Pocilga. El escándalo según Pasolini

Cincuenta años del cine de Pasolini VI

Mucho se puede decir sobre esta obra de gran simbolismo, referencias mitológicas, literarias y políticas, en especial porque es poco lo que se ha dicho.

En Teorema (1967) Pasolini abordó el tema del escándalo de forma tangencial, con un argumento en que un misterioso visitante destruía el puritano orden de una familia burguesa. Dos años después, con Pocilga (Porcile / El chiquero) aumenta la apuesta al involucrar a sus protagonistas en las actividades tabú por excelencia: el canibalismo y la zoofilia. Mucho se puede decir sobre esta obra de gran simbolismo, referencias mitológicas, literarias y políticas, en especial porque es poco lo que se ha dicho. Hoy elijo hablar de la forma que toma el escándalo en este filme porque esa parece ser la clave del silencio alrededor de Pocilga.

De manera paralela y alternada se narran dos historias. Una de ellas, situada a fines del siglo XV o comienzos del XVI (según Fernando González, El tiempo de lo sagrado en Pasolini, Universidad de Salamanca, 1997), tiene como protagonista a un hombre joven de quien sólo sabemos que sufre un hambre extrema y, en un principio para saciarla, ataca a viajeros que encuentra en caminos solitarios, los asesina y luego los come. A su alrededor se suman otros caníbales, aunque nunca se muestra cómo se forma esta pequeña comunidad. La otra historia tiene lugar en la Alemania de 1968 y es en apariencia más compleja. Julián rechaza los amores de Ida, una adolescente que dice tener intereses revolucionarios. El padre de Julián, el señor Klotz, es un rico industrial que desea derrotar a su competidor, el señor Herdhitze, sobre quien descubre un oscuro pasado que lo relaciona con los crímenes del nazismo. Pero antes de que pueda hacer nada al respecto el propio Herdhitze lo visita para revelarle el secreto de Julián: sus clandestinos paseos a las pocilgas.

Alejadas en tiempo y temática, algunos de los recursos formales de estas dos historias también se diferencian entre sí. Mientras que en la historia de los caníbales casi no se pronuncian palabras, en la historia de Julián las únicas acciones que se realizan son verbales: discutir, convencer, rechazar, informar, amenazar. El lenguaje se hace opaco al alejarse de lo cotidiano (con repeticiones, rimas, imágenes y un ritmo específico) y su carácter poético se acentúa en los diálogos entre Ida y Julián. Frente a la desesperación del caníbal (que comienza por cazar una mariposa para comerla), los rodeos que dan los personajes burgueses, su hipocresía y sus especulaciones se cargan de sentido ideológico desde los primeros diálogos cuando Ida declara: “Somos dos ricos burgueses tú y yo, Julián […]. Y el caso es que estamos aquí analizándonos porque es nuestro privilegio”. Los escenarios y los encuadres también son diferentes. En las montañas, el encuadre depende de las acciones de los personajes: las persecuciones exigen encuadres amplios, las luchas cuerpo a cuerpo planos medios, las manipulaciones de objetos y las miradas primeros planos. Por el contrario, en los fragmentos alemanes no hay acciones físicas que seguir, y los encuadres son en su gran mayoría simétricos.

El elemento principal que une a los dos protagonistas es una pasión de objeto dudoso. Dice Julián: “Qué inmenso y curioso es mi amor. No puedo decirte a quién amo, pero eso no es lo que importa. Nunca un objeto de pasión amorosa ha sido tan ínfimo, por decir poco. Lo que cuenta son sus fenómenos, la profunda deformación que ha causado en mí”.

A pesar de estas muchas diferencias, el primer indicio sobre las relaciones entre una historia y otra nos lo da Julián al decir “Si me vieses un solo instante como soy en realidad, escaparías horrorizada a llamar a un médico”. Inmediatamente después, el corte muestra al caníbal. Sin duda es tentador pensar que el caníbal es una metáfora de cómo es Julián “en realidad”, pero considero más productivo ver ambas historias, aunque parezcan tan dispares, como dos aspectos de una sola: la historia de un hombre cuya pasión es causa de escándalo en su grupo social. Antes de detenerme en los elementos argumentales que me llevan a pensar esto, voy a detenerme en dos características formales. En primer lugar, los movimientos de la “cámara en mano” se justifican desde el argumento en las escenas de lucha, para dar una impresión más dinámica de la situación. Sin embargo, el mismo movimiento de cámara se observa en escenas mucho más estáticas en que Julián e Ida caminan al hablar, o durante la visita de Herdhitze a Kotz. Además, a pesar de tratarse de escenarios de características muy diferentes se mantiene la misma “paleta” de colores: en general muy poco saturados, van desde los grises hasta los ocres. De esta forma, a la vista quedan homogeneizados estos dos mundos que también, como veremos pronto, se tocan en lo argumental.

Pero antes debo aclarar por qué no me interesa considerar al caníbal la verdadera cara de Julián. El mundo de esta familia acomodada está llena de falsas apariencias: los rodeos para hablar, las posiciones de los personajes en el cuadro e incluso las referencias a cirugías estéticas nos hablan de un mundo en que todo es simulación. Pero afirmar que el caníbal es el verdadero Julián sería negar que Julián es también producto de su entorno: aunque hoy no nos ocupemos de ella, no podemos olvidar la fuerte crítica a la burguesía de la posguerra. Julián no es ajeno a la simulación: su madre e Ida discuten sobre las costumbres y el carácter del joven, y sus impresiones son siempre opuestas. Debajo de la versión de sí mismo que mostró a cada una de ellas, debajo de su displicente obediencia a su padre, su pasión tiene la fuerza del secreto.

El elemento principal que une a los dos protagonistas es una pasión de objeto dudoso. Dice Julián: “Qué inmenso y curioso es mi amor. No puedo decirte a quién amo, pero eso no es lo que importa. Nunca un objeto de pasión amorosa ha sido tan ínfimo, por decir poco. Lo que cuenta son sus fenómenos, la profunda deformación que ha causado en mí”. Con esta frase el personaje nos aleja de la simbología detrás de los cerdos (los capitalistas, el poder, lo turbio) que sí está presente en el resto del filme: en lo que concierne a su amor, los cerdos no son nada especial, sólo cerdos. Las imágenes refuerzan esta idea al mostrar una pocilga real y detenerse en particular en un detalle de su anatomía, en la simplicidad de la fuente del placer. En el caso del caníbal, como dijimos, en un comienzo es su hambre la que lo lleva a matar, lo cual funciona como contraste con la indolencia de los personajes burgueses. Pero cuando la situación no es tan desesperada, los asesinatos y el canibalismo continúan, es decir que el canibalismo vale por sí mismo, más allá del hambre que lo motivó. Por otro lado, desde el primer asesinato el caníbal realiza un gesto incomprensible: antes de devorarlo, corta la cabeza del cadáver y lo arroja a un cráter, lo que repetirá con los otros cadáveres. La repetición y la aparente inutilidad del gesto me hace suponer que se trata de un ritual, pero además la primera vez que lo hace es inmediatamente después del típico gesto ritual del cristianismo: la señal de la cruz. Sin importar lo insignificante (e incluso burdo) de su objeto, la pasión de Julián también tiene cierto matiz religioso: “Los fenómenos que este amor produce en mí se pueden resumir en uno solo: una gracia, que incluso como una peste me ha golpeado”.

Espero que se me disculpe una digresión hacia el psicoanálisis: cuando un personaje sólo emite, en todo el filme, la frase “He matado a mi padre, comido carne humana y tiemblo de alegría”, parece inevitable recurrir a Freud, en especial tratándose de la obra de un director que dos años antes había filmado Edipo Rey. Freud ha señalado que una de las consecuencias de la disolución del llamado complejo de Edipo (un conflictivo conjunto de sentimientos hacia las figuras parentales, que suele aparecer en la infancia) es una internalización de la figura paterna, es decir, que la imagen que el individuo tiene de su padre comienza a formar parte de sí mismo en una instancia que Freud ha llamado super-yo, que entre otras funciones tiene la de instaurar una conciencia moral y el sentimiento de culpabilidad (Sigmund Freud El “Yo” y el “Ello”, 1923). Cuando el caníbal pronuncia sus únicas palabras me parece más interesante pensar que con “matar al padre” se refiere a superar esa instancia moral que fue parte de sí mismo. Sin embargo, Freud ha advertido una llamativa relación entre un irresuelto complejo de Edipo y ataques similares a los epilépticos: “El síntoma temprano de los ‘ataques de muerte’ se nos explica así como una identificación con el padre, tolerada por el super-yo, con un fin punitivo. ‘Has querido matar a tu padre para ocupar tú su lugar. Pues bien: ahora eres tú el padre, pero el padre muerto’” [Sigmund Freud, Dostoievski y el parricidio, 1927]. Justamente, Julián entra en una especie de estado catatónico sin explicación alguna, lo cual puede ser interpretado de diversas maneras (los otros personajes ofrecen sus propias lecturas) pero, siguiendo el razonamiento, propongo relacionarlo con la frase del caníbal: tanto él como Julián han matado a su padre interno, a la moral que destinaba la carne animal para la alimentación y la carne humana para el sexo; pero eso que han matado forma parte de sí mismos y por eso Julián permanece inmóvil, como un muerto, hasta obtener la aceptación del padre real.

Frente a esta irrefrenable y misteriosa pasión de los protagonistas, observamos la tibieza de los demás personajes. Ida parece convencida de sus opiniones políticas, critica a Julián por su indiferencia ante el movimiento juvenil, y sin embargo ella admite que sería capaz de abandonar la manifestación de Berlín para satisfacer su capricho de conocer el secreto del protagonista. Cuando mucho más tarde habla del hombre con quien decidió casarse, la descripción indiferente que hace de él es muy distante de las palabras apasionadas con que Julián evoca el objeto de su amor: “La nada, una hoja perdida, una puerta chirriante, un gruñido”. Incluso los compañeros del caníbal, que en apariencia compartieron su pasión, flaquean ante el castigo inminente.

Ya es hora de preguntarnos dónde puede verse el escándalo, aquello que en Teorema toma la forma de la noticia televisiva de un industrial que regala su empresa a sus empleados. En Pocilga el escándalo aparece de tres formas: como rechazo, como amenaza, y como temor.

Ya es hora de preguntarnos dónde puede verse el escándalo, aquello que en Teorema toma la forma de la noticia televisiva de un industrial que regala su empresa a sus empleados. En Pocilga el escándalo aparece de tres formas: como rechazo, como amenaza, y como temor. El rechazo aparece claramente en los personajes de Kotz e Ida. El padre, que ha oído impasible e incluso riendo el relato de horribles crímenes, se niega a oír a Herdhitze revelar los actos de su hijo. Julián jamás confiesa su pasión, pero sí uno de sus “efectos secundarios”: nunca fue besado por una mujer (el personaje quizá mienta, pero Ida le cree). Frente a esta revelación, Ida responde: “Con todo mi pacifismo y mi polémica contra la Alemania opulenta, con todo mi anticlericalismo, y con todo mi culto por el amor libre, y con todo lo que me une a centenares de miles de los jóvenes más progresistas del mundo, Julián, deja que me escandalice hasta que me eche a reír”. El escándalo parece no ser provocado por la gravedad del hecho, sino porque Julián no cuenta con un grupo que dé a su deseo legitimidad. Pero quizá lo más escandaloso es la convicción con que Julián y el caníbal se entregan a su pasión: mientras que Ida finalmente acepta participar de la institución del matrimonio, mientras que los compañeros del caníbal aceptan la cruz antes de morir, ninguno de los dos protagonistas reniega nunca de su deseo. El escándalo como amenaza refuerza la idea de que no importa tanto quiénes son perjudicados por el crimen como el rechazo social del mismo: sólo por eso Herdhitze se atreve a amenazar a Kotz con revelar el secreto de su hijo, cuando se descubre su propio pasado criminal. En el caso del caníbal, sin duda rechazamos el asesinato de seres humanos, pero no hay razones para indicar que cualquier asesinato hubiera tenido el mismo salvaje castigo que deben sufrir los caníbales. Así es como cambia el sentido del filme al pensar que las dos historias son una sola: es indiferente el contenido del crimen, lo que importa es la condena social y la fuerza que arrastra a los personajes.

Con respecto al escándalo como temor, debemos volver a Freud. En el mismo artículo sobre Dostoievski señala que, para este escritor de tendencias parricidas, el criminal aparece como redentor que acepta la culpa por un crimen que el propio lector querría cometer. Pero los criminales de Pocilga no parecen sufrir en su camino hacia la muerte: el caníbal, según él mismo, tiembla de alegría; Julián avanza a su destino por voluntad propia. Es difícil pensar que un filme que ha mostrado brazos y piernas humanas mordidas hasta los huesos evita imágenes del sufrimiento de los protagonistas por respeto al pudor del espectador. Creo que la razón para omitir ese sufrimiento es ideológica: mientras que el melodrama se regodea en las lágrimas de las mujeres que osaron desafiar las leyes patriarles como advertencia a las espectadoras con esos mismos deseos insatisfechos, Pocilga le evita al espectador esa amenaza, y sólo se detiene en el estupor de quienes son testigos del crimen y del castigo. A fin de cuentas, un escándalo no puede ser tal sin un público.

Debo admitir que en un principio me asombró lo poco que se habla Pocilga en comparación con Teorema, ya que siempre me pareció que la segunda era la hermana pálida de la primera. Pero ahora que leo, algo escandalizada, lo que se puede llegar a decir de este filme comprendo que es difícil hablar de Pocilga porque implica hablar de las pasiones que han sido reprimidas en el fondo de nuestro inconsciente, enfrentarnos al temor de ser nosotros también capaces de matar a nuestro padre y abandonarnos a este deseo de devorarnos mutuamente y temblar de alegría. ®

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Publicado en: Cine, Noviembre 2011

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