero leértela.

Le leí la carta con cierto nerviosismo. Me pidió que se la volviera a leer, “más despacio”, me dijo. Leí de nuevo.

—¿Sigues allí?, le dije cuando terminé la segunda lectura porque mi compañera permaneció callada, no hizo ningún comentario. ¿Sigues allí?, insistí.

—Sí, aquí sigo… estoy en shock. No lo puedo creer, no sé qué decirte, ¿voló con nosotros un sobreviviente del USAir?

—Pues te digo más: la carta del señor Calahan la leí hace un par de semanas y también me impactó saber que sobrevivió al accidente del USAir. Pero por lo pronto de allí no pasó la cosa y seguí con mis vuelos de este mes. Pero hoy que llegué a casa, después de un vuelo largo, me encuentro con que hace unos días me llegó una carta con una noticia muy desagradable y relacionada con el señor Calahan. Yo también estoy en shock, pero espérate a que te explique por qué. Por eso te llamo.

—¿Y de quién es la carta que te llegó?

—Supongo que me la envió la señora que viajaba con Calahan, la que viajaba sentada junto a él; era su hermana.

—¿Señora?, ¿de qué señora hablas? El pasajero viajaba solo, te digo que le ayudé a partir la carne.

—No, no viajaba solo, yo vi una pasajera que estaba sentada junto a él, en el asiento de la ventanilla. La recuerdo perfectamente, tenía puesto un chal, era rubia, la recuerdo perfecto.

—No-no-no, tú hablas de otro vuelo, cuando fuimos a Los Ángeles, el pasajero de la carta iba solo; yo lo atendí todo el vuelo, no había nadie más en la cabina de primera. Hablas de otro vuelo, que no hicimos juntos.

—Por supuesto que hablo del vuelo a Los Ángeles que hicimos juntos, ¿por qué crees que te estoy llamando? Yo salí al baño y vi a la señora que viajaba en el asiento de la ventanilla, junto al señor Calahan.

—El pasajero viajaba solo. Ya te dije.

—Entonces explícame quién me envió la carta que acabo de leer; llegó hace unos días.

—¿Cómo que una carta que acabas de leer? ¿Otra carta?

—Sí, otra carta, te lo acabo de decir, otra carta que llegó mientras andaba de vuelo. Es de la hermana del señor Calahan, el sobreviviente del USAir. Por eso te llamo, insisto.

—Y quien sea que te la haya enviado, ¿cómo supo tu dirección?

—¿cómo supo mi dirección? Recuerda que le envié mi tarjeta de presentación al pasajero… mi tarjeta la consevó la mujer, ¿quién más?, ¿de quién más puede ser la carta que acabo de recibir?

—Pues no sé, ¿qué dice la carta?

—Le leí: “Creo que debo comunicarle que Ted”, así se llamaba el pasajero que me mandó la carta contigo —le recordé a mi compañera—, “decidió terminar con su vida. Saltó al vacío desde el quinto piso de nuestro apartamento. Cuando usted nos envió su tarjeta él me pidió, de manera muy especial, que la conservara. Me atrevo a informarle de la muerte de Ted porque creo que él así lo habría deseado; con usted viajó por última vez. Cuando llegamos a casa no volvió a salir de su cuarto”. Es todo lo que dice la carta, nadie la firma, no tiene fecha, no sé cómo se llama quien me la envió, pero ella conservó mi tarjeta de presentación, por eso la envió a mi domiciio. No puede ser otra que la mujer que viajaba con él. No puede ser otra de persona. Tiene el sello de correos de Los Ángeles.

—Perdóname, pero el señor Calahan viajaba solo. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Diciembre 2011

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