Peña Nieto lee a Freud

Eufemismo y corrupción política en México

Detrás de esta tentativa de ocultamiento y de opacidad a través de un uso diagonal del habla hay verdades que se filtran. Esta porosidad del discurso resulta más reveladora que si se dijeran de manera explícita las dolientes verdades que pretenden ocultarse.

Dime qué olvidas y te diré quién eres.
—Marc Augé, Las formas del olvido

"Lo que Peña Nieto quiso decir..."

«Lo que Peña Nieto quiso decir…»

La realidad contemporánea de nuestro país nos confronta día a día con un discurso institucional que busca “ablandar” o de plano omitir la mención explícita de medidas impopulares, lesivas a la sociedad o ejercicios del poder francamente ilegales. En este “ajuste” o elección de un discurso lleno de perífrasis y vaguedades el eufemismo se ha convertido en una herramienta retórica recurrente en el habla derivada del ejercicio de la política en México.
Hace unos días el presidente Enrique Peña Nieto, en el marco de la presentación del Sistema Nacional Anticorrupción, dijo: “En carne propia sentí la irritación de los mexicanos. La entiendo perfectamente. Por eso, con toda humildad, les pido perdón”.
Palabras, sin embargo, deslindadas de actos concretos que removieran los actos de corrupción que buscaban señalar y combatir.
Este fenómeno, en la política, en el periodismo, en la academia, en la sociedad toda, anclado a nuestra manera de comunicarnos, nuestra historia y nuestra idiosincrasia —resabios de una colonia española durante tres siglos, un brutal sistema de castas, hondas brechas sociales que continúan hasta nuestros días— se ha instaurado ya subrepticiamente como un práctica discursiva omnisciente y cada vez más común.
Detrás de esta tentativa de ocultamiento y de opacidad a través de un uso diagonal del habla hay verdades que se filtran. Estos “huecos”, esta porosidad del discurso —principalmente gubernamental— resulta más reveladora que si se dijeran de manera explícita las dolientes verdades que pretenden ocultarse. Así, para el abordaje de este fenómeno, sus incontables aristas y sus inquietantes revelaciones, propongo como un marco referencial de utilidad recurrir a los conceptos freudianos de inconsciente, los mecanismos del olvido y el paradigma indiciario.

Lo que se calla, lo que habla

Vayamos primero a la noción de inconsciente: para Freud, en la Psicopatología de la vida cotidiana (1900–1901) éste es un concepto que es difícil de delimitar o de aprehender. El analista está capacitado apenas para “intuirlo”, para “sugerirlo” como una especie de suma de ecos e influencias: fantasmagórica huella de ciertos indicios.
Sin embargo, la propuesta central de su libro deriva en una idea alumbradora: este olvido se estructura como un lenguaje, como un sistema. Nosotros añadiríamos como una fuerza o un espacio donde ciertas fuerzas actúan y se entrecruzan. Una fuerza detrás de las decisiones más nimias o fundamentales. Una fuerza que se manifiesta a través de la acción y la repetición.
Aquí vincularíamos el concepto individual del inconsciente del estudio freudiano con el de la verdaderas razones que definen la lógica institucional (intereses económicos, cálculos de permanencia, control o supremacía). Así como Freud plantea que el inconsciente “nos habla” en sus silencios, desvíos y equivocaciones, el presente ensayo propone que esa lógica institucional revela sus verdaderas intenciones a través de los poros del eufemismo. Para ir clarificando esta relación establezcamos algunas analogías.
Freud dibuja una concepción de olvido no como un vacío, sino como un desplazamiento, una sustitución. El olvido “nos habla”. Las palabras no son sólo conjuntos de signos sino también de imágenes, símbolos. El inconsciente del individuo las deletrea, las mastica, las paladea, las digiere. Pero también las ancla y al mismo tiempo las sobrepone. Así, entendamos su método como un proceso donde las palabras son, más que entidades cerradas y fijas, como puentes o puertas intercambiables: “Es muy posible que un elemento reprimido esté siempre dispuesto a manifestarse en otro lugar”. Para Freud las palabras no son sólo denominaciones, sino también túneles subterráneos, ausencias significativas: “Lo olvidado o deformado entra en conexión con un contenido inconsciente, del que parte aquella influencia que se manifiesta en el olvido”.
Así, en nuestro sistema político ese “olvido” no es voluntario, es impuesto y planificado. Ese “suavizamiento” es calculado. Insuficiente, sin embargo, para ocultarlo todo.
Ejemplifiquemos: no se cometió un delito, sino que se “dañó la familia y la investidura presidencial”. La corrupción se oculta y se nombra como “cáncer social”, como cuando hace meses se refirió a los hechos de Iguala como “lamentables sucesos”. Vemos pues que esta seudo–“disolución” del verdadero peso de las palabras, más que ocultarnos o “atenuarnos” el impacto, nos revela una preocupación por sustituir y disminuir su verdadero poder. ¿Por qué al discurso gubernamental le preocupan ciertas palabras y busca sustituirlas por otras? No sabemos si este manejo generalizado de la retórica del eufemismo es relativamente reciente o traspasa los albores del siglo XX, cuando los especialistas en comunicación al servicio del poder intuyeron la necesidad de una retórica esquiva, lejana de lo contundente. En años recientes hemos visto desfilar denominaciones sobre una imparable crisis desde la economía como “Crecimiento negativo” o “Desafíos del porvenir”, y en el renglón de la seguridad “Daños colaterales”, “Bajas civiles” o “Situación de riesgo”. El eufemismo y la corrección política son dos plagas que se alimentan mutuamente. Lo preocupante —lo significativo— es que se llegó a un estado de percepción en que son más temidas las palabras que los mismos fenómenos que éstas definen: en el fondo, el ejecutivo nunca asumió su falta, sólo lamentó “la indignación que causó a los mexicanos la información sobre la Casa Blanca”.

No se cometió un delito, sino que se “dañó la familia y la investidura presidencial”. La corrupción se oculta y se nombra como “cáncer social”, como cuando hace meses se refirió a los hechos de Iguala como “lamentables sucesos”. Vemos pues que esta seudo–“disolución” del verdadero peso de las palabras, más que ocultarnos o “atenuarnos” el impacto, nos revela una preocupación por sustituir y disminuir su verdadero poder.

Freud, con acierto, señala que las palabras “se rompen”, y menciona que el olvido es desplazamiento y sustitución. Añadiríamos que para nuestro caso de estudio el deliberado olvido institucional ante ciertas palabras es también, más que “desplazamiento y sustitución”, una suerte de “encubrimiento”.
Freud refiere sobre la importancia no del olvido, sino del recuerdo erróneo. Esas palabras sustitutivas a las que el sujeto recurre en su olvido alumbran hacia otros significados. Esta relación entre palabras olvidadas y palabras sustitutas deja una traza, una red de indicios a partir de las cuales podemos volver a restituir los significados originales.
De la misma manera, las palabras mediante las que el poder político busca “encubrir” guardan una estrecha relación con las palabras encubiertas —y en esta relación está la clave para desenmascarar la trampa de su discurso.

Histeria–historia

Podríamos hablar así de un “histerismo político”, que al igual que la histeria femenina estudiada por Freud también se vincula al ejercicio o silenciamiento de la palabra. Y su síntoma nos habla. Su silencio, su tentativa de silencio nos habla. Esas palabras que son reducciones, que son instrumento de la mentira, establecen de alguna forma un canal y una relación con la verdad.
Freud articuló la tesis central de su libro en la bisagra entre los siglos XIX y XX, surgido a partir del olvido involuntario de cierto artista autor de un mural (Signorelli por Botticelli–Boltraffio). La relación establecida entre el vacío de la palabra y las asociaciones internas —generalmente involuntarias— dieron pie al médico austriaco para establecer que lo importante no era el estudio del olvido en sí, sino los mecanismos aparentemente caprichosos de éste. Freud quizá nunca fue tan político como cuando estableció que las palabras —o su desvío, o su ocultamiento— tenían una relación directa con la verdad.

Las huellas borradas

Un elemento esencial en el planteamiento freudiano es el indicio. Carlo Ginzburg, estudioso de su obra, nos muestra que este sistema algo herético, cuasi detectivesco, comparte ciertas estrategias y abordajes con los métodos críticos del reseñista italiano Giovanni Morelli y el Sherlock Holmes de Conan Doyle.
Como estrategia de abordaje, Freud no va a una lectura de lo evidente sino a las periferias y los detalles de “una realidad tal vez ínfima”. Como una microcartografía que luego ayudará a construir un panorama más amplio. Este modelo que va en pos de las huellas, trazos apenas visibles, leves marcas, también nos ayudará a adentrarnos a través de la porosidad y la posterior revelación del eufemismo. Esta histeria o “herida” resultante del olvido nos lleva a la noción de trauma, un término que para el psicoanálisis irremediablemente desemboca en el ejercicio o silenciamiento de la palabra, en la noción del otro y el concepto de “verdad”. Desgraciadamente, de la misma manera, es un concepto que se ha empobrecido y se ha desgastado.
Aunque el evento y el discurso se hayan propuesto como “un día que será recordado como el inicio de una nueva etapa en la democracia y el Estado de derecho en México”, aun con la renuncia del secretario de la Función Pública, su propia habla y sus silencios lo desmienten. Se trata de un régimen que, como muchos de sus antecesores —las lágrimas de José López Portillo durante su último informe en 1982 o el “error de diciembre durante el gobierno de Zedillo en 1994—, seguirá parapetado detrás de una retórica vacía.
En su obra Freud nos propone que este trauma parte de un suceso inasimilable, que se niega a decirse, una especie de territorio difuso, cartografiable y accesible quizá a través de la palabra. El sujeto no puede asirlo, pero puede ir tejiendo, tanteando, cercando mediante su decir ese limbo.
Así nosotros. Para concebir y entender nuestra realidad, primero concebirla, erigirla desde el habla. Con palabras ciertas, que quizá duelan, confronten y rompan. Palabras que nombren las cosas, los sucesos, por terribles que éstos sean. Porque los mecanismos naturales del olvido seguirán su proceso inmutable.
Pero el otro olvido, el planificado, el impuesto desde la retórica gubernamental es susceptible de ser rasgado, desmontado, nulificado con el filo de nuestro propio entendimiento: de nuestras propias palabras. ®

Bibliografía
Augé, Marc, Las formas del olvido, Barcelona: Gedisa, 1998.
Freud, Sigmund, Psicopatología de la vida cotidiana, Obras Completas, vol. VI, Buenos Aires: Amorrortu, 1978.
Ginzburg, Carlo, Mitos, emblemas, indicios, Barcelona: Gedisa, 2008.

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Publicado en: Apuntes y crónicas

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