No se puede salir feo en un autorretrato

Retrato de mi cuerpo, de Phillip Lopate

Un autorretrato de espejo no siempre es más fiel que la imagen mental que uno tiene de sí mismo. En palabras de George Steiner, el hombre proyecta una sombra. En una forma poco clara, el hombre de genio arroja luz. Instintivamente nos segamos con su luz. Ese genio pagará un precio terrible. A menudo la historia demuestra que el creador, el artista supremo, el maestro de la política lleva las cicatrices de su grandeza.

El escritor estadounidense Phillip Lopate se acepta como alguien desprovisto de características físicas memorables, pero su cuerpo es un espacio intelectual o su intelecto tiene una presencia corporal que, para tragicomedia de Phillip, no ha provocado el más mínimo efecto en la mayoría de las mujeres que le atraen. Por supuesto, esto es basado en el consenso de aquellas damas que ha conocido y que más bien, dice, lo perfilan dentro del tipo de hombre maduro, nerd que termina despertando una empatía insospechada.

Sobre el fin de la soltería podría parecer un monumento a la commitment phobia de alguien que ha derrapado olímpicamente en sus tanteos amorosos. Pero no lo es. La sensatez siempre prefiere jugar a favor de la soltería aunque pretenda ser un artilugio literario para evitarse distracciones y malas pasadas. Cualquier intelectual titubearía al encarar este asunto o tendería una elegante evasiva libresca como bomba de humo. A propósito de esto Phillip se cuestiona si los hombres somos tan ignorantes de nuestras emociones o reacios a exteriorizarlas como aducen las mujeres. “Cierta mujer me pidió que me detuviera cuando le dije cómo me sentía, no era necesaria una franqueza brutal. Su reacción, aunque comprensible, sugiere que lo que predomina en los hombres no es una reticencia emocional, sino la imposibilidad de seguir el guión romántico que ellas han estipulado”. Desde luego, esto nunca se torna una distinción sexista ni nada por el estilo.

Cuando la anécdota parece más un recurso propio de alguien que se ha desabastecido de imaginación, sucede que también hay anécdotas que se nutren de asociaciones originales o de la mitomanía. Una que es capaz de emocionar (¿la de una boda?) termina siendo franca a quemarropa, sobre todo cuando expone la temporalidad de las relaciones y su corrosivo desgaste al natural con toda soltura.

La reciente traducción de Portrait of my body (1996), publicada por Tumbona Ediciones, se suma a dos solitarios volúmenes (!) en este idioma: El mercader de alfombras (Libros del Asteroide) y Contra la alegría de vivir (Tumbona Ediciones).

Lopate puede escribir como si no fuera a publicar y, por supuesto, no lo digo porque sus ensayos lo desmerezcan, sino porque su nudismo es terriblemente sincero, pero es preciso no descartar la presencia de elementos ficcionales y verdades a medias. Philip es meticuloso en los detalles, en especial aquellos que ni la memoria eidética puede recoger con tal precisión.

Lopate puede escribir como si no fuera a publicar y, por supuesto, no lo digo porque sus ensayos lo desmerezcan, sino porque su nudismo es terriblemente sincero, pero es preciso no descartar la presencia de elementos ficcionales y verdades a medias. Philip es meticuloso en los detalles, en especial aquellos que ni la memoria eidética puede recoger con tal precisión.

La impresión de que se sostiene un duelo a muerte entre la verosimilitud y el cotilleo galante no es falsa. Pero casi de inmediato el autor despeja la duda y apuesta a que la tesitura fluida sea capaz de dirigir la ruta por sí sola haciendo que no parezca una labor extenuante después de todo. Esto en el escritor neoyorquino no es una sorpresa, sabe hacer que el viaje de la cotidianeidad más cruda a la reflexión más densa vaya de la exasperación a lo confortable y de vuelta.

David Lodge no se permitió ser sarcástico cuando decía que la literatura es, sobre todo, sobre el sexo y no mucho acerca de tener hijos. Y que en la vida es al revés. Lo cual es una constante en la vida de Lopate: “tensión sexual” en las figuras que identifica como sus mentores, pero aún más deliberadamente con las mujeres que lo rodean cuando el mentor es él, a pesar de que esta postura le desanime o lo ponga nervioso de vez en vez.

En el autorretrato, el impulso narcisista tiene un ímpetu más intenso que el simple autorreconocimiento, pero Lopate al menos intenta equiparar las fuerzas.

Después de la publicación de Bachelorhood y Against joie de vivre a mitad de los noventa Lopate se dio cuenta de que la percepción que tiene su generación de él no es equivocada. Él mismo ha contribuido a que se le mire con cierta vacilación. Quizá porque se ve rodeado constantemente por el esnobismo de Manhattan y porque no escribe libros académicos y metaliterarios preñados de referencias de moda que exige el selecto grupo de adultos contemporáneos.

“La mujer invisible” es uno de sus ensayos más pulidos al respecto. En él una artista conceptual desconocida contacta a Philip para que escriba sobre ella, en un mero interés curricular y de autopromoción. Casi es una cita a ciegas. Lo primero que advierte es el atractivo de la mujer y su inteligencia mesurada. Para empezar a conocerla le hace preguntas de primera intención que parecen muy personales, que van desde su estilo de vida y sus relaciones hasta otras demasiado punzocortantes sobre la obra que dice desarrollar, hasta que se da cuenta de que ella, pese a no ser tonta de ningún modo, es algo snob y pretende el reconocimiento y la aceptación del círculo artístico-intelectual (que su nombre salga donde ella quiere y de quien quiere), proyectando una imagen de paciente del psicoanálisis que se ve envuelta en problemas, y que vistos desde una toma aérea, se trata de nimiedades muy comunes entre quienes quieren ser especiales y diferentes dentro de la escena de artistas emergentes en Nueva York (y en general). El retrato de toda esa esterilidad del medio no se ahorra detalles.

Lori Becker pensó que Lopate iba a escribir una nota complaciente o por lo menos que obedecería al dictado de una camaradería inexistente. El bochornoso encargo fue previamente comisionado para medir las aguas, ver cómo la concebían los demás y si esa imagen coincidía con sus máximas aspiraciones. En algo que más bien parecía esa pomposa “visita al taller de artista” tenía lugar este encuentro. Cuando sonó el teléfono y Lori fue a contestar, Philip no perdió tiempo y echó una ojeada al fajo de reseñas críticas que se habían publicado sobre ella: “Mis ojos le echaron un vistazo al lenguaje que glosa el arte: cuestionar la naturaleza de la verdad, descontextualizando, categorías de la representación, reforzar una amplia gama de estereotipos femeninos, bla bla bla. Lo lamenté por Lori, una chica tan agradable sin otra alternativa que hablar en ese lenguaje para sobrevivir”.

Pero Lori no notó que estaba siendo objeto de un análisis que ella misma propició como no queriendo. “Mientras ella me hablaba me sorprendí vislumbrándome en un papel de psicoterapeuta”. Lori supuso que sería cool que un escritor hablara sobre su obra y su persona e hizo todo lo posible porque se retroalimentara esa vieja práctica del retrato mentiroso y el mecenazgo bien pagado. Es una posición en que Lopate no se siente incómodo, al menos durante la transacción monetaria. Lo cierto es que no le gusta ser par de nadie y, mientras Lori imaginaba un texto presumible, Phillip la examinaba sin piedad. Su extraordinaria inteligencia verbal es un manto que a veces descubre una inseguridad colosal y que también desnuda por completo el narciso que habita en el ego de Phillip.

En gran parte de los ensayos de este volumen se respira el concepto de paternidad pero no desde el socorrido deseo motivado por la carencia lacaniana y toda la jerga que ello implica, tampoco ha desembocado en obsesión temática o núcleo único de sus intereses, es una aproximación emocional e intelectual a la figura del padre y del mentor.

En el ensayo sobre su padre es donde Philip deja de ser ese astuto y analítico hombre de letras que inmiscuye su mejor prosa en la vida diaria y ocupa su lugar de hijo resignado a tener que podar el árbol genealógico para entender la compleja y a la vez asombrosamente simple figura de su padre, Albert Lopate. ¿Acaso es otra transfiguración del mismo personaje?

La sobriedad únicamente es virtuosa si se trata de la escritura, diría el rezo. En este Lopate la sobriedad brilla por su presencia.

El autoensayo no por ley es un confesionario propenso al encueramiento. Al autor eso no le basta, se hace una radiografía de cuerpo completo que no deja de lado, incluso aquello que pueda ser tan previsible como normal: encabronarse por el ruido durante la proyección de una película en el cine cuando alguien no para de hacer ruido: “Soy un callador de bocas (shusher), un autoproclamado sargento de armas que ordena guardar silencio a la gente que hace ruido en el cine”, o ser un cascarrabias cuando el disfrute de la vida de pareja es en mayor medida un protocolo cíclico colmado de paciencia y una coreografía de citas, todo eso aun poseyendo un espíritu gregario y socializador como el suyo.

Pero visto panorámicamente fuera de ese coqueteo con el cliché autobiográfico, el autor neoyorquino prepara como antesala ese recurso hitchcockiano de mostar el cliché para luego revocarlo y desplegar entonces su arsenal creativo.

El ensayo sobre el Holocausto que no parece faltar en casi ningún de libro de ensayos personales de escritores en cualquier latitud, aquí no es excepción. La riqueza de Renuencia al Holocausto radica paradójicamente en sutilezas que Philip expresa a manera de polémica. Con mayor acierto, es una renuencia a la liturgia que el judaísmo hizo como modo de aleccionamiento en los años de posguerra para victimizarse solemnemente, mientras que en otros países los genocidios no eran términos jactanciosos casi bíblicos ni se pronunciaban con el mismo fervor de luto. “Un rumor de neologismo vulgar combinado con un sonido afectado y arcaico que aspiraba a una solemnidad miltoniana y evocaba a parientes folclóricos como Armagedón, Behemoth y Leviathan”. Podrá parecer una aseveración superficial, pero seguido de ello Lopate confronta las diferentes vertientes del debate y el bluff historicista, en especial a los llamados “negacionistas”, a los cuales en su justa medida tilda de dementes.

En todo caso la cordura que se pueda rescatar de cualquier análisis rehúye a toda rectitud lúdica. Probablemente el juicio de Lopate no sea moral más que una serie de aclaraciones que tienen la finalidad de contextualizar y cuestionar la obligación a sentir el pathos humanitario para con el “pueblo judío”, mientras los genocidios ejemplares de Camboya, Pol Pot e Idi Amin son una desgracia más que se hunde bajo el continuo flujo de noticias y revisiones históricas sin merecer la atención, ya ni decir conmemoración respetuosa fuera de su ámbito local. ¿Esto lo hace antisemita? No. El malestar de Lopate no es puramente terminológico: “La exclusividad en su uso singularizado, el Holocausto que parece disociar el acontecimiento de todos los demás y relegar asesinatos masivos padecidos por otros pueblos”.

En gran parte de los ensayos de este volumen se respira el concepto de paternidad pero no desde el socorrido deseo motivado por la carencia lacaniana y toda la jerga que ello implica, tampoco ha desembocado en obsesión temática o núcleo único de sus intereses, es una aproximación emocional e intelectual a la figura del padre y del mentor.

Phillip no es historiador, pero eso no le impide sostener algunas de sus posturas en términos del sentido común (en el buen sentido). Una de sus máximas es “que porque una persona que haya sufrido mucho no significa que uno deba simpatizar con ella”. Cuenta Lopate que un despachador judío en una ferretería de la que él era cliente echó a gritos a otra persona de la tienda diciendo: “Qué vas a hacer? ¿Matarme? Yo ya morí en Auschwitz”. Ese extraño azote autoindulgente y hasta cierto punto arrogante lo pone como erizo. Con todo y que Philip diga no tener una vida tremendamente emocionante, su materia prima, o más bien la fuente donde extrae todo, es su experiencia y eso no se limita a la estricta descripción autobiográfica.

A pesar de que el ensayo personal ha sido practicado desde hace tanto, el ensayar de Lopate se distingue porque es una entelequia que va in crescendo y escapa de las restricciones de lo literal de la primera lectura que aparenta sencillez. ¿Qué se propone Lopate? Demostrar que el ensayo es tan flexible como se quiera y que no está sujeto a formalismos, que su objeto no se limita a dar lección filosófica alguna o demostrar al lector que posee una galáctica erudición libresca que le permite desenvainar todo tipo de reproches. En cambio, reconoce la catarsis de relatar sus decepciones y tibiezas que llegan a provocar gracia como si Lopate tuviera la intención de autoparodiarse todo el tiempo y ser el objeto de sus propios chistes e hipocondrías. De hecho, por momentos lo es. Cada que tiene oportunidad de hacerlo señala que le gusta concebirse como un personaje viviente antes que recurrir al constructo deliberado de caracteres que es más propio de la ficción. Incurriría en una usura superficial si hiciera un corte de caja y dijera que no puedo verlo de otra forma que como personaje woodyallenesco, casi un prototipo de comediante de situación, porque si algo no invade a Lopate es la superficialidad ni la sensiblería.

La sobriedad no impide que buena parte del libro sea un cúmulo de citas citables que nacen del impresionante sentido de la observación de Lopate sobre sí mismo: “Creo que no hay nada excepcional en mi pene. Posee un tallo marrón y una cabeza rosada en forma de hongo. Como la mayoría de los varones heterosexuales carezco de referencias para establecer una comparación. De ahí que siempre me sienta excluido cuando estoy entre mujeres u homosexuales que hablan con descaro sobre diferentes tipos de penes”.

Si es verdad el lema lichtenbergiano de que las reseñas literarias son una especie de enfermedad infantil que afecta en mayor o menor grado a libros recién nacidos, las vacunas entonces deben ser más virulentas a futuro. Por último, me resisto a pensar que la reseña capture la complejidad de las obras, pero no a pensar que las ocho o nueve páginas en blanco del volumen eran un recurso expresivo del autor. ®

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Publicado en: Libros y autores, Mayo 2011

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