Octavio Paz y yo

Sacudirla y estirarla

El encuentro fortuito entre un joven estudiante y nuestro Premio Nobel de Literatura en un baño del edificio del Fondo de Cultura Económica provoca una lúcida reflexión sobre la dialéctica falorrelacional de los pueblos en el mundo, además de una explicación coherente de la psicología traumatizada del mexicano.

Octavio Paz y Marie-José Tramini, con quien se casó en 1964.

Octavio Paz y Marie-José Tramini, con quien se casó en 1964.

I

Conocí a Octavio Paz en el Fondo de Cultura Económica. “Eros es un pájaro que derrama gotas cuando aletea”, lo escuché decir. Yo hacía mi servicio social y recién había redactado el formato para el registro autoral de sus obras completas. Me inquietaba que alguien más pudiera registrarlas y quedarse con sus derechos. En el país, mejor dicho, en ciertos ámbitos de la alta cultura y la política, había desazón porque los quince tomos de nuestro Nobel habían sido publicados antes por una editorial española. Se debatía si era una especie de traición a la patria de su parte, o si México, nuestras autoridades, no le habían dado prioridad —y prisa— al asunto. Los moderados planteaban que había sido un problema de falta de comunicación.

Tenía barba blanca y notorio sobrepeso. Me sorprendí mucho de encontrarlo en el baño entre el quinto y el sexto piso, como un mortal cualquiera. ¿Que cómo supe que era Octavio Paz? Pues era obvio. Uno se encuentra a Octavio Paz y sabe que es él. Él iba de gazné. Sé que no hay ninguna fotografía suya con gazné, que probablemente no usaba gazné sino excepcionalmente, pero yo lo vi de gazné. No quise fijarme mucho en cómo iba vestido. No quise ser intrusivo o algo así.

¿Qué hacía Paz en ese baño y por qué no usaba el seguramente lujoso y privado de la presidencia? Era sabido que don Miguel tenía algunas enfermedades y tal vez el poeta quiso ser precavido en evitar un contagio. Yo pensé eso en cuestión de segundos mientras orinaba sin voltear a verlo.

Sorprendido, no supe si saludarlo. Entonces pasé junto a él como si nada y me instalé en el mingitorio contiguo. No le llamé la atención. Él estaba ahí como muy ensimismado. Por mi mente pasó la idea de que don Miguel [de la Madrid] había buscado algún acercamiento con él, aclarar las cosas, disculparse con él. Pero ¿por qué citarse en una vulgar oficina paraestatal? No tenía idea. Y, ¿luego? ¿Qué hacía Paz en ese baño y por qué no usaba el seguramente lujoso y privado de la presidencia? Era sabido que don Miguel tenía algunas enfermedades y tal vez el poeta quiso ser precavido en evitar un contagio. Yo pensé eso en cuestión de segundos mientras orinaba sin voltear a verlo. Levantaba mi vista hacia el techo y el frente, como no queriendo la cosa.

Lo último que hubiera querido ver eran sus partes íntimas. Pero de reojo noté que él hacía estiramientos y sacudidas de manera intermitente mientras mantenía la vista perdida en la eternidad, sin lograr orinar. Yo terminé y él seguía en lo mismo. Mientras me lavaba las manos estornudó, interrumpiendo así sus sacudidas y jaloneos por un instante. Le dije “Salud” con la mayor naturalidad que pude, y él me respondió “Gracias”. Sí, Octavio Paz me dio las gracias. Así, tal cual. Cometí el error de no decirle maestro, pero yo no sabía que a los escritores había que decirles maestro. Por mi mente pasaron un montón de cosas que quise preguntarle. “Oiga, ¿ya sabe que sus obras todavía no están registradas?” No. Eso hubiera sido lo último. “Oiga, ¿por qué le publicaron primero en España?”, tampoco.

El maestro continuaba en lo suyo, entre jalones y sacudidas. Yo ya tenía mis manos limpias y secas y el espejo me daba el visto bueno de estar bien fajado. Nada justificaba que siguiera yo ahí. Salí con un prudente compermiso. No recibí respuesta de su parte, pero no se lo tomé a mal. Entiendo que no es cómodo ni fácil responder a compermisos cuando uno está en un mingitorio. Al cruzar la puerta lo escuché decir: “Eros es un pájaro que derrama gotas cuando aletea”. Inolvidable, para mí.

II

Octosílabos. Eran lo que el maestro Paz murmuraba cuando lo vi en el baño. Eso lo puedo saber hasta ahora que soy viejo. Entonces, hace veinte años, yo creí que lo que estaba él haciendo era un vulgar acto urinario, pero no. Estaba componiendo un poema. (¿Se dice componer?)

En mi mesa de trabajo tenía el tomo con Las trampas de la fe en espera de irse al Indautor. Quería llevárselo al maestro para pedirle una dedicatoria, especialmente porque pensé, frívolamente, que dentro de unos años podría alcanzar un precio alto o lo presumiría como objeto de lujo. Sin embargo, la prudencia prevaleció con todo y mi juventud. Lo que se me ocurrió fue tomar un litro de agua de golpe y esperar unos quince minutos para ir a depositarlo justo a un lado de nuestro Nobel en caso de contar con la suerte de que aún estuviera inspirándose allí. Sé que es algo muy tonto, pero pues estaba chavo y uno hace cosas así de tontas.

El poeta.

El poeta.

En esos minutos estuve pensando en qué tema podría ser con el que podría comenzar una conversación. Tal vez un simple, “Qué calor” o un “Ya no llovió”. Pero supuse que lo más conveniente era alguna referencia a su obra. Me preocupaba que alguien más fuera al baño y que antes de quince minutos ya hubiera ahí una muchedumbre. Que me lo ganaran. Con esa incertidumbre esperé a que la electropurificada hiciera sus efectos y tuve suerte.

Entré al de Caballeros y para mi fortuna ahí permanecía el maestro. No llevé mi tomo enciclopédico para la dedicatoria. Sólo quería una breve conversación. Además, habría sido muy incómodo pedirle que escribiera una dedicatoria mientras él se estiraba y sacudía el pene. Aunque, bueno, supongo que en la cultura india no ha de ser tan mal visto. Y que es una experiencia en la que podría hallarse alguna forma de erotismo.

Él permanecía murmurando sus octosílabos con la vista al infinito y las manos en su asunto. Pasé de nuevo junto a él con normalidad y con ganitas de desaguar. Arrojé un chorro intenso que golpeó con fuerza el receptáculo y entonces comenté.

—Oiga. Fíjese que leí El laberinto de la soledad —era el único libro que había leído de él. De modo que si me comentaba algo podía seguirle la conversación.

«El tamaño del pene es una preocupación presente en todas las culturas en el mundo. Sin embargo, sólo en México es motivo de un complejo de inferioridad. El trauma de la conquista del mexicano es en realidad el de su descubrimiento como un tipo de hombre de pene pequeño, en comparación con el del negro traído de África y el del colonizador europeo.»

No me respondió. Añadí.

—Sí me gustó…

El maestro cesó el murmullo. Mis palabras hicieron efecto en él. Su vista viró del infinito hacia su pubis. Entonces me dijo lo siguiente, lo recuerdo con toda precisión.

—El tamaño del pene es una preocupación presente en todas las culturas en el mundo. Sin embargo, sólo en México es motivo de un complejo de inferioridad. El trauma de la conquista del mexicano es en realidad el de su descubrimiento como un tipo de hombre de pene pequeño, en comparación con el del negro traído de África y el del colonizador europeo. En Japón, por ejemplo, nunca tuvieron ese problema. Mantuvieron, por muchos años, un aislamiento respecto a Occidente que les hizo pensar siempre en ser poseedores de un pene de tamaño ideal. Sólo tenían oportunidad de medirse con los chinos, por lo que nunca sintieron que había un problema existencial a causa de ello. Los japoneses mataron a cada occidental que llegase a sus litorales, como los jesuitas que pretendieron llegar a evangelizar. A los japoneses no les importaban las ideas religiosas que llegaran de fuera. Su prioridad era que en su imperio no hubiera hombres con penes de mayor tamaño. Lejos de ello, la conquista de México implicó una serie de derrotas en cascada: no sólo fue la derrota en el campo de la fe, de sus creencias, en su propia ontología a partir de su cosmogonía, sino que ante sus mujeres se hallaron desvalorados como hombres de corto alcance.

—Oiga —interrumpí—, pero usted que no es mestizo ni indígena no ha de tener ese trauma. Y los mexicanos negros de la costa a lo mejor tampoco lo tienen.

III

Me impresionó aprender tanto del maestro en apenas unos cuantos segundos. Antes de que mi chorro urinario menguara yo ya contaba con una panorama completo de la dialéctica falorrelacional de los pueblos en el mundo, además de una explicación coherente de la psicología traumatizada del mexicano.

—El mexicano —me dijo el maestro sin dar respuesta puntual a mi pregunta— halló en la moralidad católica una coartada perfecta para ocultar la pequeñez de su pene. La prohibición del desnudo implicó la prohibición de la comparación de los penes. El tabú del pecado original del mexicano es verse descubierto por la mujer como un hombre de pene pequeño. Por eso, el negro, junto con el burro y el sancho, son los grandes arquetipos del albur. El albur es el tarot del mexicano. En cada carta oculta su trauma, una aspiración frustrada y, sobre todo, enmascara una revancha. Ahí están los motivos de su envidia y también del desarrollo de una lírica única en el mundo, un lenguaje más allá del lenguaje mismo, un lenguaje que es metalenguaje. El mexicano, al alburear, se reconcilia con el universo.

«El mexicano halló en la moralidad católica una coartada perfecta para ocultar la pequeñez de su pene. La prohibición del desnudo implicó la prohibición de la comparación de los penes. El tabú del pecado original del mexicano es verse descubierto por la mujer como un hombre de pene pequeño.»

—¿Entonces el albur es como poesía? —pregunté precisamente cuando había concluido mi desagüe.

—El albur es La Poesía —me respondió con entusiasmo—. Es la forma más pura de la poesía. La única y verdadera poesía. Es el erotismo hecho palabra y echo de habladas.

Me dijo eso justo en el momento en que presumiblemente él goteaba sobre el urinario. Quise responder como un duelista, pero rehuí respetuosamente el reto.

—¿Cómo escribe usted su poesía?

—Antes que escribirla hay que componerla. Hay que contarla y cantarla. La poesía se versa en los labios y se declara en el papel. Toda mi poesía la he hecho así como me ves: sacudiéndola y estirándola una y otra vez.

—Aaah —exclamé sorprendido—. ¿Y tiene algún consejo para alguien que quiera aprender a escribir poesía?

—Sacudirla y estirarla —me repitió mientras fajaba su camisa.

En ese instante yo me encontraba batallando con abortar la gota traicionera, al mismo tiempo en que aprehendía ese instante de sabiduría con atisbos de eternidad. Sin despedirnos, el Nobel se dio vuelta y se marchó. Sin lavarse las manos, murmurando: “Eros es un pájaro que derrama gotas cuando aletea”.

Intenté entonces componer mi primer poema, pero sólo vinieron a mi mente algunas imágenes del Tele Cine Perisur. Tal vez nunca volvería a ver al maestro. ®

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Publicado en: Letras libertinas, Marzo 2014

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  1. María Del Carmen Maqueo

    Algo similar me sucedió a mí durante un coloquio que se llevó a cabo en el Centro Cultural Helénico, calculo sería allá por 1988. Se presentaron Octavio Paz, Álvaro Mutis y Carlos Monsivais. Al final hubo un vino de honor, y el maestro Paz caminaba de manera pausada por el patio llevando del brazo a Marie José. Al aproximarse al sitio donde nos hallábamos una amiga y yo él nos saludó con una inclinación de cabeza, incluso antes de que nosotras, más que sorprendidas lo hubiéramos hecho. Aquella su mirada clara, y su gesto amable, es algo que no puedo olvidar. ¡Hermoso!

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