El lirismo y la fe en la revolución

La emoción y el voluntarismo

Hacer una Revolución, con mayúscula, no es cosa de viejos. Como tampoco lo es descubrir que abrazar y abrasarse en la hoguera de una ideología requiere algo más que buena voluntad y creer de buena fe en todo lo que nos dicen y prometen.

Después del 68 vi a un grupo de estudiantes universitarios mexicanos manifestándose por la calle mientras gritaban enfebrecidos: “¡No queremos democracia! ¡Queremos revolución!” Por azares del destino uno de aquellos irritados manifestantes es hoy mi amigo (David Martín del Campo) y, como yo, también ha visto pasar por su ventana los restos de aquellas utopías que un día nos tragamos como un sueño entero. Otro más de aquellos manifestantes de juvenil vocación comunista, enhorabuena, hoy es un demócrata convencido; publicó una novela que recrea el periplo ideológico de un joven comunista que, por las cosas que vio y le hicieron reflexionar, terminó por abandonar sus convicciones políticas. El título de la novela explica por sí mismo su contenido: El desencanto. Los líderes de aquella izquierda delirante de los años sesenta y setenta afirmaban, vehementes, que si hacíamos la revolución “todo cambiaría”, casi milagrosamente, de un día para otro, y prometían otorgarnos —como si fueran de su propiedad— toda clase de libertades. Cuando triunfara la revolución. Como sucedió en Cuba, ellos mismos nos habrían arrebatado las libertades que ya teníamos y negado todas aquellas que aspirábamos tener.

El Che y Fidel

De nuestras diferentes etapas de la vida ninguna se compara con el sublime esplendor de nuestra juventud, entonces las experiencias importantes parecen haber sido creadas en exclusiva para nosotros el día que las descubrimos: el amor, el sexo, la historia, la poesía. Pero también suele ser una etapa frágil frente a propuestas ideológicas disparatadas porque carecemos en alguna medida (unos más que otros), de experiencia e información. El canto de las sirenas se escucha más dulce durante la juventud. La decisión de ser agnósticos, iniciarse en el sexo… hacer una Revolución, con mayúscula, no es cosa de viejos. Como tampoco lo es descubrir que abrazar y abrasarse en la hoguera de una ideología requiere algo más que buena voluntad y creer de buena fe en todo lo que nos dicen y prometen. Tampoco es cosa de jóvenes descubrir, con diferentes grados de desilusión, que No hay amor que resista el trato, como una vez le escuché decir a Monsiváis; “Ni el amor ni la rosa conocen duración”, cita Ernesto de la Peña a Filóstrato, ignoro de qué obra. Es natural que entre el común de las gentes, cuando somos jóvenes, nuestro arco de conocimientos no sea tan amplio. Hay excepciones, claro. Nacemos ignorándolo todo, y todo lo que llegamos a saber y la experiencia que acumulemos en la vida, por temprano que sea, la habremos adquirido a través de los años. No hay otro modo de hacerlo. Por eso nos maravillan los llamados niños(as) prodigio quienes por alguna razón, de alguna manera, saben más y mejor muchas cosas que los demás ignoramos y quizá jamás lleguemos a saber. Es decir, para el común de las personas experiencia e información son un legado del tiempo. Y si nuestras decisiones importantes las tomamos con base en ambos referentes, mientras mayor sea nuestra inexperiencia y falta de información, más posibilidades tenemos de que nuestras decisiones no tengan tan buena puntería. Entre otras cosas, la experiencia nos permite conocer mejor la naturaleza humana y la triste realidad es que no podemos confiar en todos todo el tiempo ni en todo lo que nos dicen. Desde nuestros padres hasta nuestros mejores amigos y maestros, todos nos podemos equivocar o engañarnos a nosotros mismos. Y algunos dicen mentiras. La información a su vez, más complicada de adquirir, puede enseñarnos a exigir a los académicos de la legua, los llamados “spin-doctors” callejeros de los sesenta y setenta, y los revolucionarios de café, la demostración de cada cosa que afirman. De modo que sin experiencia y sin suficiente información inclusive nuestros instintos pueden ser insuficientes para asegurarnos la asertividad. A menudo durante nuestra juventud nos guiamos más por la emoción que nos producen ciertas ideas que por la noción que tengamos de lo que realmente significan. Sin negarles su enorme función estética (y amorosa), las emociones actúan en un área distinta de la razón. Por mucho que a veces la emoción produzca en nosotros algo que se parece a la certeza y podemos confundir con conocimiento. No siempre para bien, la razón “sufre” la influencia de la voluntad, es decir, de aquello que queremos que suceda a toda costa, y además, sufre también los efectos de nuestras emociones y como resultado de esto creamos escenarios fantasiosos y terminamos convencidos de lo que queremos creer porque el peso de los factores en juego (la emoción y la voluntad) terminan imponiéndose sobre los datos duros de la realidad. Terminan imponiéndose sobre la razón. En estas condiciones es muy fácil equivocarnos. Y esto es aún más riesgoso cuando los datos duros de la realidad no son nuestras mejores armas. Es así como sin información, es la emoción y lo que queremos que sea, llamado voluntarismo, lo que termina dominando la razón y orientando nuestros actos y afectos por el camino que nos marquen estos dos impulsos. Por mucho que deseemos que las cosas sean de cierto modo, y nos emocionemos con esta posibilidad, la realidad no cambia. Las cosas sólo pueden ser como son. Esta visión en que las cosas son como las construimos a través de la emoción y la voluntad, y son “demostrables” y ciertas porque ahí están nuestros sentidos para corroborarlo y por lo tanto “es verdad” lo que tenemos frente a nosotros, podría ser una manifestación personal de lo que llaman pseudociencia. La teoría marxista puede ser un mejor ejemplo de pseudociencia porque si bien construye un edificio teórico que parece perfecto, parte de un supuesto imposible: para mal o para bien, no hay manera de que los seres humanos seamos, en todo, iguales. En realidad el marxismo es una mitología. La pseudociencia, al caracterizarse por una credulidad radical, tout court (para sus propios postulados, claro), se ubica en el extremo opuesto de los “teóricos posmodernos”, quienes, sin matices y sin ser cartesianos tampoco, se plantan en un escepticismo extremo al juzgar a la ciencia, sobre todo. Pongamos por caso —no se ofendan los antropólogos— la explicación del origen del mundo que recoge el Popol Vuh, que “es tan válida”, dirían ellos, como la de Stephen Hawking y el Big Bang. En el fondo de toda argumentación de este tipo está, sobre todo en las humanidades, un intento por desbancar al establishment. Por lo demás, para todos está claro que “lo válido” de, en este caso el Popol Vuh, es un juicio subjetivo, siempre relativo (por eso también se les llama relativistas), y otra muy distinta son los datos cuantificables, y en muchos casos verificables, de la ciencia, que no admiten dubitación. En este caso, el error básico de los teóricos posmodernistas sería mezclar mitología y ciencia. Por mucho que digan que es interdisciplinariedad. Estas dos ramas de la ¿ultracontemporaneidad (uf!)?, como quizá diría Sergio Rodríguez González, quien parece ser el vapuleado crítico de El fin de la locura, de Volpi, viene a cuento porque los teóricos posmodernistas y las huestes de la pseudociencia son como el brazo armado del marxismo, desde algunos cubículos y ciertas aulas universitarias, y algunas columnas periodísticas.

En aquellos días, cuando cantábamos “La Internacional” la emoción —de cierta conmoción somática, dice el DRA— y el entusiasmo eran enormes y se disparaba nuestra imaginación a la estratósfera y ya no hacía falta nada más para estar dispuestos a morir, si fuera necesario, “por la revolución”. Algunos camaradas, hoy lo entiendo, de puro candor, empapaban su emoción de lágrimas. Por esos días se nos ocurría cualquier cosa, menos detenernos a reflexionar sobre lo que en realidad nos estaba sucediendo. La razón había quedado nulificada. Algunos reflexionaban, por supuesto, porque sabían (por una conversación, una lectura, un maestro), que la emoción y el voluntarismo suelen ser más poderosos que la razón. Entendían el truco y se iban del club. Yo supongo que son hoy los adultos que no cayeron nunca bajo el encanto de la Revolución cubana, por ejemplo. Los admiro por su inteligencia precoz, pero no fue mi caso. El peso de la emoción y el voluntarismo sobre el rumbo que le damos a nuestras convicciones y actos es algo que se sabe probablemente desde siempre, pero en etapas tempranas de nuestra vida es posible que lo ignoremos. Como tantas otras cosas. También creo que, con todo y su adultez, muchos lo siguen ignorando. Alan Sokal recuerda el pensamiento de Roger Bacon (1220-1292) que se refiere precisamente a esto:

El entendimiento humano no consiste en la visión imparcial, sino que está sujeto a la influencia de la voluntad y las emociones, hecho que crea un conocimiento fantasioso; el hombre prefiere creer lo que quiere que sea verdad [Novum Organum, aforismo 49].

Gutiérrez Menoyo tardó casi setenta años en descubrir que la Revolución cubana “no tiene moral”, como dice en su “testamento político”. Para haber sido uno de los primeros disidentes que conoció en carne propia la inmoralidad de los revolucionarios cubanos, y casi le costó la vida, Gutiérrez Menoyo no era muy perspicaz que digamos.

Informa la prensa (27/10/2012) que a los 78 años falleció en Cuba el español Eloy Gutiérrez Menoyo. Hijo de republicanos, parece haber heredado la ideología de sus padres. Viajó a Cuba y se afilió al movimiento 26 de Julio que, encabezado por Fidel Castro, tomó el poder en 1959. Una foto de la época lo muestra marchando, del brazo y por la calle, en primera fila con los más altos jerarcas de la entonces triunfante Revolución. Cuando Gutiérrez Menoyo se dio cuenta de que aquello era en realidad una edición más del totalitarismo marxista quiso rectificar. Su cambio de conducta le costó cárcel y torturas, durante muchos años. Fue reo en Isla de Pinos, donde casi lo asesinaron a golpes. Salió de prisión y se fugó de Cuba hacia Miami; desde allá hizo lo que pudo para derrocar al régimen que antes había ayudado a tomar el poder, pero no se sintió satisfecho. Regresó a Cuba, ahora a luchar a tiros contra sus excompañeros marxistas. Volvió a ser detenido. Salió de la cárcel y otra vez volvió a Miami, donde fue sujeto de homenajes. Pareció que allí se quedaría por el resto de su vida. En 2003 una vez más volvió a Cuba y ahora tuvo, con toda la tolerancia imaginable, un acercamiento público con Castro, se dieron la mano, los fotografiaron juntos, charlaron. Pareció demostrar una forma de perdón muy cristiano, para algunos, y para otros una claudicación a todo lo que hasta entonces parecía haber mantenido como convicciones ideológicas y le había costado la cárcel. Otros de plano sospecharon de su honestidad. Ya instalado en Cuba Gutiérrez Menoyo dijo que ahora lucharía “desde adentro”. Habrá creído que vivía en una democracia. Terminó promoviendo “la reconciliación” de los exiliados con el régimen. A muchos nos pareció que se trató de un encargo de Castro, a quien beneficiaría más que a nadie “una reconciliación con el exilio”. Gutiérrez Menoyo reclamó luego que no le habían dado, ¿a cambio?, el “espacio político”, que quizá pactó con Castro por el trabajo de “reconciliación”, que no fructificó, por cierto. En tal caso, Gutiérrez Menoyo parece que nunca se enteró con quién trataba. Su conducta, entre vacilante e inverosímil, le costó, aún más, el descrédito de muchos, entre ellos el de quien esto escribe. Ahora ha muerto, sin haber logrado nada, pero deja para la posteridad su “testamento político”. Su vida como militante, errática, a veces casi suicida y hasta de dudosa autenticidad, ilustró muy bien sus cortos alcances intelectuales. En su “testamento político”, ahora dado a conocer, Gutiérrez Menoyo recuerda a la Revolución como “marcada por la poesía”, “llena de lirismo” y se declara devoto de “la fe en la posible renovación”, etcétera. Fe, poesía, lirismo. Queda claro que su vida de revolucionario estuvo dominada por la emoción y el voluntarismo. Se puede hacer poesía sobre la Revolución, se ha escrito, y muy buena, pero ninguna Revolución está marcada por la poesía, en cambio está marcada con sangre, sufrimiento, saqueo, abusos y huele a pólvora y a muertos. Gutiérrez Menoyo jamás entendió lo que se proponía hacer Castro; tampoco reflexionó jamás sobre su propia ideología y el marxismo; no entendió que siempre fue sujeto de sus emociones, y sus actos de “fe” y “lirismo”, como él mismo lo dice, nunca pasaron por la aduana de la razón. Fidel lo manipuló como le dio la gana. Gutiérrez Menoyo jamás entendió lo que es una Revolución marxista, violenta y autoritaria por naturaleza. Evidentemente, Gutiérrez Menoyo no se cuestionó nunca la imposibilidad de realizar todo lo que ellos mismos prometían. Gutiérrez Menoyo es un conocido y lamentable caso de quien pone por delante la emoción y la fe en asuntos, como una Revolución armada, que para realizarse requieren de la razón y la inteligencia, no del “lirismo”. La poesía, el lirismo, la fe, en una revolución sólo sirven para manipular a personas como Gutiérrez Menoyo. Es casi increíble, salvo por su valor irracional, casi suicida, como hemos dicho, que una persona con tan pocas luces haya alcanzado un buen lugar en el escalafón castrista. Gutiérrez Menoyo tardó casi setenta años en descubrir que la Revolución cubana “no tiene moral”, como dice en su “testamento político”. Para haber sido uno de los primeros disidentes que conoció en carne propia la inmoralidad de los revolucionarios cubanos, y casi le costó la vida, Gutiérrez Menoyo no era muy perspicaz que digamos. Otro disidente, honesto y admirable disidente cubano, expreso político y compañero de cárcel de Gutiérrez Menoyo durante muchos años, Abel Nieves, me ha contado de Gutiérrez Menoyo lo suficiente como para que yo afirme todo lo anterior. No son opiniones de Abel Nieves; si las tiene, no me las expresó. Una vez le pregunté si Gutiérrez Menoyo, como algunos sospechaban, en realidad era un traidor. Abel se quedó callado. De haber sido Gutiérrez Menoyo un hombre guiado por la razón se habría quedado a vivir en España. Si le gustaba la poesía quizá podría haber pergeñado algunos versos. Como en El Gatopardo, Gutiérrez Menoyo acabó sirviendo a quienes prometieron que todo cambiaría… para que todo siguiera igual. Ese “todo” resultó mucho peor. ®

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Publicado en: Apuntes y crónicas, Noviembre 2012

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