El José José de los noventa

La leyenda del Príncipe

El éxito masivo de los discos de los noventa reveló la certeza de lo inexorable: la última bocanada de triunfo antes de la inmersión completa en la espiral de la desintegración. El José José de entonces afianzó su propia y definitiva historia de claroscuros legendarios.

José José

Existe un bootleg de mediados de los noventa con José José dando un concierto en el teatro Blanquita de la Ciudad de México. Vestido con un tuxedo blanco, una gruesa cadena de oro por fuera de la corbata de moño y pañuelo contrastante en el bolsillo del saco, se le ve delgado, demacrado y con aires de traer unas buenas copas encima; se para en el escenario con su consabida rigidez corporal e interpreta con sensibilidad muchos de sus éxitos de los setenta, ochenta y las rolas de sus discos entonces recientes. El desempeño sobre el foro, la comunicación con la audiencia y la calidez de su persona permanecen incólumes, no así su ejecución vocal.

Arriba del entarimado luce como un karaokista de sí mismo. En ocasiones, las sílabas terminan en un balbuceo o en un siseo apenas inteligible, otras veces descuadra en relación con la melodía, más de una vez se le va un “gallo”, desafina, se repega el micrófono, corta involuntariamente las notas altas, tarda en acoplar las estrofas al acompañamiento musical, jala aire sofocado y, conforme avanza el espectáculo, su voz enronquece con celeridad. Parecería como si el intérprete hubiera llegado de una larga fiesta a dar el concierto.

En efecto, así era. Después de variados intentos durante veinte años para curar su alcoholismo y su dependencia de las sustancias narcóticas, sencillamente sus adicciones seguían intactas, aunque no así, por supuesto, su físico. (Intentos de “curación”, por cierto, plasmados en sendos filmes del kitsch autobiográfico monumental en las cintas Gavilán o paloma del 84 y Perdóname todo del 95.) Las competencias orgánicas necesarias para la ardua vida artística habían mermado irremediablemente para entonces.

Los requerimientos del atletismo escénico al que todo artista pop de valía es sometido con las grabaciones, giras, espectáculos en vivo, presentaciones en mass media, etcétera, son incompatibles con el consumo excesivo y consuetudinario de sustancias de agresión extrema al organismo. Por más que la fábula folclórica vincule a los máximos representantes de la música popular, en todas sus variantes, con los abusos toxicológicos, lo cierto es que la mayoría de la gente del show-business mantiene un delicado equilibrio entre su uso y un cuidado físico excepcional. Quienes a lo largo de la joven historia de la música pop han roto con ese equilibrio han pagado caro las consecuencias, incluso con su propia vida. Su excepcionalidad es justo el nutriente de su leyenda.

Arriba del entarimado luce como un karaokista de sí mismo. En ocasiones, las sílabas terminan en un balbuceo o en un siseo apenas inteligible, otras veces descuadra en relación con la melodía, más de una vez se le va un “gallo”, desafina.

El caso clínico de José José está intrínsecamente ligado con su desempeño artístico. Las grabaciones de los noventa son, sin ambages, los discos de su decadencia. Antes de ellas permanece el tiempo de su encumbramiento, de la recolección acelerada de reconocimiento masivo. Con toda pertinencia, el gran público valora sus interpretaciones antiguas, que culminaron con el disco Secretos de 1983 y su coda un año después con Reflexiones. La voz excepcional que poseía para el género más aventajado del romanticismo multitudinario, la balada pop, es ya parte del acervo musical de este país. En su caso, la comercialidad del género no se opuso a la calidad interpretativa. Fue también la época de numerosas presentaciones en vivo, de alardes vocales, de permanencia radial, de fama irrestricta. El sencillo “Atrapado” de 1990 culmina ese ciclo de voz inmaculada, la última muestra de un artista que dejaría de ser lo que fue.

No obstante, la década de los noventa es su mejor época como artista. Los discos de esa década presentan a un cantante diferente, con una notable mengua de sus dotes vocales, con un déficit interpretativo de la escala musical, con cierta ronquera pertinaz. Pero el menoscabo de su desempeño vocal hizo brotar un filo parasemántico insospechado. Hay ahí un matiz, un trazo doliente profundo que rebasa la intencionalidad acotada de la baladística comercial. El sesgo de la decadencia interpretativa del cantante engancha al escucha con una realidad humana irredenta: la espiral autodestructiva de las personas.

Más allá de la lírica propia de cada canción, que van de las usuales historias de ruptura, infidelidad y desamor a los nexos sexuales y familiares entre las personas, la diferencia interpretativa de José José remite a la realidad vital de José Sosa Ortiz y, de ésta, a la de la vida misma. Contando todavía con un rango vocal aceptable y con la admirable habilidad para dar plasticidad enunciativa a lo que cantaba, que dio como resultado hits maravillosos como “Eso no más”, “Lo que quedó de mí” y “Mañana sí”, el inicio de su caída libre como cantante trae al espacio de la grabación la realidad abigarrada del hombre en su individualidad pedestre. Escucharlo es observar lo que está detrás del personaje público. Es acceder a una historia humana a un tiempo específica y universal. Al hacerlo, se construye una relación diversa de la que se efectúa con el momento de gloria. Como me dijo Héctor Villarreal en relación con un post de esa época josesiana en Facebook, de la que afirmé que es la que más me gusta del cantante: “La decadencia en los artistas puede tener su peculiar encanto. Crea otro tipo de vínculo y de identificación”.

Ese vínculo está conformado por el contexto extramusical que el cambio de desempeño vocal implica. El desencadenamiento de una espiral desintegradora que de alguna manera se sabe que llegará hasta el fondo de sus consecuencias, sin posibilidad ni de cambio ni de resolución virtuosa. La diferencia de ejecución como cantante eleva el horizonte del ocaso personal de manera contundente. Después de los álbumes excepcionales de los noventa, de alguna manera el escucha atento sabía que no había marcha atrás; que el quebranto personal sería el fin único, restringido, que la vida y la trayectoria del cantante tendrían.

Pero no sólo del cantante. Lo que dejó ver la época de la decadencia del cantor fue un drama común a la subjetividad actual. La humanidad plena del pop star fue el reverso visible para sus cientos de miles de escuchas, a través del sonido de su voz ya para siempre afectada. Pero no la condición humana pueril que libros de baja factura y programas mediáticos de intromisión y difamación gustan de ventilar con cínico desparpajo, sino la estructura mental arquetípica del individuo moderno preso de sus miserias y de sus debilidades, enquistado en la irreconciliable dualidad del talento indiscutible y la corrosión autogenerada de su entorno y su persona. El hombre prototípico que mira al acantilado y continúa haciendo malabares en su lindero, a pesar del vértigo incontrolable por la inminencia del abismo.

El caso clínico de José José está intrínsecamente ligado con su desempeño artístico. Las grabaciones de los noventa son, sin ambages, los discos de su decadencia. Antes de ellas permanece el tiempo de su encumbramiento, de la recolección acelerada de reconocimiento masivo.

El éxito masivo de los discos de los noventa reveló la certeza de lo inexorable: la última bocanada de triunfo antes de la inmersión completa en la espiral de la desintegración. El José José de entonces afianzó su propia y definitiva historia de claroscuros legendarios. No por el cotilleo irredimible del periodismo de espectáculos nacional y extranjero ni por sus declaraciones indiscretas, tampoco por las intentonas autocomplacientes de elaborar, literalmente, un guión de sufrimiento y reivindicación personales, sino por su desenvolvimiento artístico. Haber continuado en el candelero de la farándula tras un primer tifón autodestructivo reveló una nueva condición de su figura pública. Actuaciones como la del bootleg del Blanquita compactan una narración mucho más fehaciente, rica y humana que lo que cualquier nota frívola, libro amañado o cinta por encargo podría haber hecho jamás. Sin el oropel de la perfección vocal, el baladista desnudó estéticamente un proyecto vital compartido universalmente: los avatares del caos cotidiano atenazados con la conciencia reflexiva de la voluntad racional.

Una muestra sin igual del deterioro vocal último de José José, en el homenaje que se le hizo en la ciudad de Nueva York en 2009, puso de manifiesto el remache de todo esto. Más allá de sus problemas familiares, financieros y de faldas, de sus lamentables apariciones en culebrones nacionales y de la reiteración de una historia que quizá ni él mismo sabe bien a bien dónde termina la verdad y comienza lo fantástico en ella, con libros como el de Ésta es mi vida (Random House, 2010), ese artista viejo, acabado e irremediablemente cursi que se paró a carraspear un notable éxito de los ochenta (con tintes autobiográficos) como fue la canción “Seré”, recibió una ovación furiosa por parte de la concurrencia, en buena medida compuesta por sus pares de antes y de ahora. El acto manifestó el prototipo de todo final esperado: cumplió con las expectativas del espectador. La decadencia esférica, completa, plena, convertida en redención chocarrera de la autodestrucción. ®

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Publicado en: Febrero 2011, Música

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  1. ‎»Pero el menoscabo de su desempeño vocal hizo brotar un filo parasemántico insospechado. Hay ahí un matiz, un trazo doliente profundo que rebasa la intencionalidad acotada de la baladística comercial. El sesgo de la decadencia interpretativa del cantante engancha al escucha con una realidad humana irredenta: la espiral autodestructiva de las personas.» Chingon.
    Es como el alarido soterrado de saberse en caída libre, como canto de cisne (negro).

  2. Vientos, Manuel! Completísima radiografía del único Príncipe mexicano.
    El estrépito siempre es indicativo de que lo que cayó era grande. Saludos.

  3. Muy bueno; me recordó la decadencia muy similar, aunque más acentuada y que terminó peor, de Héctor Lavoe. Esos declives son muy fascinantes.

    Un abrazo

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