De belleza, fealdad y cuerpos humanos

Dos lecturas al comenzar el año

La autora habla de dos libros que hablan de la condición humana, pues hablan de la belleza y de la fealdad, el primero, y del cuerpo humano, el segundo.

La gran belleza

Nunca imaginé empezar la lectura de un libro en un Ministerio Público, un 30 de enero y en horario pasado meridiano. Desde mi juventud mi mente vitalista se ha creado la idea de que los libros son los que eligen a su lector y no viceversa, y, en este caso, mientras solicitaba justicia en una sala de espera de una oficina pública, fue La Gran Belleza. La condición humana en toda su complejidad (2016), del filósofo poblano Ricardo Peter, el que me acompañó en el proceso.

Representación de un hombre de Neanderthal.

Metida en un espacio de luz blanca, con asientos metálicos sostenidos por cubetas, esbeltas plantas a punto del último suspiro y policías adictos al cigarro, saqué el libro de mi bolso. Luis y el abogado decían en voz baja algo sobre el incidente con unos vecinos al pedirles que moderaran el volumen de su constante y repetitiva música.

Ahí estaba yo, con mi cuerpo atento a todo lo que sucedía a mi alrededor, pero con mi mente intrigada sobre la compleja premisa que el autor de este libro plantea majestuosamente: ¿Qué cosas encuentras feas? ¡Vaya pregunta en ese momento! ¿Qué cosas encuentro feas? Encuentro feo estar aquí, en un MP; encuentro feo que me pidan que sea yo la tolerante ante el permanente ruido; encuentro feo que al alzar la voz para pedir un poco de silencio sólo reciba escupitajos y violencia.

Respiré hondo, inspeccioné el entorno y me cercioré de que Luis estuviera en el mismo lugar que yo, pues no es de extrañar que ante su bendita buena suerte lo hubiera abducido un OVNI. Seguí con la lectura. Capítulo 1. “La presunción de la filosofía”. ¿Qué encontré ahí? Además de las diversas concepciones que la filosofía ha tenido desde la antigua Grecia a nuestros días, el autor dice que este conjunto de razonamientos sensibles es el encargado de darle un sentido a la estética, y qué es la estética sino esa disciplina moral que define lo que es bello, feo, verdadero, bueno o malo y que incluso asciende a la impartición de justicia.

Desde los griegos, dice Peter, tenemos la idea de que la belleza va de la mano de la bondad, de lo correcto, lo limpio y, por tanto, lo feo es definido simplemente como la carencia de gracia. Pero, insiste el autor, la belleza, que sucumbe ante las exigencias de la belleza, en realidad sucumbe al valor cultural de la belleza, nunca a la belleza misma.

Me sorprendí viéndolas de arriba a abajo. Busco las placas para saber sus apellidos. Están muy maquilladas, con un chaleco antibalas y una pistola a la cintura.

Podemos hacer un recorrido por la historia y encontraremos que el tema de la belleza siempre ha estado presente en casi todos los ámbitos que nos interesan desde que andamos erguidos. En el Papiro de Ebers (ca. 1500 a.C.), por ejemplo, quedó registrada la gran atracción que ejerce la cuestión de la belleza en más de 800 párrafos, 700 recetas y fórmulas mágicas, limitándose, ya desde entonces, a la silueta, a la imagen, a la apariencia, a la figura física. ¿Esto qué nos enseña? Ricardo Peter asegura que, uno, queremos reparar el trabajo de la naturaleza, y, dos, queremos renovarla y superarla.

Luis sigue hablando con el abogado. De la camioneta que puedo ver desde detrás de los cristales bajan y hacen entrar a una pareja de adultos mayores. Las policías son amables. Me sorprendí viéndolas de arriba a abajo. Busco las placas para saber sus apellidos. Están muy maquilladas, con un chaleco antibalas y una pistola a la cintura. Una de ellas, la más joven, de unos treinta años, trae un celular con carcasa de Hello Kitty y las uñas pintadas con puntitos rojinegros. ¿Eso es bello o no es bello? ¿Cómo encontrar belleza en un lugar diseñado para la incomodidad?

La pareja que venía en la camioneta se sienta frente a mí. La señora intenta arreglar su cabello, hecho un nudo grueso y canoso. El hombre, de ojos claros y mirada alcohólica, mantiene cierto orgullo, pero la pobreza es notoria y lo delata. En ese momento me doy cuenta de que critico todo a mi alrededor a partir del básico juicio de si me parece feo o bonito. Todo me parece feo. Hasta las plantas. Pero sé, aun con mis limitaciones filosóficas, que mis sentidos están condicionados por la cultura.

Sin duda, la preocupación por el aspecto físico acaba con el pensamiento de la mente, y para Ricardo Peter esto conlleva la fealdad. Este pensador, que además era terapeuta —lamentablemente falleció el pasado 2018—, dice que la fealdad no tiene relación alguna con nuestro convencionalismo sobre lo feo. Para él la auténtica fealdad radica en cuatro estadios.

El primero es el físico, sí, pero no desde la deformidad o la asimetría corporal, sino desde la pérdida de límites o el exceso de control sobre la apariencia física. Para ello ejemplifica con la anorexia y expone el increíble caso de una sobreviviente de esta enfermedad, llamada Maya Hornbacher, quien decía que pasar hambre es lo femenino de la actualidad, como sucedía con los desmayos en la era victoriana.

El segundo estadio es la fealdad psiquiátrica, que se refiere a la incomprensión de la locura, a la negación social de que todos los seres humanos somos bifrontales y que por nuestra naturaleza cargamos con un ser incurable, pues todos tenemos algo de censurable que guardamos celosamente para no tener la necesidad de mostrarlo. Para ello ejemplifica y reivindica a Don Quijote, cuya locura no tenía que ver con una posesión demoniaca sino con algo más natural: una crisis de falta de sentido. ¿Quién no ha pasado por eso?

El tercer estadio es la fealdad emocional, lo que explica con el libro de Antoine de Saint Exupéry, El principito (1943) Para Ricardo Peter la fealdad emocional radica en el fracaso afectivo y por ello todo ese embrollo tóxico en el que caemos para sabotear nuestras relaciones. Exupéry fue un claro ejemplo de falta de conocimiento de sus emociones, pues decía que amaba a su esposa Consuelo pero la ofendía, la alejaba y luego, una vez que la sentía perdida, la idolatraba.

Por último, el estadio donde yace la fealdad espiritual, que se relaciona con el miedo a ser humanos, y por ello queremos el control de todo y nos volvemos personas neuróticas, con trastornos obsesivos, pues buscamos la perfección en todos nuestros quehaceres. Para Peter este estadio es el que más nos afecta, ya que el neurótico quiere ser como Dios y Dios, desde la perfección, no existe.

Nos tocó el turno de ser atendidos. Ofrecimos una larga y detallada explicación de los hechos con las pruebas pertinentes. Nos citaron para después, fecha que aún no llega y me tiene algo inquieta. De la mano de Luis les dije adiós a la pareja de adultos mayores que esperaban su turno; según los derechos y obligaciones de todos los que asisten a un MP y que pueden leerse en un enorme póster en la pared, las personas de más de sesenta años tienen el derecho de pasar primero, pero no fue así. Se quedan a la espera en ese lugar hostil, diseñado para que uno salga y se sienta feo.

El libro y esta experiencia me hicieron entender un poco dónde está la otra belleza. En efecto, no está en lo visible, está en lo perceptible. Descubrí la belleza de que Luis y yo somos un gran equipo, que nos hablamos con respeto sin importar el lugar, el momento o el estrés. Agradecí la belleza de las palabras para explicar lo que pienso o siento y la sensibilidad de poder transmitirlo a otros.

A causa de un condicionamiento social dejamos de ser lo que somos para ser lo que parecemos. Basta de idealizar a la belleza como perfección. Salgamos de ese estado hipnótico que nos vuelve insensibles a las reales formas del ser humano.

Desde el cuerpo

Existen ciento noventa y tres especies vivientes de simios y monos. Ciento noventa y dos de ellas están cubiertas de pelo. La excepción la constituye un mono que anda sobre sus dos piernas y se ha nombrado a sí mismo Homo sapiens. Ese mono desnudo (Desmond Morris dixit) posee el mayor cerebro de todos los primates y, por tanto, el mayor nivel de complejidad sobre sus motivaciones, su existencia, su relación con el otro y, por supuesto, la relación con su propio cuerpo.

El cuerpo, vulnerable, que se deteriora y caducable, es siempre el objeto semiótico por excelencia del vasto grupo humano, sin importar su cultura. Si bien el cuerpo ha sido tema de todos los tiempos, Cristóbal Pera, en sus Ensayos sobre el cuerpo humano (2012), habla de los diversos lenguajes que el cuerpo representa. Al leer el índice se despliega la panorámica de lo que un cuerpo puede ser: icónico, pornográfico, herido, perforado, sometido, al límite. Cuerpos enamorados, resentidos, obesos, longevos, huecos, rechazados, exaltados. Cuerpos grotescos, cuerpos políticos, cuerpos sexuados.

Parte de la condición humana, como lo dice el autor, es cuestionarnos sobre nuestro propio cuerpo; cuestionamiento que nunca dejará de estar presente al ser testigos de los cambios biológicos y psíquicos que experimentaremos en carne propia. El primer concepto que tuve de mi cuerpo es que me estorbaba. Fantaseaba con sólo ser un cerebro metido en un frasco con algún tipo de líquido para garantizar mi sobrevivencia —¿intelectual? Tener un cuerpo requería/requiere de mucho mantenimiento; vestirlo, alimentarlo, sacarlo a orear. Poseía un cuerpo al que otros cuerpos obligaban a bailar y a verse de cierta manera. ¡Vaya que me parecía odioso! No comprendía esos cuerpos a los que sí les gustaba ser cuerpo y cumplir con lo establecido sobre su persona corporal.

De los cuerpos que conozco, muchos de ellos temen a la vejez, la cual describen como decadente, decrépito, con pérdida de sentido y de gusto. La vejez como cuerpo atrapado en la gravedad, en su propio peso corroído. Personalmente, nunca he visto así la vejez. Esperé a que el tiempo reacomodara esa falta de miedo a lo anciano, pero no, no ha llegado ese cambio de parecer y ya no soy precisamente joven. Mi madre dice que ya llegará. Que siempre llega.

Uno de los ensayos de este libro que más llamó mi atención fue el cuerpo pornográfico, en el que Pera dice que lo que se consume en Internet no es pornografía, sino pornotopía, cuando el cuerpo es sexualmente fragmentado.

Cristóbal Pera dice en la parte médica del libro —que se divide en dos apartados, uno en el que describe el cuerpo cultural y otro sobre el cuerpo desde la salud y la mirada médica—, que las sociedades, con sus contadas excepciones, viven en una cultura de la enfermedad, por eso ese miedo a envejecer. Somos parte de un sistema corrompido que no garantiza una vida digna una vez llegada la tercera edad. Los gobiernos no ofrecen calidad en sus instituciones de salud, los médicos cada vez son menos empáticos con los pacientes, las enfermedades están a la orden del día provocadas por adicciones permisivas y permitivas como el tabaco, el alcohol, el consumo de comida chatarra, el estrés laboral, la poca actividad física y, por qué no, dice el autor, la falta de espacio íntimo en la vivienda.

Nuestro cuerpo habita otro cuerpo. El cuerpo de la ciudad. Construcciones que nos protegen del clima, del poder de la naturaleza. Esa ciudad, ese cuerpo que se fortifica para las costumbres, las artes, el entretenimiento y el trabajo, se poluciona y nos consume al no haber una cultura de la salud donde haya un buen sistema de drenaje, baños dignos en las zonas marginadas, agua corriente, espacios para los desechos de basura. En la cultura de la enfermedad la vejez es un tema tabú y de salud pública, un tema que se relaciona con lo inservible. Los cuerpos son válidos mientras son jóvenes y todo mercado se mueve a favor de esa premisa.

Uno de los ensayos de este libro que más llamó mi atención fue el cuerpo pornográfico, en el que Pera dice que lo que se consume en Internet no es pornografía, sino pornotopía, cuando el cuerpo es sexualmente fragmentado, es decir, cuando vemos el acto centrado sólo en los genitales expuestos que son, normalmente, de quien es sometido en el precario discurso que presentan los personajes desnudos cuya urgencia es llegar a la acción mecánica.

Creo importante decir que me sorprendió que un catedrático de cirugía escriba de forma tan metafórica sobre el cuerpo. ¿Qué es el cuerpo si no una unidad biológica compleja que sólo puede ser narrado a través de la metáfora? Un ejemplo de ello es que cuando hablamos de una persona con cáncer inmediatamente usamos la analogía de la guerra. Un lenguaje bélico nos ayuda a reconstruir aquello que nos asusta, y es ahí cuando usamos términos como ganó o perdió la batalla contra ese terrible enemigo. En otros casos solemos separar el cuerpo para darle el significado a un todo, lo que en lingüística se llama sinécdoque: “échame una mano” para pedir ayuda, o “se levantó con el pie izquierdo” para explicar retóricamente que se tuvo un mal día, o “échale un ojo”, “es un boca floja”, etcétera.

Desde que Luis y yo estamos —somos— juntos, por su profesión asisto con cierta frecuencia al teatro. Ahí percibo cuerpos en un escenario representando cuerpos ficticios. De Luis me asombra su asombro; su optimismo para con los cuerpos que se mueven con técnicas e improvisaciones, con voces ensayadas, con memorias perfectas. Pero yo me asombro aún más de mi asombro, pues en la oscuridad que ofrece el espacio del espectador los miro iluminados desde una distancia prudente y me escandalizo en silencio. Cuerpos que dan su cuerpo a otros cuerpos. Cuerpos que gozan de la mirada pública y anónima prestándose amorosa, vanidosa y obsesivamente para decir algo. Cuando percibo esos cuerpos que me parecen ajenos, ajenísimos, me pregunto por sus cuerpos reales, sus dolores, sus miedos, sus vanidades e inseguridades. Trato de verles, desde mi distancia anónima, las orejas, los pliegues de los párpados, las uñas o los dientes chuecos. Después los imagino en lo cotidiano y me exalto aún más. ¿Podría yo encarnar otro cuerpo?

Cristóbal Pera no redime al cuerpo. No lo disculpa por sus constantes y repetibles imperfecciones transmitidas de cuerpo en cuerpo mediante el coito. Para él, desde su mirada médica, los seres humanos —dentro de sus cuerpos— son espacios con formas cambiantes que transitan con la memoria de su identidad personal. El cuerpo como reflejo de nuestro yo; individuo realmente idéntico sólo a sí mismo a lo largo de su biografía, con una personalidad específica, a pesar de las progresivas modificaciones de su anatomía caducable.

Mi cuerpo es un cuerpo perforado, herido, pigmentado, pequeño, enamorado, protegido, satisfecho, aún completo, visible y autónomo. Un poderoso cuerpo que transita. ¿Hacia dónde? Hacia el único lugar donde pueden transitar todos los cuerpos: hacia lo humano. ®

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Publicado en: Libros y autores

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