UNA CIUDADANÍA ADELGAZADA

Obedecer y cerrar la boca

Las campañas de higiene, de salud pública y las dietas colectivas son parte de los programas del Estado de bienestar, ese Estado paternalista que heredó la tarea del clero de producir individuos virtuosos. Y sólo existe una virtud, la eficiencia del que obedece y cierra la boca.

Obesos del mundo, uníos.

1.

Resulta evidente que la nuestra sigue siendo una ciudadanía obesa. Al menos así le parece al Estado. De lo contrario no enfilaría sus baterías en contra —preventivamente— de las decisiones que los individuos pretendan —o no— tomar al margen del Leviatán esa monstruosa cosa pública.

2.

La principal característica de la cosa pública del Estado es el continuo esfuerzo por expandir sus dominios. No importa de qué clase de Estado hablemos, si se trata de una teocracia, de una dictadura o incluso de una democracia, todo tipo de dominación tiende a ser totalitaria, restringir la libertad sin importar las razones que se den para hacerlo: una amenaza a la soberanía nacional, el combate al narcotráfico, un ambiente libre de humo o simple y llanamente la propia salud. Paternalistamente, asumiendo que la gente es incapaz de cuidarse por sí misma, el Estado decide lo que es mejor para cada uno de nosotros, en aras de la nación se reprime el interés privado, pues los sujetos pertenecen al Estado, no son más que capital humano que debe aprovecharse al máximo de su potencial productivo. Este sacrificio, el de lo privado en nombre de lo público, es el primer paso en el proceso de alienación del sujeto, que —al verse restringido en su libertad— pierde el interés de hacer las cosas por sí mismo, limitándose a que lo guíen y decidan por él. Necesitando de la vigilancia permanente, cuya necesidad surge con la restricción misma.

3.

La principal característica de la cosa pública del Estado es el continuo esfuerzo por expandir sus dominios. No importa de qué clase de Estado hablemos, si se trata de una teocracia, de una dictadura o incluso de una democracia.

Estas restricciones permiten la supervivencia de la clase dominante, la cual legitima su ataque a la privacidad en busca del progreso económico o de utopías sociales. Protegiendo a sus súbditos de toda tentación, de las posibles adicciones a las que podrían sucumbir. Pasando por alto que lo que respecta a una persona no es asunto de los demás, que las habilidades o potencialidades de un individuo no son propiedad pública. Engordando el aparato burocrático del Estado mientras se adelgaza a la ciudadanía en pos de sacarles el mayor jugo posible a esos ciudadanos exprimidos.

4.

En congruencia, este adelgazamiento no se reduce al orden de lo civil, se proyecta sobre el cuerpo de los ciudadanos, el Estado somatiza sobre la obesidad de sus súbditos y al tiempo que los regresa a una minoría de edad busca reducir su índice de masa corporal por debajo de los 30 kg/m2, según lo marcan los parámetros de la OMS. Tipificando al obeso como un enfermo y por tanto un anormal. La salud como el camino de estandarización de los ciudadanos. En consecuencia, el enfermo está obligado a recuperar su estado de salud y el anormal ha de ser reducido por los poderes de normalización para ser reinsertado —y poder sacar algún provecho de él— en sociedad. Nadie puede darle la espalda a la sociedad sin sufrir su acoso. Como único monopolio de la violencia, el Estado no puede permitir que sus ciudadanos pretendan escapar de ella, el control es inútil sin sujetos sobre los cuales ejercerlo, y el lugar más profundo desde donde hacerlo es el cuerpo, mejor dicho: la piel que cubre al cuerpo y que establece la primera barrera entre lo privado —aquello que se mantiene dentro del individuo— y lo público —aquello que está fuera. Obligar al sujeto a adelgazar mediante campañas mediáticas, a reducir su tamaño, es obligarlo —dentro de los mismos parámetros que establece la persecución publicitaria— a ser una mejor persona en contra de su libertad. Las políticas de salud pública tienen la tendencia de ser notablemente prohibitivas.

5.

La principal de estas prohibiciones radica en la eliminación de aquellos factores de comportamiento que contribuyan al incremento de la circunferencia de una cintura, y en la promoción de aquellos considerados “correctos”, que no permitan recuperar o ganar grasa y peso. Una moral basada en el sacrificio y el esfuerzo para conseguir la recompensa anhelada. Comer adecuadamente renunciando a una postura hedonista de la ingesta, y hacer ejercicio como penitencia para pagar el costo de los pecados propios de una vida sedentaria.

6.

Establecer el límite aceptable en la circunferencia de una persona o el máximo adecuado de índice de masa corporal implica no sólo decirle al ciudadano que es incapaz de decidir de qué manera quiere vivir y qué tipo de cuerpo quiere tener, se consolida como un ataque en lo más profundo de la privacidad humana. Combatir la obesidad desata un ataque contra la piel de los sujetos, el nervio central de todo lo privado. La piel constituye la frontera del ser, encierra todo lo que es profundo en el sujeto y es —al mismo tiempo— su superficie, dándole su forma característica a cada persona, separando —como lo dice Sofsky— al ego del mundo. Condenar la obesidad a través de la moral de la salud es —al menos en aquel obeso que lo es por factores exógenos, por no poder cerrar la boca— condenar al individuo mismo, tanto en aquello que su piel encierra como en la forma que ese encierro genera.

7.

Lo mismo sucede si hablamos de obesos mayores de edad o de niños gordos. Con la salvedad de que, en cuanto al niño, su alimentación compete a los padres. Criar un niño obeso o uno atlético es una elección que debe tomarse en el seno de la familia. Prohibir la ingesta de alimentos poco nutritivos, de alimentos chatarra, corresponde a la esfera de lo privado. La iniciativa sobre lo que se debe vender y no en una escuela emana o no de la escuela misma —entendida ésta como comunidad, no de un poder público que, en aras de expandirse, invade esferas que le son ajenas. Los derechos de paternidad corresponden a los padres, no al Estado.

8.

Criar un niño obeso o uno atlético es una elección que debe tomarse en el seno de la familia. Prohibir la ingesta de alimentos poco nutritivos, de alimentos chatarra, corresponde a la esfera de lo privado.

Esta expansión de lo público va de la mano con un cambio cultural, con el paso de una actitud de lujuria ante la vida, típica de siglos pasados, a una actitud de eficiencia, aumento de producción, reducción de costos e incremento de utilidades. Donde los gordos no tienen cabida. La obesidad —nos dicen— le cuesta a las aerolíneas —y en consecuencia a los consumidores— alrededor de doscientos setenta y cinco millones de dólares. La obesidad —insisten— representa más de 9% del gasto médico de Estados Unidos. Pero sobre todo la obesidad —no quitan el dedo del renglón— reduce la productividad de los trabajadores: el gordo pide más permisos y falta más al trabajo. Adelgazar a la ciudadanía, la moral de la salud y la circunferencia de nuestras cinturas obedecen a la satisfacción de aquella vieja ética protestante, la de acceder al bien supremo a través del trabajo. Adelgazar ciudadanos es igual al cierre de aranceles durante la Revolución industrial. Estimula la producción.

9.

Lo privado atenta contra el orden público, no porque penetre en él, atenta por la sola razón de que escapa a su control. Una ciudadanía obesa atenta contra el orden moral, contra el orden de las cosas. Y todo código, toda reglamentación publica que invada —todas lo hacen— los aspectos de lo privado se enfoca en contra de este peligro. Las campañas de higiene, de salud pública y las dietas colectivas son parte de los programas del Estado de bienestar —concluye Sofsky en Privacy: A Manifesto—, ese Estado paternalista que heredó la tarea del clero de producir individuos virtuosos. Y sólo existe una virtud, la eficiencia del que obedece y cierra la boca. ®

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Publicado en: Octubre 2010, Sanos, enfermos y locos

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