En casa del jabonero

La cultura, los libros y los políticos

El priista Enrique Peña Nieto y el panista Ernesto Cordero, aspirantes a la presidencia de la república, no están solos en el risible oficio de las pifias literarias y de cultura general.

Enrique Peña Nieto

Cuando una persona habla, espontánea o inducidamente, de algo que no le es familiar corre el riesgo de equivocarse y hasta de hacer el ridículo, de provocar risa de manera involuntaria.

La relación de políticos y personajes públicos que han regado alegremente el tepache al hablar o alardear de cosas ajenas a su profesión y a sus intereses profundos, es larga y sin distinción de bandería o partido político.

Así que el priista Enrique Peña Nieto y el panista Ernesto Cordero, aspirantes a la presidencia de la república, no están solos en el risible oficio de las pifias literarias y de cultura general.

Tal vez el caso más célebre sea el del panista Vicente Fox, quien en su condición de presidente de México participó en un congreso internacional de la lengua española, con las consecuencias de haberle cambiado el apellido al más grande de los escritores argentinos: Jorge Luis Borges, al que llamó “Borgues”. Y esto a pesar de que su participación no fue improvisada, sino leída.

Ya como expresidente, el 4 de octubre de 2010, cuando se difundió la noticia de que Mario Vargas Llosa había resultado ganador del Premio Nobel de Literatura, el mismo Fox envió al galardonado un twitter tan breve como mal escrito y lleno de datos falsos: “Felicidades Mario, la hiciste! Ya son tres Borges, Paz y Tu”.

Aparte de sus ostentosas seis erratas, el cibermensaje foxista omitía a cuatro ganadores latinoamericanos del Nobel (los chilenos Gabriela Mistral y Pablo Neruda, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, así como el colombiano Gabriel García Márquez) y añadía a alguien que, aunque de manera injusta, nunca obtuvo el máximo galardón literario: el argentino Jorge Luis Borges, a quien ya no llamó “Borgues”, pero cuya obra e historial seguían siendo ajenos al chacharero adalid del autodenominado “gobierno del cambio”.

Así que ni Enrique Peña Nieto, que el pasado 3 de diciembre atribuyó un libro de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, ni Ernesto Cordero, que dos días después le cambió el nombre de pila a la escritora colombiana Laura Restrepo, a la que insistió en llamar “Isabel”, no están solos en el deporte de los resbalones.

En la arena local también ha habido despistes literarios. Hace algunos años, en una entrevista en el Canal 7 del gobierno de Jalisco, el perredista Raúl Padilla, ex rector de la Universidad de Guadalajara, al referirse a los grandes escritores jaliscienses, confundió al poeta Alí Chumacero —que, como se sabe, era nayarita de nacimiento— con el líder sindical Blas Chumacero.

Y en 2006, en un noticiero de televisión que por entonces conducía Eduardo Mar de la Paz, tanto el priista Leobardo Alcalá como el panista Alfonso Petersen Farah, que en ese momento eran aspirantes a la alcaldía de Guadalajara, resultaron reprobados en asuntos relacionados con la historia de la ciudad que pretendían gobernar.

Así que ni Enrique Peña Nieto, que el pasado 3 de diciembre atribuyó un libro de Carlos Fuentes a Enrique Krauze, ni Ernesto Cordero, que dos días después le cambió el nombre de pila a la escritora colombiana Laura Restrepo, a la que insistió en llamar “Isabel”, no están solos en el deporte de los resbalones.

Pero no obstante estas notorias pifias, cabe preguntar sobre la importancia de que un funcionario público sea versado en materia de libros y autores, y hasta dónde ello podría llegar a convertirlo, de veras, en una persona apta para el servicio público. Porque, como se sabe, la élite de funcionarios nazis estaba integrada por personas letradas y con una notoria —y hasta ostentosa— afición por las artes. Pero tanta cultura no los hizo ni mejores gobernantes y, mucho menos, mejores seres humanos.

¿Entonces? La realidad demuestra que la calidad de un gobernante no depende necesariamente, o por lo menos no de una forma determinante, del grado académico o del nivel de estudios realizados.

Si así fuera, ¿cómo es entonces que Lázaro Cárdenas, que no pasó del cuarto año de primaria, acabó por convertirse en el que, para muchos enterados, es el más grande presidente mexicano del siglo XX?

Y en sentido contrario, ¿cómo explicar que entre Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, doctores en Economía por las prestigiosas universidades de Harvard y Yale, respectivamente, hayan provocado la más grave crisis económica en la historia moderna de nuestro país, cuyo capítulo más tristemente célebre fue el llamado “error de diciembre”?

La explicación de esta paradoja entre el gobernante apto con pocas o nulas credenciales académicas y el posgraduado que a la hora de la verdad decepciona, pareciera encontrarse en algo que se llama sentido de la realidad, prudencia, sensibilidad social, genuino espíritu de servicio, calidad humana, buena crianza y, desde luego, talento político.

Todo esto es lo que, esencialmente, hace a un buen gobernante y no sus rollos ni sus muchos títulos académicos que, por supuesto, tampoco le estorban, siempre y cuando no lo vuelvan soberbio y engreído.

Pero con lo anterior no se pretende exculpar, desde luego, a políticos y funcionarios farolones, que quieren dárselas de muy cultos y leídos y a la menor provocación pierden el garbo y hasta la vertical, repitiendo la risible historia de quien al querer correr acaba gateando. ®

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Publicado en: Diciembre 2011, Libros y autores

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